La
mirada de Sebastián no abandonaba la bahía. Tantas vigilando la llegada
de navíos al puerto, a ese puerto natural que cobijaba embarcaciones de
distintas banderas, con tripulaciones llenas de vida. Mientras tanto el
faro no dejaba de alumbrar la cala, con ese incansable rostro
poliédrico que era parte del paisaje de la ensenada. Destelleaba
al atardecer sobre la predominante aguamarina. En cada centelleo
reflejaba los colores de los cascos de las embarcaciones y cortejaba a cada
barco.
Cuando huía del sol, los reflejos se apagaban con sosiego, y a veces
daban paso a una luna brillante, pero el astro con luz propia siempre esperaba
el alba, para repetir.
Sebastián no podía dejar de pensar en ese
día cuando faltase, quién le sustituiría en su oficio de farero y sobre todo,
quién avivaría la luz para mantener encendidos los sueños de los
marineros.
Mientras esperaba ese momento, seguía vigilante y avistaba
nuevos barcos con marinos que deseaban tocar tierra. Las tripulaciones de
los navíos fondeados ocupaban los botes para emprender el desembarco en el
malecón.
Los chinchorros diseminados por el verde oscuro se disponían con desorden geométrico del que era responsable cada timonel. Al tocar tierra se organizaban diferentes grupos. El más numeroso iba a las tabernas; otro, iba a las casas de amor fugaz y unos pocos marineros daban las gracias a la patrona del lugar por la feliz travesía.
Los chinchorros diseminados por el verde oscuro se disponían con desorden geométrico del que era responsable cada timonel. Al tocar tierra se organizaban diferentes grupos. El más numeroso iba a las tabernas; otro, iba a las casas de amor fugaz y unos pocos marineros daban las gracias a la patrona del lugar por la feliz travesía.
A pesar de la algarabía que originaba el atraque de un barco, el faro y Sebastián permanecían vigilantes; nada ni nadie les hacían abandonar su cometido y sabían cuidar del lugar.
Los dos conocían muy bien el entorno y, sus miradas, como la veleta, cambiaban la orientación sin previo aviso. Señalaban la libertad como la brújula, que pudiendo marcar cualquier dirección siempre elige el norte; hacia al oeste, marcaban la cala silenciosa, la de los enamorados; por el este, pasaban las veces necesarias a la espera de un nuevo fulgor y al sur, se relajaban con la melancolía.
En días cortos y ventosos, todo ocurría a la vez, no tenían tempo para descansar. El espectáculo configuraba sus caracteres. Ajenos a cualquier distracción, eran observadores permanentes, plantados en el lugar.
Tenían que estar atentos a la puesta del sol. Entonces empezaba la verdadera jornada. El juego de luces dilataba sus pupilas. Hasta esas horas pasaban desapercibidos. A partir de ese momento su presencia y atención eran imprescindibles. Muchas naves no habían naufragado gracias a nosotros.
Con mar en calma gobernada por la brisa, eran cómplices de las parejas y
amores consentidos. Se entregaban, él cuidando de los guiños y Sebastián desviando la mirada para no perturbar las muestras de pasión incontrolable.
Sebastián
vivía su oficio con tal intensidad que no distinguía quién era el
vigilante y quién el fanal, quién era faro y quién farero. No podían vivir
el uno sin el otro. Al interpretar el personaje de farero, se mostraba
cumplidor, paciente y se exigía permanecer lúcido. Si representaba al faro, el
tiempo transcurría en su contra. Las viseras de la cúspide
—aparentes pestañas— se iban entornando por el óxido. Las chorreras
discurrían por la superficie de la cara norte a modo de patillas, que a
ambos lados se volvían rojizas por el salitre. Los dos tenían el
rostro desfigurado por el paso de los años y dejaban discurrir las lágrimas sin
consuelo.
Llegó
el día, Sebastián estaba ciego y la torre abandonada, cuando recibieron el
embate de la última ola, ya no pudieron proteger la bahía. El mar se
hizo el dueño de los dos.
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