—Didier, no sé qué tendré que hacer
para que me dejes leer algunas páginas de tu novela —me repitió Ilka cuando
paseábamos junto a la iglesia de Dürnstein.
— ¿Pero de qué novela me hablas? Si
lo único que hago es anotar impresiones en mi diario, y no siempre— le contesté
algo molesto.
Yo intentaba quitarle importancia,
aunque el tono que utilicé me denunciaba y porque, de no ser así, Ilka, con
toda probabilidad, habría roto con nuestra amistad.
DÜRNSTEIN
Me seguía sorprendiendo desde aquel
verano que todo empezó con una cita aparentemente casual, pero por lo que
averigüé meses después, por sus propias palabras, fue deliberada. Hacía tiempo que nos conocíamos, creo que casi un año. Yo pasaba unos días de descanso en
una pequeña localidad austriaca que sería mi residencia habitual al llegar mi
jubilación. Cada tarde, paseaba por unas de las calles adoquinadas que
vigilaban la orilla del Danubio. Lo hacía después de escribir y lo justificaba
como algo necesario para alimentar mi inspiración, pero según pasaban las
tardes mi argumento perdía consistencia. Solo esperaba la hora que marcaba el
tañir de la campana de la iglesia, para recoger mis útiles de escritor
aficionado e ir a su encuentro.
— No sé qué tengo que hacer para que
comprendas que yo estoy en activo, soy la maestra de esta comunidad y mi
disponibilidad es limitada.
—Lo sé. Pero me has acostumbrado a
estos paseos, a nuestras charlas y a aborrecer que sea la noche la que me
obliga a despedirme.
— Hoy no me puedo contener necesito
decirte lo que desde hace tiempo resume ese deseo de conocer lo que escribes y
no es ni más ni menos que descubrir si buscas mi amor o son suposiciones mías. En cierta manera me
siento culpable, porque fui yo, la que aquella tarde cuando dabas tu paseo, al llegar
junto a la escuela, te llamé para que me ayudases con aquella ventana que yo no
conseguía cerrar y que siempre había permanecido abierta. Solo el hecho de
detenerte y prestarme atención alteró el significado de esa jornada que
parecía implacable para no ser diferente a otras tantas. Desde aquel momento mi
mente se disparó, hasta hoy.
Yo no sabía lo que pensabas.Bastaba con esperar, y cuando asomabas por el recodo del camino
que llevaba la escuela, imaginar tu figura, tus pasos acompasados hasta llegar
a la puerta con tu inseparable cuaderno, que apretabas con una de tus expresivas manos y que, como si tuvieran vida, tus dedos cuidaban con sutileza para que no
te abandonase. Pero había algo mucho más rotundo. Tu discreción para que si nos
observaba alguien pareciera un encuentro casual y preservar mi reputación.
Quizás era esto, lo intangible, lo que más apreciaba. Entonces y como si
aquello no fuera suficiente, me buscabas antes de que mi presencia fuera
manifiesta y tus ojos, sin verlos, hacían estragos en mi imaginación.
—Comprendo tu curiosidad pero si
conocieras lo que esconde mi cuaderno te defraudaría. Esa tarde, al encontrarnos, estaba atemorizado; yo esperaba tu insistencia y más que nunca apretaba mi cuaderno, pero mis dedos
apenas lo podían sujetar y entonces apareciste. Nuestros ojos se encontraron y
mi diario cayó. El impacto contra el suelo lo dejó abierto. Me sentí
desnudo. Mi vida preservada, a punto de ser terriblemente conocida.
Ilka miró al suelo. Todas las páginas en blanco, salvo la última, con solo tres palabras. Ilka, te quiero.
Javier Aragüés (octubre de 2019)
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