martes, 21 de abril de 2020

LA LIBRERA




Hoy es el día. Te diriges como cada año al puesto de libros del paseo que se abre a la imaginación. Buscas sin dudar y allí está la mujer que espera indiscreta, con sus gafas necesarias y el cordón ajustable que se comba en las  patillas;  viste jersey negro y labios inquietantes. Miras discretamente, porque no quieres que te reconozca, como lo has hecho en  años anteriores; ella no falta a la cita, tú tampoco. Te llama la atención su manera de ocupar el stand siempre sola, permanece erguida tras las hileras de libros apilados con esmero,  tan solo espera al paseante con interés por la lectura y quizás a ti. Te fijas en sus ojos que han consumido tantas páginas y más vida, pero no renuncian a seguir haciéndolo;  observas las manos que  pasean cerciorándose que no ha huido ningún ejemplar. Todo sigue el riguroso protocolo porque es primera hora y todavía nadie se ha acercado. Ninguno ha roto el encanto del lugar y los libreros siguen formados ante los puestos y firmes ante su devoción. En el quiosco de la librera  destaca un orden canónico; los libros de narrativa erectos, los ensayos expectantes y las tragedias clásicas tumbadas casi sin fuerzas. Destaca un expositor de plástico en color imposible de olvidar, que reclama la atención de los  iletrados y recepciona un best seller cuya portada recaba, a través de un cuerpo de mujer con mirada lasciva,  algún amorío imposible.



Has completado la hilera de tenderetes y te decides  a caminar zigzagueante en busca  de la idealizada librera. Tú haces como si no la hubieras visto pero te es difícil ignorarla. No te atreves a dirigirle la mirada sin complejos, ella simula colocar un ejemplar rebelde. Por fin te animas y te acercas con cautela por miedo a que con sus ojos averigüe  tu intención. Antes de llegar, recuerdas la imagen del mismo lugar veinticinco años atrás. 



Entonces te acompañaba Paula, una compañera de facultad. Era también primavera para los dos. Os escapasteis  de la última clase para acercaros a los libros. Tú intención era justificar unas horas juntos. Te   detuviste ante el puesto de una mujer morena de belleza extrema que remarcaba su incipiente madurez y ceñía su cuerpo; te invitó a que os acercarais y os atrajo mostrando un libro. Siempre lo recordarás, era un libro de poesía cuyo autor desconocías. Preguntaste a la señora, que esperaba deseosa que lo hicieras. Se encumbró tras la pila de volúmenes adormecidos y te lo acercó para que pudieras reconocerlo. Leíste en voz alta el título, ella lo remarcó y dijo el nombre del autor. Mirastes a Paula  y decidiste comprarlo. La invitaste a sentarse en uno de los bancos del paseo;  lo abriste al azar, y comenzaste a leer cogiéndola una mano. Notabas que tu voz se tambaleaba al avanzar el poema y ella agarraba  cada vez más fuerte. De aquel momento solo recuerdas algunos versos. 

           

 

 La Voz a ti debida

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
«Yo te quiero, soy yo».

Pedro Salinas

 

 

Los ojos de Paula insistían para que leyeras la poesía otra vez, y así lo hiciste, tantas veces hasta que se te hizo el invierno. 

Hoy de nuevo te has atrevido a encontrarte con ella, estás a unos pasos. En el quiosco, silencio y un rótulo, LIBRERÍA PAULA.

 

Javier Aragüés (Abril de 2020)