sábado, 15 de noviembre de 2014

INCOMUNICADOS (Relato policial) Libro 4

El bloque estaba rodeado de edificios similares. Cualquier vecino al salir del portal sentía una sensación de asfixia, provocada por el rebaño de moles, todas del mismo color, salpicadas por indicios de aluminosis y ventanucos a modo de respiraderos. 

Las aceras del barrio estaban semiacabadas, siempre había  charcos y una fina capa de polvo y grasa se adhería a coches y ventanas. El conjunto invitaba a los vecinos a refugiarse en sus pisos y a que apenas se comunicaran. En la noche todo quedaba disimulado por la oscuridad y el silencio. 

Andrés asistía a una reunión de la comunidad de vecinos. No conocía a nadie, excepto a Ana con la que se había cruzado en alguna ocasión en el portal y como mucho, se habían dado los buenos días. Vivía de alquiler en un edificio ocre y de ventanas iguales. Los precios de las rentas eran muy elevados para sus posibilidades y no dejaban de aumentar. Suponía un gran esfuerzo para los escasos ingresos y verdaderos quebraderos de cabeza para llegar a fin de mes. Para Ana, la situación era más crítica, desde hacía varios meses que tenía que vivir con el subsidio de paro. 

En un lugar visible del portal del edificio, una cuartilla con trozos de celo en las cuatro esquinas, no se separaba de una de las mampara.  La convocatoria del administrador  —don Eusebio Hidalgo— había sido acogida por los vecinos con indiferencia apesar del aviso en clave de amenaza.



¡REUNIÓN MUY URGENTE! 

Se convoca a todos los vecinos: propietarios y arrendatarios, 
el miércoles, 15 de junio a las 19h30´. Se ruega puntualidad



 El Administrador

Eusebio Hidalgo







El Sr. Hidalgo era el propietario y administrador de todo el edificio. Era mofletudo y grasiento, de aspecto reprobable, hacía juego con el inmueble. Siempre llevaba la misma corbata con manchas incrustadas que ya formaban parte del dibujo. Perseguía, como en tantas ocasiones, reunirlos con la excusa de fomentar las relaciones de vecindad, aunque siempre terminaba hablando de los riesgos de robo e incendios y, si se lo permitían, de la tranquilidad que proporcionaban los seguros de vida; ponía el mismo ejemplo, mostraba una fotocopia arrugada de la póliza que cubría a su mujer, en el caso de que él falleciera. Además de administrar la comunidad y cobrar los recibos de alquiler, pretendía vender seguros de la compañía — Virgen de los Remedios— de la que era agente y ante todo era un profesional de la mezquindad, capaz de medrar ante cualquier situación. 

Casi nadie le conocía en persona, solo por referencias. Acudía a las reuniones, como mucho, dos veces al año. Sí lo hacía un empleado de su despacho, de toda confianza que se llamaba Carlos. Era un joven treintañero, con un atractivo especial para algunas mujeres maduras poco exigentes. Todo en él era apariencia. La manera de vestir y su conversación rozaban las formas más horteras. En las reuniones se le conocía por un léxico grosero y la abundante aromática sudoración que aparecía al primer contratiempo. Se le marcaba a rodales bajo las axilas y dejaba una pista indeleble en su camisa, sin posibilidad de apelación. Al empezar la reunión, las primeras palabras eran: "Silencio, joder, que vamos a empezar" y las siguientes eran para disculpar a Don Eusebio. Los más educados
exclamaban:  "¡Ya estamos como siempre!", seguido de un sonoro abucheo, por parte de la inmensa mayoría de los asistentes. Esa tarde, Carlos añadió: "Casi con seguridad, el Sr. Hidalgo se incorporará después de terminar una gestión".

En esta ocasión la convocatoria había tenido más éxito, debido al anuncio en forma de amenaza e intriga. Carlos, muy nervioso, sudaba más de lo habitual y Don Eusebio seguía sin aparecer. En el vestíbulo del edificio, se formó un murmullo acompañado del ruido desagradable por el movimiento de sillas —muchos vecinos las bajaban de sus viviendas— que amplificaba el hueco de la escalera. 

La mayoría de los asistentes abandonaron la reunión. 
Andrés y Ana se miraron perplejos. En medio de la confusión aprovecharon para presentarse, se dieron  la mano e intercambiaron sus nombres. Sin mediar palabra, salieron del portal del edificio, un bloque más del extrarradio, en medio del vacío. Parecía que huían. Caminaron por una calle que estaba débilmente iluminada. En el punto más alto se percibía un estertor. La ciudad intentaba respirar y sobre ella estaba suspendida una anaranjada y espesa capa de polución. 

Siguieron caminando calle abajo. Se dejaba ver una 
urbanización, con pretensiones de zona residencial,
poblada de farolas. Cada una alumbraba a un sinfín de
parcelas sin edificar. Un verdadero erial plagado de luciérnagas. Se miraron para corroborar que clase de lugar era donde vivían. En los alrededores de la ciudad se había establecido la soledad, la sordidez y toda la gama de grises posibles que acompañan a la vida. Sus ojos captaron una instantánea en blanco y negro y la aglomeración anaranjada del aire viciado que sobrevolaba el horizonte. El ruido de la ciudad era dominante en el vacío de la noche.

Andrés elevaba el tono de voz para superar el zumbido y poder contar a Ana los proyectos que le habían llevado a la ciudad. Intentaba explicarlos, pero el paso del tiempo y las condiciones de vida los habían borrado. Solo le quedaban recuerdos de una infancia difícil. No había conocido a su padre que, murió prematuramente. Su madre, siempre ausente, trabajaba de asistenta de lunes a sábado. Pero recordaba con nitidez la existencia de un maestro, un hombre sencillo al que los niños llamaban Don Pablo. Cundo cogía la tiza con sus dedos, destacaban sus venas, sinuosos senderos violados que recorrían el dorso de la palma, desde la muñeca hasta el comienzo de las uñas. Deslizaba el clarión sobre una pizarra negra acharolada, que se dejaba acariciar por un trapo blanquecino cubierto de yeso.

En la escuela, el maestro les enseñaba a leer y a escribir, a hacer cuentas sencillas, a situar su ciudad en el mapa... y todo lo necesario para que tuvieran una cultura elemental. 

Andrés recordaba con cariño sus charlas. A primera hora de la tarde, los alumnos apoyaban la cabeza en los brazos, doblados por los codos y la mirada atenta a Don Pablo. Les hablaba de dos palabras, que él entonces no entendía: ética y dignidad. Durante la charla a veces levantaba la voz para asegurarse que no se dormían e insistía: "En esto se diferencian los verdaderos hombres, de los mediocres,..." Estas dos palabras siempre le acompañaron.

Notó que solo hablaba él y Ana permanecía en silencio y le escuchaba sorprendida. Ella era una mujer de belleza espontánea y a la vez delicada. Andrés al prestarla atención experimentaba cierta atracción.


— Ana ¿Tú no tienes nada que contar?

— Sí, pero todavía no tengo suficiente confianza. Lo intentaré, pero no tan bien como tú.


— Bueno, lo importante es que seas sincera. Yo lo he sido.—le contestó Andrés, sintiéndose halagado.


— Mi madre nos abandonó cuando apenas tenía tres años. Yo Tampoco conocí a mi padre. No fui a la escuela; según mi madre para una mujer no era necesario. A los dieciocho años vine a la ciudad para buscar trabajo e intentar tener una vida con futuro. Al principio confiaba en encontrarlo. Tenía  ilusión.  En las entrevistas me preguntaban qué cómo era, qué experiencia tenia y cuáles eran mis habilidades. Yo no 
sabía que decir. 
Con el tiempo me preparé una respuesta, y la repetía hasta convencerme,  mirándome a un espejo: "Soy una mujer joven, con buena presencia  y..."  De ahí no pasaba. No se me ocurría nada más...

Andrés sorprendido, pensó que con su explicación era demasiado sincera y eso también le gustaba.


Se hizo bastante tarde, se habían alejado de su bloque y decidieron volver. Siguieron caminando. Al pasar junto a un edificio, del primer piso colgaba un rótulo luminoso que anunciaba:



EUSEBIO ALONSO. API Y CORREDOR DE SEGUROS









Al llegar a las últimas casas de la urbanización, Ana se detuvo.

— Mira Andrés, ¡Ahí! ¡Ahí!, parece un bulto.

— ¿Quieres decir que ves algo? — preguntó Andrés nada convencido.


Se acercaron con prevención hasta una de las farolas que iluminaba la zona.


— ¡Qué horror! Es un hombre. Parece que está herido. —balbuceó Ana, aterrada. 


Por la frente del hombre surcaba un rastro de sangre, aún fresca. Andrés, se inclinó y comprobó que no respiraba. Pálido, exclamó.

— ¡Ana, este hombre está muerto!


Se miraron sin saber qué hacer. Junto al cuerpo había un maletín descerrajado y un montón de papeles. Andrés los revolvió buscando algún indicio. Cogió un folio con el membrete: "Compañía Aseguradora Virgen de los Remedios". Le recordaba algo. Preguntó a Ana si conocía ese nombre, mientras él intentaba recordar. 


—Lo siento Andrés, para mí no significa nada. —dijo Ana encogiéndose de hombros. 

Andrés seguía dándole vueltas con el papel en la mano.


— ¡Claro! Ya está. Es el nombre de la compañía de seguros para la que trabaja el Sr. Hidalgo. 


Siguió rebuscando en el maletín y encontró un paquete de recibos que correspondían a los alquileres de ese mes, de los vecinos de su edificio. Después de unos minutos interminables Andrés se incorporó y sin dudarlo dijo.

— Este hombre es don Eusebio Hidalgo.

— ¿Cómo lo sabes?—Ana intentaba comprender, pero todo eso no le decía nada.


Se cercioraron de que el hombre estaba muerto y 
estuvieron de acuerdo en avisar a la policía.

Ya era de madrugada. Transcurrió más de una hora. Un coche patrulla y otro de incógnito, con dos inspectores, se presentaron en la urbanización. La policía, al ver el cadáver, llamó al juzgado. Acudió el juez de guardia. Llegó un furgón y se llevó el cuerpo al Instituto Forense. 

Los dos inspectores se interesaron por su estado. A continuación, de pie, en el lugar donde habían encontrado el cuerpo, comenzaron a interrogarles. Después de las preguntas obvias, les invitaron a que les acompañasen a la jefatura.

En las dependencias de policía les sometieron a un interrogatorio más severo. Primero a los dos, en un despacho y después por separado. A partir de ese momento no les dejaron comunicarse. Las preguntas elevaban el tono y sobrentendían que pudieran estar involucrados. A Andrés le enseñaron una lista de morosos de la comunidad, que encabezaba Ana y él también aparecía, pero de los últimos. No entendía cómo podía verse involucrado en esa confusión. Su comportamiento siempre había sido ético y, aunque humilde, había mantenido la dignidad en las 
situaciones más adversas. 

Ana, atemorizada, no paraba de llorar. Le enseñaron una nota manuscrita dirigida al Sr. Hidalgo, en la que pedía un aplazamiento de la mensualidad. Derrumbada, no podía pronunciar una sola palabra.

Al tercer día les llevaron a declarar ante el juez. 

El informe forense determinaba que al hombre le habían quitado la vida con un objeto contundente, en concreto con una piedra. Le habían asestado un golpe en la zona del parietal derecho que había provocado un fuerte traumatismo y la muerte instantánea. 

El atestado de la policía científica concluía que se habían encontrado huellas digitales de Andrés en el maletín, así como resto de fibras de tejido que eran de su ropa. También habían encontrado huellas que se correspondían con el calzado de cada uno de ellos. El arma del crimen contenía restos del cuello cabelludo y tejidos de la víctima, pero en ningún momento indicios
fehacientes que pudieran atribuirse a los investigados. 

Ante el juez, los dos se declararon inocentes y a la vista de los hechos y las pruebas, el juez decretó su libertad, quedando el caso archivado como: Crimen Sin Resolver.

A pesar del final, sin consecuencias para ellos, Andrés y Ana quedaron traumatizados pero sentimentalmente muy unidos. Decidieron compartir el piso de Andrés y así, Ana se liberaba de la carga del alquiler e intentar compartir sus vidas. Esta decisión fue el comienzo de una relación afectiva muy intensa entre ambos. 

Pasaron algunos años. En la comunidad del bloque
marginal nada cambiaba. Bueno casi todo. Las convocatorias de las reuniones de inquilinos, ahora aparecían firmadas por doña Teresa Ramos, viuda de Hidalgo junto a la firma del joven hortera, Carlos López. que firmaba como Subdirector. 

Carlos seguía llevando el peso de las reuniones. Ahora le tocaba excusar la asistencia de doña Teresa, seguía cobrando los recibos de alquiler e intentaba vender algún seguro. Hasta que un día de los que los asistentes se lo permitieron, se puso a hablar de la bondad de los seguros de vida. Mostró la fotocopia amarillenta y deteriorada de la póliza a favor de la mujer de don Eusebio. Ana y yo nos miramos, salimos del portal nos dirigimos a la calle empinada débilmente  iluminada y caminamos en silencio.




Javier Aragüés (julio de 2018)




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