Cecine era una pediatra que adoraba a los niños. Pasaba consulta en
uno de los hospitales de referencia de la ciudad de París y estaba casada con
Didier que era más bueno que el pan. Los dos tenían una debilidad especial por los
pequeños, aunque no podían tener hijos. Nicole era su enfermera y la persona con la que pasaba la mayor parte
del tiempo. Trabajaba con Celine desde que había ido a vivir a la gran ciudad. Conocía a Didier, los dos eran de Bobigny, un pueblo cerca de París; por eso y por lo bueno que era Didier, Celine la había contratado como enfermera.
Nicolle tenía malas pulgas y era una enfermera muy corriente, por eso la doctora la tenía que decir como hacer las cosas y la regañaba muchas veces.
Todos los jueves, a las diez de la mañana, Celine pasaba consulta a niños
enfermos de los pulmones o del corazón. Era precioso ver cómo, con mucho cuidado, cogía el aparatito con sus manos, separaba las varillas de metal, colocaba los extremos en sus oídos y lo ponía sobre el cuerpecito del niño, que como estaba frío, daba un pasito atrás. Celine, con muchísimo cuidado, como si fuera una bailarina de ballet, acercaba otra vez el aparatito poniendo su mano en
el pecho y el pequeño se dejaba.
El aparatito parecía tener vida en sus manos, era como si la conociera y trabajaba por su cuenta.
La doctora no se cansaba de atender a los pequeños. Si al poner el aparatito se paraba sobre el pecho del niño, ponía la cara triste y hacía un puchero ya la vez sonreía para no asustar al niño.
Celine tenía fama como doctora. Muchas veces había curado a los niños y les había salvado la vida. La doctora estaba rodeada de leyendas pero había una que sobresalía. Decían que tenía un poder especial que le permitía curar a los niños con enfermedades muy graves. Contaban que un día, al detectar una alteración en el corazón de un niño, su rostro se desencajó, parecía atorada. Empapada en sudor frío, cogió la membrana del estetoscopio entre sus dedos y con convicción, la pasó varias veces por la zona que creía afectada, hasta que cambió su cara, desapareció la preocupación y se concretó en un profundo suspiro acompañado de una sonrisa tranquilizadora. En ese momento dejaron de escucharse los ruidos que parecían provenir de un soplo.
Nicole observaba con atención a la doctora en cada exploración, se mostraba asombrada y con ansias incontenidas de aprender, a las que no ponía límites, salvo los que le imponían su propia envidia. Trataba de imitarla. Sin saberlo la doctora, llegó a comprarse su propio estetoscopio. Soñaba con que un día podría utilizarlo.
Celine nunca faltaba a su consulta, pero ese jueves se sintió indispuesta
por un trastorno intestinal pasajero y no acudió. La consulta estaba a rebosar,
entonces Nicolle invitó a pasar a unos padres que esperaban con su hijo, sin
decirles que no estaba la doctora. Intentaba comportarse como si fuera Celine.
Fingía ser amable, imitaba sus gestos, pero su inseguridad y su mal carácter la
traicionaban. Pidió a la madre que desnudara al niño de cintura para arriba, el
pecho del pequeño se mostraba
Indefenso, expuesto a Nicolle a la que le temblaban las manos y no
acertaban a sujetar el instrumento acústico. Al hacer el gesto, para separar
los arcos metálicos, le pareció sentir que ofrecían una resistencia infinita. A
duras penas consiguió acercar el aparato a la piel del niño, que desconfiaba.
Le intentó sujetar con brusquedad para auscultarle, el niño al sentir su mano,
se puso a llorar desconsolado, temblando de miedo. Nicole desistió, no sabía
cómo reaccionar, acompañó a los padres e intentó dar un beso al niño
que no se dejó.
Ahora
le tocaba pasar al siguiente niño, con el que tuvo algo más de fortuna, le
auscultó y le pareció detectar una lesión, en apariencia grave según ella.
Decidió dar un paso más, y tuvo la osadía de intentar curarle. Trató de imitar
a la doctora. Frotaba y frotaba la membrana, presionando en exceso sobre el
pecho del niño, hasta enrojecer la zona, pero los síntomas permanecían y
continuaba escuchando los ruidos chirriantes y ásperos provocados por el soplo
en el corazón. Se desencajó su semblante, apenas podía disculparse y
avergonzada, abandonó la consulta de forma precipitada.
Intentó
contactar con la doctora. Llamó por teléfono a su casa, contestó Didier. Se
sintió aliviada, con él tenía más confianza; le preguntó por el estado de
Celine.
—
¿Cómo se encuentra la doctora? — preguntó, con voz de compromiso.
—
Está adormilada. ¿Qué quieres?
Sin
esperar más, falseando la verdad, le dio su versión de lo ocurrido.
—
Aproveché la ausencia de la doctora para ordenar el despacho, pero tuve que
dejarlo, la consulta estaba de bote en bote, e intenté atender a los pacientes
como pude.
—
¿Había muchos niños? —preguntó Didier, preocupado.
—
La mayoría, pero solo atendí a tres.
—
¿Qué hiciste?
—
Intenté explorarlos como había visto hacer a la doctora, pero me resultó
imposible, no conseguía tranquilizarlos, se asustaban.
—
¿Utilizaste el estetoscopio? —preguntó Didier alarmado.
—
Sí, sí, tal como lo hacia ella.
—
¿El estetoscopio de Celine?
—
El suyo, por eso no lo entiendo.
—
Nicolle, de lo que cuentas algo, o todo, no encaja. Celine jamás abandona su
estetoscopio, no se lo deja a nadie. Sabes lo importante que es para ella,
siempre lo lleva consigo, de hecho lo tiene aquí, en nuestra casa.
Javier
Aragüés (abril de 2018)
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