Sumergido en la oscuridad, gritaba: “¡Ciego, estoy ciego!”. Solo y rodeado por el silencio.
Tenía los ojos
entreabiertos y los párpados soldados a la esclerótica por una película de
polvo y lágrimas. Intentó incorporarse. Algo lo impedía.
Piernas y
brazos estirados, rígidos e inmóviles; no respondían. El
cerebro martilleaba: “Salvatore, estás muy enfermo".
La situación kafkiana
coexistía con una angustia incontrolable. El sudor inundaba su cuerpo. Un
caudal frío se deslizaba por la columna para perderse en el túmulo de los
recuerdos.
¡Un nuevo esfuerzo!
Salvatore inspiró profundamente. Fue inútil. El polvo inundó sus pulmones.
Regurgitó.
El sabor agrio ocupó su boca reseca, rasgándole la garganta las partículas suspendidas.
El sabor agrio ocupó su boca reseca, rasgándole la garganta las partículas suspendidas.
Al intentar expectorar
sintió larvas paseándose por su interior, mordisqueando el epitelio de su
cuerpo.
Identificó la muerte,
mientras recordaba las últimas palabras de su mujer: “Salvatore, amor mío”. Sin
tiempo, le enterraban a las pocas horas.
Javier Aragüés (septiembre 2018)
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