Dicen Que Mi Patria Es
Dicen que la patria es
un fusil y una bandera
mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra.
Mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra
mientras aquí nos enseñan
cómo se mata en la guerra.
Ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro contra mis hermanos.
Ay, que yo tirara, que sí,
ay, que yo tirara, que sí
contra los que ahogan al pueblo en sus manos.
Nos preparan a la lucha
en contra de los obreros
mal rayo me parta a mí
si ataco a mis compañeros.
La guerra que tanto temen
no viene del extranjero
son huelgas igual que aquellas
que ganaron los mineros.
Si mi hermano se levanta
estando yo en el cuartel
tomo el fusil y la manta
y me echo al monte con él.
Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.
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Era domingo 15 de agosto de 1968. Todo estaba preparado para el gran día. Se celebraba la jura de bandera. Los rayos perpendiculares del sol castigaban la gran explanada y a todo lo que se situase sobre ella, era luminoso e implacable. Todos los que se exponían no lograrían salvarse.
En el inmenso y baldío descampado se agolpaban 1.500 hombres, futuros soldados de un país imaginario llamado Patria. Era un país de grises. La miseria iba de la mano del desconocimiento, escoltados por el miedo y el olvido.
La tropa estaba alineada en pelotones, seis para ser exactos, cada uno integrado por veinticinco reclutas y al mando se situaba un suboficial que no pertenecía precisamente al escuadrón de intelectuales. Pero la nomenclatura iba más allá, hasta llegar al número redondo del total. Cada seis pelotones formaban una compañía y cinco compañías constituían un batallón. Los dos batallones, como si fueran uno, permanecían rígidos y obligados a gesticular al unísono, al toque del clarín.
El acto lo presidía un general y el gobernador civil de la provincia. El militar llevaba prendidas en su pecho un sinfín de alegorías metálicas —una por cada batalla perdida al amor— que no cesaban de tintinear al compás de las marchas que solo enardecían a los más sordos. El gobernador estaba acompañado de su esposa, una sufrida mujer que tapaba sus humillaciones con una mantilla negra y una peineta hincada hasta el conocimiento. No faltaba un capellán castrense que era un hombre a caballo entre Dios y las armas.
Todo parecía controlado y conforme a la ordenanza pero entre aquellos hombres había uno diferente; era enjuto. Su frente parecía surcada por las miserias y por el dolor que padece un hijo al no haber conocido a su padre. Aquel joven era muy querido y gozaba de la simpatía de los soldados.
Nadie sabía su nombre, pero todos le llamaban "el maestro". Cuando se lo pedían, leía las cartas de las novias, que llegaban infrecuentes, porque los anhelaban que ´"el maestro" lo hiciera. En más de una ocasión, al mirar "el maestro" de reojo el rostro del compañero interesado, añadía unas palabras fuera del papel que dibujaban la ternura y, en los más sensibles, provocaba más de una lágrima.
Nadie sabía su nombre, pero todos le llamaban "el maestro". Cuando se lo pedían, leía las cartas de las novias, que llegaban infrecuentes, porque los anhelaban que ´"el maestro" lo hiciera. En más de una ocasión, al mirar "el maestro" de reojo el rostro del compañero interesado, añadía unas palabras fuera del papel que dibujaban la ternura y, en los más sensibles, provocaba más de una lágrima.
Además de leerles las cartas, el joven intentaba que aprendieran el estribillo de una canción que a él le había enseñado su maestro en el pueblo, y que era una tradición que pasaba de unos a otros. Lo hacía cada noche hasta el toque de silencio. Les repetía una y otra vez a los soldados.
Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.
Ese domingo, el ambiente en el cuartel era un jolgorio. Los familiares paseaban entre los barracones engalanados con guirnaldas y banderas de la Patria y los niños corrían y jugaban a la guerra con fusiles imaginarios. Todo estaba listo para el gran desfile. En las tribunas se disponían el resto de oficiales y mandos que no participaban en la parada militar, y alrededor de la explanada bajo un sol de injusticia, se situaban los familiares y novias de los soldados.
El oficial al mando miró al general, le saludó con gesto firme y comenzó el obligado discurso a la tropa. La palabra Patria se restregaba una y otra vez por las cabezas de los hieráticos soldados, hasta que terminó de hablar el general. El oficial gritó con voz sobreactuada. ¡Atentos! ¡Fiiirmes! Y como un inmenso cañonazo sonó el estruendo al unísono del taconazo las botas de los 1.500 hombres. Después se hizo el silencio.
En una de las compañías se despertó un murmullo que desconcertaba a los mandos. Parecía el estribillo de una canción. El pelotón del "maestro" tarareaba con sordina creciente y se extendía por toda la formación hasta ser un clamor que tarareaban todos los soldados.
"El maestro" descerrajó su fusil y ese chasquido se reprodujo en todas la direcciones; él apuntó al general y el resto de los soldados, a sus jefes y oficiales. La descarga sustituyó al estribillo.
Javier Aragüés (febrero de 2020)
2 comentarios:
“DULCE ET DECORUM EST PRO PATRIA MORI:
mors et fugacem persequitur virum
nec parcit imbellis iuventae
poplitibus timidove tergo.”
ES DECOROSO Y DIGNO DE HONOR MORIR POR LA PATRIA:
la muerte persigue al hombre que huye
y no perdona de una juventud cobarde,
ni las rodillas, ni la temerosa espalda.
[ Odas 3, 2, 13]
Horacio
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