La Geister era
una vieja gabarra acorralada por la espesa niebla remansada en la
esclusa.
Friedrich Merten era su capitán, bregado marino en
guerras que nunca ganó.
El devenir por el Danubio le atormentaba y vivía eternamente melancólico. Abarloó la embarcación entre las dos paredes mugrientas e infinitas,
salpicadas por chorreras de afelpado verdín. Discurrían de norte a
sur y desconsolaban aún más el lugar. La maniobra le entristecía. El
tiempo se detuvo. Levantó la mirada y vio la nada.
El devenir por el Danubio le atormentaba y vivía eternamente melancólico.
En el cauce, Merten sumido en el silencio de la no vida,
roto por los arpegios de las Walkirias de Wagner. Cuerdas, maderas y cobres
luchaban hasta alcanzar sincronizados el final de la obra. Violines y violas
parecían extenuados. Con el último acorde el esclusero gritó:
“¡Capitán, La Geister puede zarpar!”
Silencio. En la esclusa la barcaza seguía inmóvil, sin Merten, la abandonó con la última nota de la sinfonía.
Silencio. En la esclusa la barcaza seguía inmóvil, sin Merten, la abandonó con la última nota de la sinfonía.
Javier Aragüés (septiembre 2018)
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