Fermín era un hombre de costumbres y una profesión, ser servicial. Iba rematado por una boina mugrienta, marcada por los surcos del sudor. Los años al servicio a los Cerrada le habían hecho encorvarse. Ahora, ya no podía evitar que los pantalones de pana consumida conjuntaran con su edad y tuvieran querencia a abandonar la cintura. Ocurría al menos dos veces al día —las que ella le reclamaba—, al ponerse de puntillas bajo el balcón principal de la casa junto al río. El hecho estaba relacionado con el cinto de aspecto encerado por el uso, que llevaba toda la vida abrazado a Fermín a una cuarta por encima de su cintura . Pero desde hacía unos cuantos años que apenas le ceñía por la escasez de carnes de aquel hombre, su desajustada de columna y porque que la lozanía le había abandonado. Se veía obligado al levantarse, a agarrarse con la mano izquierda la pata del pantalón hasta arrugarla para tomar impulso y con la derecha, acompañarla a la frente para convertirla en una visera natural que agrisaba su rostro y le permitía ver y ser visto por Mercedes, la esposa del doctor Cerrada. Ese sin fin de posturas, sincronías y esfuerzos culminaban al acomodar la cabeza hacia atrás lo suficiente como para conseguir su objetivo, que no era otro que Mercedes fuera consciente de que él estaba atento y era cumplidor como lo había hecho siempre, menos aquel día. Con la cabeza inclinada y protegiéndose del sol, rememoraba los años en los que era ella, Mercedes, estaba pendiente de él.
El doctor Cerrada, al que todos llamaban "don Eusebio", era un médico de familia, reconocido y querido por su amabilidad y porque había ayudado en los partos a muchas madres. La dedicación a su obligación era incompatible con la cercanía a su mujer. Fermín estaba orgulloso de ser el guardés de la casa, aunque de poco le había servido. No olvidaba que su vida no tendría sentido sin los Cerrada. Por las tardes iba al encuentro del doctor, abría el portón para que don Eusebio y su coche se adentraran en la rampa que descendía hasta el porche de la casa. El doctor volvía después de pasar las visitas en la ciudad. Cada año, a Fermín se le hacía más penoso desde que ocurrió aquello. Fue en un verano. La hija del matrimonio jugaba como todos los días al lado del río. Las risas y el griterío se oían amplificadas por las paredes de las hoces a ambos lados del cauce. Eran grandes moles de roca kárstica, color carne, rematadas por un penacho de negros hollín debido a las lluvias, a las areniscas y a los humos de las hogueras de pastores y apicultores. Se asomaban esbeltas al curso del río. Parecía que hablaban, pero solo escuchaban. Aquella tarde también. Vieron jugar a unas niñas de unos seis o siete años, vestidas impecables. Los cabellos repeinados y tersos. Los vestidos de canesú, airosos y de colores apagados, entre todos destacaba el vestido color lila suave del de Carmencita. Jugaban a tirarse la pelota de una a otras. Un mal bote y Carmencita corrió tras ella hasta llegar a la orilla del río. Sonó un ruido hueco. El que produce un peso muerto al caer al agua Las niñas empezaron a gritar. Estaban solas. Mercedes había salido. Fermín acudió torpe, somnoliento y dando traspiés.
Todo lo trágico que podía pasar, había ocurrido.
Primero llegó Mercedes. Las niñas corrieron tras ella gritando. Fermín estaba apoyado en la base de un chopo viejo, con su gorra cutre asfixiada entre las manos y la cabeza entre las piernas, mientras no paraba de gemir. Mercedes se acercó a él y comenzó a golpearle sin piedad. Solo repetía sin consuelo. "¡Era tu hija!".
Javier Aragüés (Abril de 2020)
4 comentarios:
Que la mano derecha, en la visera, no sepa lo que hace la izquierda, esté donde esté. Buen micro, si señor.
Jaime, con la izquierda, se sujetaba los pantalones, se le caían... por pudor ante Mercedes
Jaime te agradezco tus ánimos, pero el relato no lo puedo dar por terminado por lo que continuo escribiendo teniendo en cuenta que existe el riesgo de empeorarlo. Te pido que lo sigas. Gracias
El relato es perfecto
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