"Me da igual que no me haga caso.
A mí me gusta Maricarmen", le repetía a Toñín, cada vez que pronunciaba el
nombre de aquella vecina dela otra escalera.
Toñin era un vecino, pero de mi escalera. No teníamos
secretos, más allá de aquello que yo le había jurado que jamás le contaría a
nadie y que él repetía, siempre que quería hacerse el interesante, para quedar
por encima.
Recuerdo cuando un día en su casa, que se le calló un frutero
de cristal. Bastaba mirar aquello para asegurar que se haría añicos antes de
llegar al suelo. Pues me hacía jurar que jamás le diría su madre que sabíamos
de qué frutero hablaba y es más, que yo nunca había visto el dichoso frutero. Y
así una tras otra. Pero un día me dijo muy serio.
—Yo he hecho una cosa que no te la
puedo contar; bueno te la cuento si me juras que no se la dirás a nadie, aunque
te maten. No es una tontería. Me lo tienes que jurar por... —decía Toñín
en voz tan baja, que yo apenas le entendía.
A continuación se callaba, se ponía
rojo, muy rojo y nunca decía por quién tenía que jurar.
— ¿Por quién? —le preguntaba,
una y otra vez, para enterarme de aquella “cosa”, cómo la llamaba él.
Hasta que Toñín parecía que se daba
por vencido.
—Por ese, ya sabes, no lo digo porque
es pecado. Bueno. ¿Me lo juras, sí o no?
— ¡Te lo juuuro! —contestaba
alargando la "u" todo lo que podía, para que pareciera que juraba de
verdad.
Pero me lo pensaba antes de
contestarle, por si era pecado jurar por aquello. Al final terminaba diciendo:
"Sí, te lo juro". Eso sí, con más ganas la primera vez, porque no
sabía lo que me ocultaba, pero Toñín continuaba sin decírmelo.
Un día Toñín me espetó. “Me lo
juras por Dios o no te lo digo”. Ni le contesté.
Desde entonces no me lo pidió
más.
Pasaron bastantes días, hasta que se
decidió; después de haberme tenido en vilo tanto tiempo, me dijo lo que era la
cosa tan importante.
—Solo lo sabrás tú. Fue aquella vez, cuándo
mis padres y los de Rosita, —era la hija de la portera—pasaron un día en el
campo y...
Se oyó la puerta. La madre de Toñin había vuelto de hacer un recado. "¡Niños, a merendar!", gritó la madre desde la cocina.
Después del colegio no subía a mi
casa, me quedaba con Toñin hasta la hora de cenar y venía mi madre a recogerme
—por cierto bastante tarde. Algún día, si mi madre no venía
a buscarme, me quedaba a dormir con él. Todo me parecía
bien, pero no entendía por qué tardaba tanto mi madre.
Las tardes de juegos en casa de Toñin
se repitieron hasta que cumplí nueve años, los dos teníamos la misma edad. En
ese mismo año, una tarde que estábamos en su casa y su madre había salido a
comprar, Toñín me cogió de la mano con mucha intriga y me llevó a su
habitación, bueno, al único dormitorio de la casa, porque como en la mayoría de
las casas de mi escalera eran pequeñas, solo tenían la cocina, un lavabo y un
dormitorio por lo que Toñín tenía que
dormir con sus padres; cerró la puerta y me dijo.
—Te voy a contar lo que hicimos
Rosita y yo aquel día. Nos escondimos detrás de un árbol, nos tumbamos y ella
me agarró de aquí.
Me apretó fuerte el pene. Yo me
asusté. Le quité la mano y corrí hasta la cocina. Sonó la puerta, era la madre
de Toñin.
Desde aquel día, no quise
volver a su casa. Por las tardes me quedaba haciendo los deberes y pensando en
Maricarmen. Aunque apenas conocía a la vecina de la otra escalera, estaba
seguro que no era como Rosita y que mí nunca me pasaría lo que le que le hizo a
Toñín. Mis pensamientos y mi imaginación estaban dedicados a ella, a
“mi novia”. Así llamaba a Maricarmen, cuando nadie me oía o
estaba solo; las dos cosas sucedían siempre.
Yo era vecino de Maricarmen, pero de
diferente escalera. En el edificio había dos: una para los pisos exteriores que
daban la calle, arrancaba desde el portal y apenas se utilizaba porque había
ascensor; y la interior, sin ascensor, que subía desde un patio de luces y en
el quinto piso vivíamos mi madre y yo.
Veía a Maricarmen todas las mañanas
en el portal, cundo esperaba el autobús del colegio que la venía a recoger. Me
levantaba temprano para estar allí. Si se ponía a mi lado —raras veces lo
hacía— me preguntaba y yo contestaba sin escucharla: "Estoy esperando
a un compañero de mi clase". Esperábamos a que Maricarmen subiera al
autobús y entonces nos íbamos caminando. Tenía suficiente
con ese momento para soñar con ella e imaginar cómo estaríamos los
dos cuando pasara el tiempo.
Pasaron los años, Maricarmen se casó
con un médico. Me la encontré por casualidad, al lado de mi casa; al
verme, creo recordar que su cara se iluminó. Cruzamos frases intrascendentes,
me dio un par de besos y se marchó.
La seguía viendo como la
vecina de la otra escalera, la que esperaba el autobús de su colegio en el
portal. Yo, ya no esperaba a nadie.
Javier Aragüés (marzo de 2019)