miércoles, 3 de mayo de 2017

LA CARTA


Desde el verano no olvidaba la discusión con Silvia, con su atisbo de displicencia, frío y los ojos inyectados de odio. Las manos iban y venían, al ritmo de los reproches y al son de los insultos; siempre  en presencia de observadores muy interesados en conocer los detalles del desamor y del bochornoso espectáculo. Después de años de apretada relación, no olvidaba aquella tarde en el café donde nos citábamos, en el que nos habíamos manoseado hasta el escándalo, besado sin cesar hasta llagar sus labios y adornado los oídos con palabras que solo dos enamorados se pueden permitir en soledad. 





Egon Schiele

Lo más destacado de ella era su cuerpo esbelto, marcado en las formas representativas de una mujer. No podían ignorarse sus pechos receptivos y el vientre excitante . Yo no olvidaba en su desnudez, lo cálido del pubis al juguetear con su definido vello, al ritmo de mis susurros dispuesto a ofrecerse impregnado en amor. Bastaba el juego de miradas o de palabras excitantes puestas en sus labios, en los dos, para reforzar los deseos y dar un paso más en el consentimiento hasta alcanzar el ansiado desenlace.Esa tarde todo estaba a punto de acabar siempre que yo estuviera dispuesto abandonar esa comodidad de tener amor y sexo sin esfuerzo. Sí, aquella tarde iba a prescindir de la comodidad de tener a alguien con quien no hacía falta esforzarse para quedar, consentir conversaciones intrascendentes y hacer el amor sin empeño. Quería sustituir todo, por un verdadero amor al que sería costoso convencer y enamorar. Ese amor era Carla, al estar junto a ella, estaría presente el miedo a pronunciar un desatino, a realizar un gesto que hiciera desandar lo tan costosamente elaborado, pero todo a cambio de sentirme vivo, convencido de que lo alcanzado era tangible, horizontal sin ninguna concesión. Silvia no sabía vivir de otra manera. Ella me conocía tan bien como yo. Era una persona de reiteraciones en los hábitos y los repetía de manera enfermiza. No sé adónde me agarré para anunciar el irremediable desencuentro y la despedida final. Ella, aparentemente, no se descompuso y me confesó, sinceridad por sinceridad, que tenía que anunciarme que mi pretensión sería inalcanzable, pues había escrito una carta pormenorizando nuestra relación y lo acomodaticio en que había conseguido transformarla. Conociéndome, antes de llegar yo, la había entregado al camarero para que se la diera a Carla, con la seguridad, de que   me había citado allí, por lo predecible de mis costumbres.
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Javier Aragüés (mayo de 2016)

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