viernes, 11 de octubre de 2019

EN LA ISLA


Bastó una mirada para rasgar mi seguridad y recordar que a esa edad todavía era capaz de enamorarme. Caminaba por la cubierta provocando y sorteando coincidencias porque entre el pasaje estaba esa mujer. Desde hacía horas que ella y yo nos buscábamos; a ella le fatigaba la fidelidad y a mí, un exceso de realidades.

Dos largos e insistentes avisos de la bocina del barco anunciaban la escala en aquella pequeña isla del Egeo al sur de Atenas. El pasaje estaba compuesto en su mayoría por habitantes de la isla, que por sus atuendos y la forma de gestualizar era evidente; nos hicieron descender por  una pasarela endeble que hacía imposible el equilibrio. Destacaba un grupo de ingleses, blanco de las miradas de los griegos y de un desdén manifiesto, y por supuesto la pareja, que no era capaz de ubicar y no pasaba desapercibida, sobre todo por ella.




Isla de HYDRA


Después de una larga travesía, el pisar las losas pulidas del muelle, alisadas por el tiempo y el sufrimiento de los pescadores, me produjo cierta tranquilidad y la certeza de que la isla no se movía.
En el lugar, nadie, quizás por la hora. En los aledaños, junto a uno de los viejos almacenes de pescadores, un grupo de hombres inmóviles formaban parte de la quietud mientras observaban lo que parecía un cuerpo sin vida. Después supe que no era el de un hombre cualquiera, por los gestos histriónicos que dibujaban aquellos individuos. A intervalos de no más de un minuto se les escapaba — ¡Pobre don Calix!—, sin dejar de gestualizar. 
El grupo de policías  que formaba parte de la minitragedia también  tenía su propia coreografía y se empeñaban en aparentar excesivo interés por el caso, aunque con la 

desgana mediterránea que caracterizaba a los agentes.
Creo que fui el único que advertí la escena. Ella siguió caminando y yo detrás a unos pasos, los necesarios para que mi interés no fuera evidente. La mujer al cabo de unos segundos, disminuyó la marcha y con discreción, giró su esbelto cuello en silencio como señal de aprobación a mi interés y con intención de volverse, sin llegar a hacerlo. Él hombre que la acompañaba — su marido quizás— seguía caminando a una distancia que parecía perderla.

De forma inesperada, una luz intermitente, acompañada de pitidos graves y cortos al principio de la bocana, rompían la calma del puerto natural. El grupo de agentes y vecinos se disgregó dejando ver el contorno abultado y blanco de la sábana que cubría el cuerpo. Dos hombres recogieron a la víctima y el furgón desapareció. El lugar quedó  recompuesto y sin rastro, nada ni nadie podría decir que aquello había ocurrido.

El paseo, rigurosamente enlosado, perimetraba el puerto y era itinerario obligado de todos los que desembarcábamos. Los habitantes de la isla hacían la vida en las apretadas  callejuelas que asomaban al malecón. Todos seguimos de manera involuntaria al grupo de griegos que nos condujo hasta el centro donde se encontraba el único hotel, que no era otra cosa que un gran caserón de piedra que en otros tiempos había pertenecido a una de las familias de armadores. Ya sin los griegos, todos se mostraban indecisos y en la puerta no se atrevían a pasar, se agolparon en el gran portalón que hacía las veces de recepción; la mujer se quedó rezagada y el hombre entró con decisión  como si conociese el lugar. Ella aprovechó ese instante para entregarme un trozo de papel doblado y se volvió adelantar con la intención de seguir al hombre que  entró en una habitación que había tras el mostrador. 

A escondidas, desplegué el papel arrugado y en él unas letras inseguras que hablaban por si solas. "Te espero esta noche a las once, en mi habitación. Primera planta, la puerta junto al pasillo. Rosella."

A las diez cincuenta y cinco ya estaba allí, no tuve que averiguar más, Rosella me esperaba en la puerta.


Javier Aragüés (octubre de 2019)







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