No podía dormir. Desde
hacía días un sueño extremo me despertaba, el frío recorría mi cuerpo y se
instalaba en manos y pies; era el síntoma de que la noche había sido
trémula y tenía la sensación de haber soñado. Un sudor frío
empapaba mi frente. Esperaba en la cama las fuerzas para —sin Amanda— iniciar otra jornada desocupada de cariño. Sin pensarlo más me senté en el borde de
la cama, no alcanzaba a dar la luz. Con un movimiento de pies conocido y
alternativo me topé con una de mis zapatillas, bastaron dos intentos. Conseguido mi objetivo inicié el camino, semidormido, para atravesar el pasillo
—interminable— hasta llegar a la cocina. Repetía
los mismos gestos para amortiguar su ausencia.
Encendía la luz a
tientas. Ponía los dos tazones sobre la mesa y dos cucharillas, el
azucarero desconchado de un amarillo triste que ya no necesitaba tapa —víctima incruenta en un descuido— , miraba de reojo a la mesa por si faltaba algo y preparaba
el desayuno. El silbido de la cafetera y el olor intenso a café ocupaban mis sentidos. Me sentaba
y después de llenar las tazas esperaba a que ella arrancara a hablar, lo
habíamos hecho tantas veces... pero la espera era infructuosa y solo la radio con
un programa matinal repetía su ronroneo incansable. Pasaba más de una hora, aunque cada día se alargaba un poco más, hasta que duchado y vestido me enfrentaba a la decisión de salir a la calle. No tenía otro
remedio.
La portera
lanzaba su saludo frío y protocolario sin levantar los ojos mientras barría. El
portal era la frontera entre la sombra y la penumbra y el reto para asaltar la
calle. Iba al trabajo —cerca de mi casa— dando un paseo, pero seguía pensando
en ella. Su mirada sostenida rayando la indiscreción, el cabello ensortijado hablaba y unos ojos dispuestos a engañar si
era necesario, la hacían imprescindible. Seguí
caminando sin dejar de pensar en ella.
Al pasar por delante de una librería me
pareció verla.
Javier Aragüés (octubre de 2019)
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