domingo, 31 de enero de 2016

LAS HOCES


Era una ciudad del interior. Insignificante. Me conquistaba. Destacaba en la rala meseta. El mobiliario urbano era escaso y deteriorado. Se repartía sin preferencias por aceras y plazas. Bancos y farolas recogían los testimonios sencillos de parejas sin exigencias. ”Marta te amo”, “Juntos para siempre” y otro, el que más se repetía, “Te quiero”, junto a dos iniciales separadas por un punto dentro de un corazón. Cruzado por un palote con cuatro trazos en el extremo. Símbolo de una flecha. Diana en la esperanza. También había un único parque pleno de signos de amor y un quiosco de música en silencio. En las estaciones favorables abundaban las parejas. Durante otoño e invierno vivía la soledad. Una estera de hojas y ramas humedecidas delimitaba los jardines. Desprendía un olor especial a musgo y hongos. Una neblina aromática rodeaba la corteza de los árboles. Atraía a los excéntricos y a los despoblados de ilusiones, y seducía a todos.
Aprovechaba unos días de respiro. Iba a visitar a los amigos de la adolescencia. Los que el tiempo convertiría en adultos sometidos. Recordaba a Leopoldo (Leo). Algo mayor que yo. Había influido en mis gestos y opiniones. Era como mi hermano mayor. Hacía gala de haber tenido un abuelo represaliado, Juez en la II República. Siempre, al encontrarnos, su brazo sobre mi hombro y el saludo habitual. “¿Qué tal Richi? ” Arturo, el mediano, entre Leo y Carmencita, era, con diferencia, el más gris de los tres. Carmencita, la más joven, siempre con un libro y muchos sueños. Redicha, explicaba sin rubor sus teorías sobre el sexo incipiente. Sus padres la escuchaban boquiabiertos. A mí, me avergonzaban sus palabras y mi desconocimiento. Durante años pasábamos muchos días de charlas y juegos. En invierno, en su casa, alrededor de la estufa de leña. Las novelas de Emilio Salgari pasaban de mano en mano y de boca en boca. “El Corsario Negro” era la más manoseada. A distancia “Los Tigres de la Malasia. “La Perla del Río Rojo” era la preferida de Carmencita. Disfrutaba con las luchas por la princesa. Era la que más leía. En un tono más repelente de lo habitual tomaba partido por Salgari frente a Julio Verne; decía. “Las de Salgari me hacen sentir y gozar. Las novelas de Julio Verne no me dejan imaginar”. Respetando las preferencias y las jerarquías dentro de los hermanos me dejaban escoger un libro. Al llegar mi turno, tenía que coger una novela de la balda que presidía la sala. Todos los ejemplares hacían equilibrios para no abandonar el estante. No elegía la que prefería. Evitaba que se produjera un seísmo de papel. La tarde acababa cuando el padre llegaba. “¡A cenar!” Gritaba Carmen. No había televisión. Yo remoloneaba hasta que llegaba la invitación. “¿Por qué no te quedas a cenar?” Alargaba el tiempo hasta que llegaba la sobremesa. Participábamos todos. La tertulia la conducían los padres, seguida de intervenciones de los hermanos; no se discutía el orden, ni los tiempos de los diálogos. Leo y Carmencita eran los que más hablaban, me invitaban a participar. Sin hostigar. Los contenidos giraban en torno a La Ilustración. En la tertulia de mayores, no participábamos, solo se permitía. Siempre se deslizaban las simpatías por el socialismo.








En primavera cambiaba el escenario. Paseábamos por la calle principal. “El tontódromo” era el deporte que practicaban los lugareños: calle arriba y, sin pensarlo, calle abajo. Las vueltas necesarias hasta agotar los saludos a los paisanos. Este ejercicio permitía identificar a los extraños con un gesto de sorpresa. Escaparates y portales acordonaban el circuito. Dos cafés provincianos, “El Colón” y “La Martina”, rompían la uniformidad. Un sábado, el año en el que Leo y yo estábamos a punto de entrar en la universidad, nos cruzamos con dos chicas. Algo mayores que nosotros. Parecía que sonreían. Entraron en uno de los cafés. Se sentaron. Miraban a través del ventanal para comprobar nuestra reacción. Al segundo paseo le hacía gestos a Leo para entrar en el Colón. Nunca lo hacíamos, no teníamos un duro, pero la situación era propicia: metí la mano en el bolsillo trasero del pantalón y rebuscando encontré unas monedas. ¿Tendríamos para pagarles el café? Empujé a Leo con seguridad. Ellas se habían sentado al fondo, en uno de los veladores, junto a una columna. Avancé sin dudar hasta la mesa. Como si hubiéramos quedado. Nos esperaban.

-¿Podemos sentarnos?- pregunté. Leo callado.

-Claro- contestó la más agradable.

Siguieron sentadas. Nos presentamos. Una de ellas tomó la iniciativa.

-Me llamo Alicia. Ella es Laura, mi amiga.

-¿Qué hacéis por aquí?

-Unos amigos nos han recomendado la visita. No nos arrepentimos.

-¿Habéis vistos las hoces? Impresionan. ¿Queréis que paseemos?

Nos levantamos a la vez. Ellas ya habían pagado.
Un camino adoquinado bordeaba la angostura del río. Callejas y callejones desembocaban en una senda. Leo y Laura se adelantaron. Le explicaba las peculiaridades de las casas. Verdades y leyendas. Tono engolado y suficiente, el habitual de Leo. Cuando estaban muy alejados, me detuve hasta perderlos de vista. Desde hacía rato que pensaba cómo decírselo. No me atrevía. Miré a Alicia, su cara infantil. Modelaba una sonrisa espontánea. Rezumaba ternura. Me invitaba a hablar de lo que esperaba de la vida. ¿Entendería mi agnosticismo? ¿Mi afán por defender lo imposible al lado de los sin voz? A luchar por ellos. Y lo más difícil. Mi heredada falta de cariño. ¿Me invalidaba para dar o recibir amor? Consecuencia u origen de mi enfermedad, el miedo a comprometerme. Alicia, en silencio, parecía interpretarme. Me refugiaba en su mirada. Buscaba su comprensión. Era como si nos conociéramos desde hacía tiempo. En ese momento parecía surgir una vocación, la de querernos. Recelosa, se acercó. Las expresiones hablaban. Su piel era cálida. La mirada fría. Por un momento deseaba que Leo y Laura no existieran. Nos separábamos de ellos. 
La invite al parque. No era un parque singular. Era mi parque. Los charcos habían desparecido. La estera estaba recogida, las hojas y las ramas en su lugar. A la entrada me confesó, sin mirarme:”Vengo de una mala experiencia. Mi chico me ha abandonado” Tropezamos con un árbol sexagenario. La corteza estaba llena de símbolos de amor. Uno de ellos incompleto, solo un corazón, una flecha, un punto y una sola inicial. La "A". Añadí una erre mayúscula. Alicia se giró. Ocultaba el rostro. Emocionada. Nos besamos.   


Javier Aragüés (marzo 2016)

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