Maite no dejaba de escuchar el Waltz No. 2 de Shostakovich. Con cada
compás le caía una lágrima. Para ella, esa música quedaba suspendida en lo más íntimo
y le recordaba a Ander en los días robados a la monotonía. En las tardes furtivas, las palabras dejaban de ser las habituales hasta hacerse próximas y posarse en
el cuello de Maite, entonces deslizaban descontroladas por su espalda en busca
del silencio para convertirse en un aliento sosegado. Sí, porque el deseo de
Ander susurraba sobre su piel desnuda y al tocarla se convertía en ofrecimiento
incondicional para continuar aquella arriesgada y sorprendente aventura.
Maite, sin pedir nada a cambio, se enredaba en los deseos de los dos.
Pero aquella tarde, en medio de la
pasión, irrumpió la visita indeseada. La música se detuvo y el amor, asustado,
se cobijó en el recuerdo.
Javier
Aragüés (octubre de 2019)
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