Desde el
verano no olvidaba la discusión con Silvia, con su atisbo de displicencia, frío y los ojos inyectados de
odio. Las manos iban y venían, al ritmo de los reproches y al son de los
insultos; siempre en presencia de observadores muy interesados en conocer
los detalles del desamor y del bochornoso espectáculo. Después
de años de apretada relación, no olvidaba aquella tarde en el café donde nos citábamos, en el que nos habíamos manoseado hasta el
escándalo, besado sin cesar hasta llagar sus labios y adornado los oídos con
palabras que solo dos enamorados se pueden permitir en soledad.
Lo más destacado de ella era su cuerpo esbelto, marcado en las formas representativas
de una mujer. No podían ignorarse sus pechos receptivos y el vientre excitante . Yo no
olvidaba en su desnudez, lo cálido del pubis al juguetear con su definido vello, al ritmo de mis susurros dispuesto a ofrecerse impregnado en amor. Bastaba el juego de miradas o de palabras excitantes puestas en sus labios, en los dos, para reforzar los deseos y dar un paso más en el consentimiento hasta alcanzar el ansiado desenlace.Esa tarde todo estaba a punto de acabar
siempre que yo estuviera dispuesto abandonar esa comodidad de tener amor y sexo
sin esfuerzo. Sí, aquella tarde iba a prescindir de la comodidad de
tener a alguien con quien no hacía falta esforzarse para quedar, consentir
conversaciones intrascendentes y hacer el amor sin empeño. Quería sustituir todo, por un verdadero amor al que sería costoso convencer y enamorar. Ese amor era Carla, al estar junto a ella, estaría presente el miedo a pronunciar un desatino, a realizar un gesto
que hiciera desandar lo tan costosamente elaborado, pero todo a cambio de
sentirme vivo, convencido de que lo alcanzado era tangible, horizontal sin ninguna concesión. Silvia no sabía vivir
de otra manera. Ella me conocía tan bien como yo. Era una persona de
reiteraciones en los hábitos y los repetía de manera enfermiza. No sé adónde me
agarré para anunciar el irremediable desencuentro y la despedida final. Ella, aparentemente, no
se descompuso y me confesó, sinceridad por sinceridad, que tenía
que anunciarme que mi pretensión sería inalcanzable, pues había escrito una
carta pormenorizando nuestra relación y lo acomodaticio en que había
conseguido transformarla. Conociéndome, antes de llegar yo, la había entregado al
camarero para que se la diera a Carla, con la seguridad, de que me había citado allí, por lo predecible de mis costumbres.
Egon Schiele |
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Javier Aragüés (mayo de 2016)
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