lunes, 25 de enero de 2016

ELECCIÓN


…su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido

(Albert Camus)


El maestro le respondió.

…quiero decirte cuánto me hacen sufrir, como maestro laico que soy, los proyectos amenazadores que urden contra nuestra escuela. Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar la verdad.



No estaba preparado. Me aterraba que me arrancaran de mi vida onírica y de juegos. Hacía muchos años que me había instalado en ella. Llegado el momento, las presiones de mis padres y familiares me dirigían al abismo de la mediocridad. “Tienes que ser abogado como tus padres”,“Claro que están más reconocidos los ingenieros y arquitectos”, ”Como es un chico que vale hará lo que se proponga.”

En Madrid, corrían los años setenta, la escuela de ingenieros industriales recibía mis dudas.  Años y  cursos no coincidían. Surgía  una actividad voluntaria.  La militancia en un partido político. Luchaba por las libertades y contra el franquismo. Era la primera llamada. Cuestionaba la vocación impuesta. No me identificaba como ingeniero. Si como activista. Un cometido más arriesgado. Más vital. Con mayor capacidad de ser admirado. De hacer Historia. No era una profesión, era un estado de ánimo. En esta época interminable permanecía indemne el desequilibrio  entre mis obligaciones y el voluntariado. De nuevo presiones. La edad obligaba a estar socialmente disponible. Seguía sin estar preparado. Era inevitable  el paso por la milicia. Años insufribles. 






Gracias a la vida. (canción) 


Una imprevista dedicación los hizo  inolvidables.  Años pasados junto a iletrados en edad militar. El desarrollo de esta actividad no era un trabajo. Enseñaba a leer y a escribir. Vehiculizaba mis deseos. Era útil sin contrapartidas. La metamorfosis en aquellos jóvenes era la antesala de la culturización. La expresión de los rostros interesados por aprender compensaba cualquier retribución. Yo debía pagar. Destilar los momentos que expresaban agradecimiento contenido. Ojos  enrojecidos y lágrimas incipientes entregaban la gratitud.  Voces apagadas y trémulas removían mis creencias. Gestos esculpidos desde el olvido y la desesperación. Consolidaban convicciones. Empujaban a luchar. Ni ellos, ni yo, ocultábamos la excitación por un estado de ánimo desconocido. ¡Qué lejos de  los oficios mercenarios! Al final del periodo, la  vuelta a la realidad empujaba al conocido abismo de la insatisfacción. El desencaje social. La ausencia de notoriedad. La marginación. Me arrastraban al vacio. Perdía la memoria. Desaparecían los rostros iluminados de los que querían aprender. Me conformaba con el título profesional. No con la profesión. Era incapaz de mitigar la angustia; las insatisfacciones se reproducían. Era un profesional del fracaso. Las vivencias de aquellos años no eran intercambiables. Era un maestro improvisado. Ellos me reconocían. Yo, no.

Decían que el tiempo pone las cosas en su lugar. Mañana  lunes volvía al trabajo. Todo en su sitio. Mis ojos enrojecían. Húmedos y a punto de desbordarse. 

Javier Aragüés (enero 2016)


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