Hoy es el día. Te diriges como cada año al
puesto de libros del paseo que se abre a la imaginación. Buscas sin dudar y
allí está la mujer que espera indiscreta, con sus gafas necesarias y el cordón
ajustable que se comba en las patillas; viste jersey negro y labios
inquietantes. Miras discretamente, porque no quieres que te reconozca, como lo
has hecho en años anteriores; ella no falta a la cita, tú tampoco. Te
llama la atención su manera de ocupar el stand siempre sola, permanece erguida
tras las hileras de libros apilados con esmero, tan solo espera al
paseante con interés por la lectura y quizás a ti. Te fijas en sus ojos que han
consumido tantas páginas y más vida, pero no renuncian a seguir
haciéndolo; observas las manos que pasean cerciorándose que no ha
huido ningún ejemplar. Todo sigue el riguroso protocolo porque es primera hora
y todavía nadie se ha acercado. Ninguno ha roto el encanto del lugar y los
libreros siguen formados ante los puestos y firmes ante su devoción. En el
quiosco de la librera destaca un orden canónico; los libros de narrativa
erectos, los ensayos expectantes y las tragedias clásicas tumbadas casi sin
fuerzas. Destaca un expositor de plástico en color imposible de olvidar, que
reclama la atención de los iletrados y recepciona un best seller cuya
portada recaba, a través de un cuerpo de mujer con mirada lasciva, algún
amorío imposible.
Has completado la hilera de tenderetes y
te decides a caminar zigzagueante en busca de la idealizada
librera. Tú haces como si no la hubieras visto pero te es difícil ignorarla. No
te atreves a dirigirle la mirada sin complejos, ella simula colocar un ejemplar
rebelde. Por fin te animas y te acercas con cautela por miedo a que con sus
ojos averigüe tu intención. Antes de llegar, recuerdas la imagen del
mismo lugar veinticinco años atrás.
Entonces te acompañaba Paula, una
compañera de facultad. Era también primavera para los dos. Os
escapasteis de la última clase para acercaros a los libros. Tú intención
era justificar unas horas juntos. Te detuviste ante el puesto de
una mujer morena de belleza extrema que remarcaba su incipiente madurez y ceñía
su cuerpo; te invitó a que os acercarais y os atrajo mostrando un libro.
Siempre lo recordarás, era un libro de poesía cuyo autor desconocías.
Preguntaste a la señora, que esperaba deseosa que lo hicieras. Se encumbró tras
la pila de volúmenes adormecidos y te lo acercó para que pudieras
reconocerlo. Leíste en voz alta el título, ella lo remarcó y dijo el nombre del
autor. Mirastes a Paula y decidiste comprarlo. La invitaste a sentarse en
uno de los bancos del paseo; lo abriste al azar, y comenzaste a leer
cogiéndola una mano. Notabas que tu voz se tambaleaba al avanzar el
poema y ella agarraba cada vez más fuerte. De aquel momento
solo recuerdas algunos versos.
La Voz a ti debida
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».
Pedro Salinas
Los ojos de Paula insistían para que leyeras la poesía otra vez, y así lo hiciste, tantas veces hasta que se te hizo el
invierno.
Hoy de nuevo te has atrevido a encontrarte
con ella, estás a unos pasos. En el quiosco, silencio y un rótulo, LIBRERÍA
PAULA.
Javier Aragüés (Abril de
2020)
2 comentarios:
Espectacular
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