Nadie se
daba cuenta. Podía seguir apoyando mi mirada en su sutil cuello con la
tranquilidad de que no sospechara. En ese momento, en ausencia de testigos
necesarios, me animé a recorrer su nuca sembrada de finos y suaves cabellos que
arrancaban con estudiado desorden suspendidos por la sencillez; permitían ver
la piel encendida que parecía impaciente a la espera de un soplo de proximidad.
Abstraído y descompuesto, tuve que esforzarme para no perder el equilibrio y
caer sobre su espalda. Un instante de realidad fue suficiente para
recomponerme. Seguía tan próximo que sentía la calidez de su cuerpo y
el miedo a no poder ocultar la vehemencia de mi deseo. Al llegar
a la taquilla me apresuré para que nada ni nadie se interpusiera en mi empeño
de estar junto a ella. En unos segundos apagaron las luces. Se llenó la pantalla.
Dos amantes enredados sobre una cama eternamente deshecha no cesaban de
acariciarse y pasear los labios, una y otra vez, por los secretos de
sus cuerpos. La escena se prolongó hasta el final. Al encender las luces, pude
mirar su rostro agitado. Sin pestañear, salió de la sala me cogió la mano y
caminamos en silencio por el bulevar hasta llegar a su casa.
Abrió la
puerta del dormitorio y ante mí, se colocó de espaldas sobre la cama. Ella, con
un peine acariciaba su nuca y levantaba los cabellos desordenados a la espera
de mi mirada. Desnudos los dos, yo tenía la vista sobre su cuello y no dejaba
de descubrir su encendida piel. Un itinerario excitante que era imposible
recorrer sin perder la razón. Ella se giró aproximándose hasta encontrar mis
labios, yo la esperaba. Una mano atrevida acarició mi vientre y las mías
respondieron paseando por la perpendicularidad de su sexo y gozando de su
aprobación. Fundidos en el sudor del delirio yo buscaba su cuello, ella mi
mirada y nadie se daba cuenta.
Javier Aragüés (Junio de 2019)
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