Bastó una mirada para rasgar mi
seguridad y recordar que a esa edad todavía era capaz de enamorarme. Caminaba
por la cubierta provocando y sorteando coincidencias porque entre el pasaje
estaba esa mujer. Desde hacía horas que ella y yo nos buscábamos; a ella le
fatigaba la fidelidad y a mí, un exceso de realidades.
Dos largos e insistentes
avisos de la bocina del barco anunciaban la escala en aquella pequeña isla del
Egeo al sur de Atenas. El pasaje estaba compuesto en su mayoría por
habitantes de la isla, que por sus atuendos y la forma de gestualizar era
evidente; nos hicieron descender por una pasarela endeble que hacía imposible el equilibrio. Destacaba
un grupo de ingleses, blanco de las miradas de los griegos
y de un desdén manifiesto, y por supuesto la pareja, que no
era capaz de ubicar y no pasaba desapercibida, sobre
todo por ella.
Isla de HYDRA
Isla de HYDRA
Después de una larga travesía, el
pisar las losas pulidas del muelle, alisadas por el tiempo y el sufrimiento de
los pescadores, me produjo cierta tranquilidad y la certeza de que la isla no
se movía.
En el lugar, nadie, quizás por la
hora. En los aledaños, junto a uno de los viejos almacenes de pescadores, un
grupo de hombres inmóviles formaban parte de la quietud mientras observaban lo
que parecía un cuerpo sin vida. Después supe que no era el de un hombre
cualquiera, por los gestos histriónicos que dibujaban aquellos individuos. A
intervalos de no más de un minuto se les escapaba — ¡Pobre don Calix!—, sin
dejar de gestualizar.
El grupo de
policías que formaba parte de la minitragedia también tenía su
propia coreografía y se empeñaban en aparentar excesivo interés por el
caso, aunque con la
desgana mediterránea que
caracterizaba a los agentes.
Creo que fui el único que advertí la
escena. Ella siguió caminando y yo detrás a unos pasos, los
necesarios para que mi interés no fuera evidente. La mujer al cabo de unos segundos, disminuyó la marcha y con
discreción, giró su esbelto cuello en silencio como señal de aprobación a mi interés y con
intención de volverse, sin llegar a hacerlo. Él hombre que la acompañaba — su
marido quizás— seguía caminando a una distancia que parecía perderla.
De forma inesperada, una luz intermitente, acompañada de
pitidos graves y cortos al principio de la bocana, rompían la calma del puerto
natural. El grupo de agentes y vecinos se disgregó dejando ver el contorno
abultado y blanco de la sábana que cubría el cuerpo. Dos hombres recogieron a
la víctima y el furgón desapareció. El lugar quedó recompuesto y sin
rastro, nada ni nadie podría decir que aquello había ocurrido.
El paseo, rigurosamente enlosado, perimetraba el puerto y era itinerario obligado de todos los que desembarcábamos. Los habitantes de la isla hacían la vida en las apretadas callejuelas que asomaban al malecón. Todos seguimos de manera involuntaria al grupo de griegos que nos condujo hasta el centro donde se encontraba el único hotel, que no era otra cosa que un gran caserón de piedra que en otros tiempos había pertenecido a una de las familias de armadores. Ya sin los griegos, todos se mostraban indecisos y en la puerta no se atrevían a pasar, se agolparon en el gran portalón que hacía las veces de recepción; la mujer se quedó rezagada y el hombre entró con decisión como si conociese el lugar. Ella aprovechó ese instante para entregarme un trozo de papel doblado y se volvió adelantar con la intención de seguir al hombre que entró en una habitación que había tras el mostrador.
A escondidas,
desplegué el papel arrugado y en él unas letras inseguras que hablaban por
si solas. "Te espero esta noche a las once,
en mi habitación. Primera planta, la puerta junto al pasillo. Rosella."
A las diez cincuenta y cinco ya
estaba allí, no tuve que averiguar más, Rosella me esperaba en la puerta.
Javier
Aragüés (octubre de 2019)
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