Mientras estoy leyendo un mensaje de WhatsApp de Isabel pienso en ella. Es una buena amiga y en mi vida no hay tantas.
Isabel es una persona que
pertenece al grupo de hombres y mujeres, que surgen en la mitad del siglo XX y
que al verla no dudas que todo aquello que ha vivido lo ha hecho con pasión.
Porque, como ella, todos los niños y niñas que hoy tienen —tenemos— entre
cincuenta y setenta años pertenecen a una franja en la que algo les
caracteriza. Se puede afirmar que algunas cosas las dan por sabidas, como por
ejemplo cómo funciona un ordenador, o cómo utilizar un móvil y comunicarse con
facilidad con los amigos por email o por WhatsApp, pero la mayoría de ellos
saben o aprenden a disfrutar de lo cotidiano. Isabel también lo hace como si
siempre hubiese formado parte de su vida; las vivencias difícilmente
explicables las lleva en su interior y, dependiendo del interlocutor, las da a
conocer con un gesto agrio o una sonrisa.
Nadie podía imaginar que en medio de aquellos años grises de tristeza y sentimientos contenidos, se estuviera larvando un grupo de seres humanos capaces de romper con la palabra y la idea de envejecer en un país que iba a cambiar tanto.
Nadie podía imaginar que en medio de aquellos años grises de tristeza y sentimientos contenidos, se estuviera larvando un grupo de seres humanos capaces de romper con la palabra y la idea de envejecer en un país que iba a cambiar tanto.
Isabel lo
recuerda, porque es de las personas que ha sabido jubilarse y disfrutar
del ocio y la soledad sin tropiezos, rodeada de los medios de la que ella es
responsable y, sobre todo, de grandes amigos.
Después de años dedicados
a un trabajo para asegurarse un medio de vida, al llegar a la franja, que yo
llamo la banda de la verdad, ha encontrado la actividad que verdaderamente le
gusta. Lee, charla con amigos, acude a exposiciones, viaja, o se interesa por
cualquier actividad creativa y es capaz de detenerse ante una copa de vino para
deleitarse con el día que ha vivido. En cualquier caso, Isabel, como algunos de los privilegiados de esa generación, ha diseccionado y aislado los
conceptos jubilación y envejecimiento para dominarlos. Se siente tan plena, que
la jubilación ha dejado de ser una meta para ser una nueva etapa. Disfruta del
nuevo tiempo, sin temor al ocio o la soledad, porque ha descubierto
que el secreto está en vivirlos, Los esfuerzos realizados para sacar
adelante a sus hijos, los sacrificios, los días y noches de inquietud y los
acontecimientos imprevisibles se resumen en la compensación de poder mirar el
mar desde los sentimientos.
Isa, así la llamamos los
más próximos, es una mujer vasca, de Bilbao, que ejerce como tal. Tiene el pelo
corto y rabioso, cuidadosamente cano y un perfil de mujer rebelde, que no
ofende y te mantiene alerta. Es capaz de seguir callada hasta decir lo
apropiado, guste o no. La vida la ha tratado de tú a tú. Al mirarla, su aspecto
es la expresión de la entereza. Sus tres hijos no la hacen olvidar a su marido,
ni los años irrepetibles junto a él y en los silencios, él está en su
mirada.
En Getxo, Isabel pasea
por el Puerto Viejo de Algorta, mira el mar al atardecer y en cada ola
remansada escuchar las palabras de Jóse, que desde que murió no ha pasado
un día sin que deje de interesarse por ella y sus hijos. Isabel, desde
entonces, le cuenta cómo ha ido venciendo los inconvenientes hasta llegar a
dominar la soledad y envejecer celebrando el sol de cada día. De vez en cuando
sonríe, piensa en su marido y en lo que vivieron juntos, pero lamenta no
poderle explicar por qué ha conseguido sobrevivir a las nostalgias. Mira la
última ola, piensa en él y se repite: "Jóse, la juventud la llevamos
dentro”.
Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.
Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.
Dedicado a mi amiga
Isabel Bárcena.
Javier Aragüés (Junio de 2019)
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