Puntual como
cada mañana, estaba en el banco de siempre sentada buscando un sol tibio que apenas
se atrevía a aparecer. Junto a ella un perrita mestiza hija de la ca, lo que se entiende por un chucho. De pelo algo ensortijado y sin brillo y
el cuerpo más famélico que lustroso, en oposición a la dueña, deforme, obesa, que no
soportaba las carnes y que no tenía parecido, ni en pelo, ni en peso, con la perra. Soldada a unas gafas de sol de pasta fuera de época, con un cristal roto. Las dos exhibían cuerpos abandonados por los que el lujo había estado ausente
de sus vidas. La mujer tenía siempre la misma postura, el cuerpo hacia atrás y los pies apenas
llegaban al suelo; el bolso raído pegado a sus manos, mal cerrado por el que
asomaba un pañuelo en pésimas condiciones de uso y la perrilla a su lado como una parte
más de ella. Era una escena que inspiraba cuando menos compasión, hizo
un movimiento discreto pero que terminó por abrir el bolso y se precipitaron
todas las pertenencias, todas sin ningún valor. Me acerqué para ayudarle a recogerlas
pero permaneció inmóvil y solo la perrilla se percató haciendo un gesto huidizo.
-¿Quién está
ahí preguntó?
-No se
preocupe, soy un señor con todo el tiempo, me llamo Eduardo -la intenté tranquilizar.
Al iniciar la
conversación se mostró reservada y apretada a la perrilla como si fuera el
bolso para protegerse. Le dije.
-¿Cómo se
llama?
-Siempre me
han llamado María -balbuceó
-¿Desde cuándo
no ve bien?
-Desde siempre, no sé lo que es la luz desde que nací. Ni siquiera sería capaz de reconocer a Linda, mi perrilla. Ella ve por mí, distingue los peligros, no es un lazarillo pero es mi guía. Usted no representaba ningún riesgo por eso no se ha inmutado y le ha permitido acercarse sin rechistar -contestó.
Al despedirme
le indiqué que se había abierto el bolso y que si me lo permitía recogía lo
que era suyo. Sin dudarlo confió, debió hacerlo por el tono de mi voz.
Pasaron algunos
días, volví a la plaza y allí estaba en el banco bajo un sol que no se había
atrevido a despuntar. ¡Oh dios mío! Estaba sola, con mucho peor aspecto si ello era posible, su rostro totalmente empapado de lágrimas y en un continuo gemir.
Al acercarme se apoyó en mi hombro y dijo.
- ¡Me ha
dejado, me ha abandonado! Llevo varios días sola.
Tanto me
impresionó la situación que quedé agarrotado, no me salían palabras de
consuelo.
Así varios
días, siempre en el mismo banco y con la misma pena.
Aquella
mañana el sol se hacía hueco entre un cielo desolado. Un hombrecillo se
acercaba. Cuando estuvo a nuestra altura unas pequeñas orejas salían de la
bolsa bajo sus brazos. Ella intuyó que era Linda y comenzó a gritarme.
-¡Dígame que
es ella! ¡Dígamelo!
Se fundieron en un abrazo. María acariciaba a Linda y besaba las manos del indigente.
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