Desde sus orígenes, los seres humanos han intentado expresarse para advertir de sus estados emocionales, bien sea como alerta, hallazgo, dolor, alegría, miedo... Han utilizado gestos, ruidos y después sonidos, imitando a los animales que todos sabemos que tienen un lenguaje propio. Se puede hablar de más de 160 sonidos los emitidos, a los que se les ha puesto un nombre identificativo; conviene matizar que, si bien algunos animales emiten más de uno, hay otros, cuyas voces son desconocidas de los que no se ha podido alcanzar su percepción por lo que no están identificados.
No es arriesgado afirmar que la evolución de los seres racionales va de la mano de la forma de moldear y utilizar los tonos de voz. El salto cualitativo se produce cuando dejan de emplear sonidos, que nacen y se consumen en estos seres vivos, para testificar su yo y pasar de la iniciativa, a necesitar respuestas y continuidad en las formas más primitivas de relacionarse. En ese momento se puede hablar de que hombres y mujeres, que al verbalizar, se apropian de una forma que les caracteriza y se autodotan de la capacidad de la de expresarse.
Esta salvedad hace reflexionar en el número ingente de gritos, alaridos o simplemente sonidos, que han sido necesarios hasta alcanzar la expresión articulada y a partir de ese momento, la expresión oral es capaz de generar sentimientos que se han retroalimentado de lo que fueron sus orígenes para devolverlos depurados. Cada día los utilizamos sin reparar, que nuestros sonidos son réplica de alguno que, sin dejar de serlo, pasea sin tocar el suelo, dispuesto a que un hombre o una mujer de talante humanista y positivo lo haga suyo. Cuando caen en manos de gargantas inadecuadas, se producen desafíos, altisonancias y desatinos; en ese momento los hombres y mujeres que los han malempleado los devuelven al origen, para que otros seres cabales los depuren y que en su lugar, puedan ser utilizados por otros seres, los que nos van a suceder, y así poder testificar que el ser humano está vivo y dispuesto a progresar.
La pregunta clave es. ¿Y todo esto por qué?
Utilizamos, sin apenas consciencia, palabras para
referirnos a la persona amada, al amigo insustituible, a la persona que
odiamos, a la que leemos, a la que nos lee, a la que nos quiere, a la que colma
nuestra vida, a la que nunca volverá, a la que nos odia, a la que
aborrecemos, a la que nos regaló una instante de felicidad, a la que está
dispuesta a esperarnos una vida, al niño que nos mira, al anciano que
dice adiós, a la que vuelve en silencio esperando que la
reconozcamos, a la que caminando sobre las olas se le olvidó despedirse; y
otras tantas palabras —necesarias e innecesarias— para testimoniar
que el ser humano está presente.
Las palabras no son propiedad de nadie, están suspendidas esperando que un ser capaz las pueda utilizar. Están al servicio de los hombres y mujeres que, si son cultos, las enlazan y ordenan para que los siguientes descubran, amen y sueñen mejor. Las palabras, nada ni nadie las puede hacer caer porque levitan y siempre nos esperan.
Javier
Aragüés