Como ocurría con otras chicas francesas, Christine era más exótica que guapa y acrecentaba la singularidad para resultar atractiva. De aspecto muy elaborado, lucía pestañas revestidas de rímel en exceso para atraer las miradas; engrosaba el calibre y la dureza de los cilios, hasta el extremo que recordaban a Alex DeLarge el personaje que interpretaba Malcolm McDonald en "La Naranja Mecánica" (Stanley Kubrick 1.975).
Los ojos de Christine eran dos lunas verdes. Encargaba a las cejas la misión de embellecer y resaltar la mirada y a las que dedicaba la mayor parte del tiempo para maquillarse. Así conformaba un rostro picassiano que destacaba con el perfilador y el lápiz negro, para remarcar sus ojos.
Su aparente desgana y aire desenfadado no
parecían coincidir con ese empeño por resultar más atractiva y observada, que lo remachaba
con varios piercing en paralelo en el lóbulo de la oreja izquierda que le
daban un aire de posmodernidad agresivo. Toda esta parafernalia la utilizaba para mostrar el
desacuerdo con la sociedad.
Christine era abogado en un despacho que tramitaba licencias para productos farmacéuticos en la Unión Europea. Hablaba un español correcto pero sin haber perdido el acento. Paul era director de investigación en unos reconocidos laboratorios farmacéuticos
franceses. Se conocieron con motivo de la obtención de la licencia para la salida al mercado de un nuevo psicofármaco.
Paul era algo mayor, por lo que junto a otros muchos encantos, provocaba que Christine estuviera abducida por él.
Desde un principio ella vivió un enamoramiento vehemente hacia Paul y hacía que no pudiera prescindir de él. Los encuentros eran continuos. No existían limitaciones. Ella los provocaba y él los favorecía; la manera de corresponder de Paul inducía dudas en Christine e intuía que no era un verdadero amor.
Después de varios meses intensos, Paul comenzó a excusarse y en repetidas ocasiones no asistió a las citas; hasta que le comunicó que dejaba París para trabajar en la filial en Suiza de su empresa. Todo sin tiempo para poder dar una explicación y ni siquiera pudo reaccionar.
Nunca volvió a saber nada de Paul. Abandonó París y también a ella.
Christine sufrió una profunda depresión. Los socios del gabinete la apreciaban y quisieron ayudarla.
Consideraron necesario que estuviera alejada de todo aquello que le recordaba a Paul. La trasladaron a España, al despacho que el bufete tenía en Madrid. En un principio ella se oponía pero terminó aceptándolo.
En Madrid, muchas tardes hacia un alto en el trabajo y se refugiaba en un café con tintes decadentes. Tenía un friso de madera hasta media pared y globos con forma de quinqué que se alternaban con fotos de tertulias del Madrid republicano, de color sepia y paredes decoloradas por el humo y el paso del tiempo.
Se sentaba en un taburete de la barra y removía con la mano izquierda una taza de café. Parecía una escena de una obra corta con una sola la actriz —ella— lista para iniciar un monólogo y con ademán de estar esperando a alguien que nunca llegaba.
Ignacio tenía treinta y dos años. Estaba menguado por la soledad. Tenía todos los atributos de un buen librero; hombros estrechos, cuidadoso, ordenado y era tan alto, que no necesitaba escaleras para alcanzar la baldas más empinadas de la librería. Llevaba barba incipiente que no progresaba y unas gafas sin apenas graduación, con una montura metálica delgada que recordaba a Trotsky. Las lentes protegían unos ojos grandes y endrinos que destacaban sobre el blanco azulado de la esclerótica, reforzando su aguda mirada.
Siempre llevaba camisas de cuadros por fuera de un pantalón de pana color negro que le daban el aspecto de "un progre" de la época.
Como muchos de los propietarios de las librerías de la calle San Bernardo de Madrid, tenía los anaqueles repletos de abundante bibliografía marxista. Durante la dictadura, los había adquirido
en editoriales especializadas de Sudamérica. Entonces eran libros prohibidos y tenían una gran demanda. Al llegar la transición,
circulaban con normalidad; pero al margen del negocio disfrutaba pudiendo explicar las aventuras que había detrás de cada libro.
franceses. Se conocieron con motivo de la obtención de la licencia para la salida al mercado de un nuevo psicofármaco.
Paul era algo mayor, por lo que junto a otros muchos encantos, provocaba que Christine estuviera abducida por él.
Desde un principio ella vivió un enamoramiento vehemente hacia Paul y hacía que no pudiera prescindir de él. Los encuentros eran continuos. No existían limitaciones. Ella los provocaba y él los favorecía; la manera de corresponder de Paul inducía dudas en Christine e intuía que no era un verdadero amor.
Después de varios meses intensos, Paul comenzó a excusarse y en repetidas ocasiones no asistió a las citas; hasta que le comunicó que dejaba París para trabajar en la filial en Suiza de su empresa. Todo sin tiempo para poder dar una explicación y ni siquiera pudo reaccionar.
Nunca volvió a saber nada de Paul. Abandonó París y también a ella.
Consideraron necesario que estuviera alejada de todo aquello que le recordaba a Paul. La trasladaron a España, al despacho que el bufete tenía en Madrid. En un principio ella se oponía pero terminó aceptándolo.
En Madrid, muchas tardes hacia un alto en el trabajo y se refugiaba en un café con tintes decadentes. Tenía un friso de madera hasta media pared y globos con forma de quinqué que se alternaban con fotos de tertulias del Madrid republicano, de color sepia y paredes decoloradas por el humo y el paso del tiempo.
Se sentaba en un taburete de la barra y removía con la mano izquierda una taza de café. Parecía una escena de una obra corta con una sola la actriz —ella— lista para iniciar un monólogo y con ademán de estar esperando a alguien que nunca llegaba.
Ignacio tenía treinta y dos años. Estaba menguado por la soledad. Tenía todos los atributos de un buen librero; hombros estrechos, cuidadoso, ordenado y era tan alto, que no necesitaba escaleras para alcanzar la baldas más empinadas de la librería. Llevaba barba incipiente que no progresaba y unas gafas sin apenas graduación, con una montura metálica delgada que recordaba a Trotsky. Las lentes protegían unos ojos grandes y endrinos que destacaban sobre el blanco azulado de la esclerótica, reforzando su aguda mirada.
Siempre llevaba camisas de cuadros por fuera de un pantalón de pana color negro que le daban el aspecto de "un progre" de la época.
Como muchos de los propietarios de las librerías de la calle San Bernardo de Madrid, tenía los anaqueles repletos de abundante bibliografía marxista. Durante la dictadura, los había adquirido
en editoriales especializadas de Sudamérica. Entonces eran libros prohibidos y tenían una gran demanda. Al llegar la transición,
circulaban con normalidad; pero al margen del negocio disfrutaba pudiendo explicar las aventuras que había detrás de cada libro.
A media tarde, tenía costumbre de tomarse un café. Al entrar, casi se topó
con Christine que sentada en un taburete en el extremo de la barra, seguía concentrada en los círculos que formaba su café
americano al removerlo. Al entrar Pablo, ella sujetó la taza con el dedo
índice, apoyó ligeramente los labios en el borde y levantó los ojos sin mover la
cabeza para intentar verle. Al pasar le miró con cierto descaro. Ignacio se sintió observado y se giró y se detuvo como si se conocieran. Intercambiaron una
sonrisa. Ella le ofreció el taburete que estaba a su lado, él aceptó.
— Me llamo Ignacio. ¿Vives por aquí? — le preguntó, a la vez le tendía la mano para saludarla.
— Yo soy Christine. No vivo en el barrio pero trabajo muy cerca. Vengo a menudo a tomar un café —contestó sorprendida por la naturalidad de Ignacio, que no dejaba de mirarla a los ojos.
Ella experimentó una sensación olvidada, al sentir el contacto de la mano de un hombre al coger la suya.
Ignacio al conversar asomaba cierta atracción al escuchar su acento francés y en especial, la forma de arrastrar las "erres".
Ella experimentó una sensación olvidada, al sentir el contacto de la mano de un hombre al coger la suya.
Ignacio al conversar asomaba cierta atracción al escuchar su acento francés y en especial, la forma de arrastrar las "erres".
— Yo también trabajo muy cerca. Tengo una librería, la que hay frente al café — Ignacio sonrió, lo que ayudó a que Christine se sintiera más cómoda.
— Disculpa que haya sido tan seca pero estoy acostumbrada a mantener solo conversaciones de temas de trabajo y apenas me relaciono.
— ¿Dónde trabajas?
— En ese edificio gris de oficinas, el que hay casi enfrente. Somos vecinos.
Christine no quería dar detalles. No se sentía especialmente orgullosa de cómo había llegado hasta allí. Le produjo cierta envidia cuando Ignacio dijo que tenía una librería.
— En ese edificio gris de oficinas, el que hay casi enfrente. Somos vecinos.
Christine no quería dar detalles. No se sentía especialmente orgullosa de cómo había llegado hasta allí. Le produjo cierta envidia cuando Ignacio dijo que tenía una librería.
— ¿Lees con frecuencia? —le preguntó.
— Si claro. Soy una adicta. En Francia en la escuela elemental nos inculcan la necesidad de leer. Desde prácticamente los cinco años
lees, es como un juego.
— ¿Y tú?
— Soy un afortunado. Trabajo con ellos. Conoces lo que escribe
Harold Bloom: "Seguiré leyendo mientras me quede un soplo de vida" —ella asintió sintiéndose identificada.
Siguieron hablando de las preferencias de autores y géneros.
Christine apreciaba la sensibilidad de Ignacio, y en especial sus gustos por la literatura. No pudo evitar nombrar a Arthur Rimbaud, el gran poeta francés del siglo XIX.
Ignacio le recordaba, en cierta manera a Paul, pero en una versión más próxima y humana. Christine parecía ensimismada; él, sin darle tiempo a reaccionar le recitó un poema de Rimbaud en español.
— ¿Conoces el poema Aventura?
Sin esperar la respuesta comenzó a declamar.
Christine se emocionó. Ante ella un hombre que conocía a su poeta favorito y lo recitaba con especial sensibilidad. El poema era un fragmento de amor y recuerdos que reavivaban sus sentimientos.
No pudo evitar que sus ojos enrojeciesen, se esforzó para contener la emoción y recordó cómo se deshizo su historia de amor.
— Soy un afortunado. Trabajo con ellos. Conoces lo que escribe
Harold Bloom: "Seguiré leyendo mientras me quede un soplo de vida" —ella asintió sintiéndose identificada.
Arthur Rimbaud |
Christine apreciaba la sensibilidad de Ignacio, y en especial sus gustos por la literatura. No pudo evitar nombrar a Arthur Rimbaud, el gran poeta francés del siglo XIX.
Ignacio le recordaba, en cierta manera a Paul, pero en una versión más próxima y humana. Christine parecía ensimismada; él, sin darle tiempo a reaccionar le recitó un poema de Rimbaud en español.
— ¿Conoces el poema Aventura?
Sin esperar la respuesta comenzó a declamar.
AVENTURA
Con diecisiete años, no puedes ser formal.
—¡Una tarde, te asqueas de jarra y limonada, de los cafés ruidosos con lustros deslumbrantes! Y te vas por los tilos verdes de la alameda.
¡Qué bien huelen los tilos en las tardes de junio!
El aire es tan suave que hay que bajar los párpados; Y el viento rumoroso -la ciudad no está lejos¬- trae aromas de vides y aromas de cerveza.
De pronto puede verse en el cielo un harapo
de azul mar, que la rama de un arbolito enmarca y que una estrella hiere, fatal, mientras se funde con temblores muy dulces, pequeñitos y tan blancos…
¡Diecisiete años!, ¡Noche de junio! -Te emborrachas.
La savia es un champán que sube a tu cabeza… Divagas; y presientes en los labios un beso que palpita en la boca, como un animalito.
Loca, Robinsones tu alma por las novelas,
—cuando en la claridad de un pálido farol pasa una señorita de encantador aspecto, a la sombra del cuello horrible de su padre.
Y cómo cree que eres inmensamente ingenuo,
a la par que sus botas trotan por las aceras, se vuelve, alerta y, con un gesto expresivo… —Y en tus labios, entonces, muere una cavatina…
Estás enamorado. Alquilado hasta agosto.
Estás enamorado. Se ríe de tus versos Tus amigos se van, estás insoportable. —¡Y una tarde, tu encanto, se digna, ya, escribirte…!
Y esa tarde… te vuelves al café luminoso,
pides de nuevo jarras llenas de limonadas… —Con diecisiete años no puedes ser formal, cuando los tilos verdes coronan la alameda. |
Christine se emocionó. Ante ella un hombre que conocía a su poeta favorito y lo recitaba con especial sensibilidad. El poema era un fragmento de amor y recuerdos que reavivaban sus sentimientos.
No pudo evitar que sus ojos enrojeciesen, se esforzó para contener la emoción y recordó cómo se deshizo su historia de amor.
Siguieron viéndose en aquel café. Una de las tardes mientras la esperaba, Christine echaba una ojeada a un libro de pintura en francés —L´Univers de Van Gogh— y disfrutaba con los bocetos y los cuadros del maestro. Hojeaba y releía el significado de las pinturas, hasta que se detuvo para desplegar las solapas de la cubierta. Encontró lo que buscaba. Dos cuartillas dobladas y cuarteadas de papel descolorido escritas con pluma y con su letra menuda. Recorrían frases de amor y de entrega sin condiciones.
Reprochaban un silencio prolongado y confirmaban un amor. Eran las letras de una carta que quería haber enviado a Paul, le pedía explicaciones por el tiempo transcurrido. La carta siempre fue una intención frustrada. Pero ahora más que nunca, sabía que él no era el destinatario.
Ignacio quería sorprenderla y esa tarde llevaba con él un poemario de Pedro Salinas, uno de sus poetas favoritos. Al verlo, Christine le pidió que le leyera alguno. Cogió el libro entre sus manos, aireo las páginas y el libro, como encantado, se abrió por la que deseaba. Se puso a leer.
Para vivir no quiero (Pedro Salinas)
La voz a ti debida (1933)
Para vivir no quiero (Pedro Salinas)
La voz a ti debida (1933)
Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las
gentes del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
"Yo te quiero, soy yo".
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!
Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las
gentes del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
"Yo te quiero, soy yo".
Christine miraba las manos de Ignacio, veía las del librero y sentía
resonar la voz en los versos que palpaban cada espacio del interior de su
cuerpo y la envolvían por el pecho. Ignacio acercaba a Christine todo lo que
le habían negado. Le enseñaba a encontrarlo en la poesía. Ella vio en un
instante que su vida se plegaba como la cuartilla que había encontrado en el
libro y se escribía un relato con su letra; la de una historia nueva, sin
miedos y segura de vivir enamorada entre libros y versos.
Javier Aragüés (diciembre 2014)
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