Apeadero anónimo
Desde
hacía años, era un verano más. Andrés se bajó con desgana en el apeadero de la
desvencijada e insignificante estación, en la que nunca había nadie. Nadie le
esperaba, tan solo el recuerdo de aquel día terrible y el temor a que él
pudiera ser la siguiente víctima.
El caserón familiar
Buscaba
la soledad del lugar y acostumbraba a pasear al atardecer junto al río, sin
perder de vista el puente de piedra y dejando el caserón familiar a su espalda.
Repetía ese paseo cada vez que se iniciaba el verano y volvía a casa de su
madre. Al llegar al puente se detenía en el pretil y seguía con la mirada el
discurrir pausado del agua remansada en ese tramo. El salto de alguna boga
rompía el silencio del lugar; él lo percibía como un chasquido amplificado,
como si procediera del entrechocar del dedo pulgar y corazón del siniestro
psiquiatra que visitaba a su madre esporádicamente.
Seguía
mirando el agua. El chasquido era la señal que le sumergía en ese tiempo de
felicidad y a la vez de tortuosos recuerdos, que había vivido junto a una madre
viuda, sola, pero que podía con toda aquella enorme mansión. Revivía desde
el pretil del puente los primeros paseos con Marina, la hija de don Eulogio, el
hombre más rico del pueblo y como paseaban a hurtadillas por miedo a que el
padre de Marina les viera o lo que era peor, que algunas de las voces
agradecidas o temerosas de los habitantes del lugar, se pronunciaran. Pero
ellos, ajenos a las habladurías, continuaban con los paseos agarrados de la
mano. Añoraba los primeros besos, y no podía olvidar
como, al final de aquel verano, llegó la declaración de amor y que después, con el
comienzo del curso, sobrevino la separación. Marina se fue a un colegio de
monjas de la ciudad y él al instituto del pueblo más próximo. Se veían contados fines de semana, pero vivían un amor sin final. Era el amor de dos
adolescentes que se querían ajenos a los demás, sin pedir nada y sin dar
explicaciones. Era un amor de ilusión que se reforzaba cada fin de semana y,
aun sin verse, crecía cada verano.
Pasaron
tantos años que los adolescentes, se hicieron jóvenes. Su aspecto se conformaba
como el de dos personas garridas y llamaba la atención entre los paisanos de la
pequeña población, pero su amor no se alteraba.
El pueblo seguía tranquilo, respiraba al compás de las aguas del río y todas las tardes, cuando llegaba el verano, los dos se asomaban desde el pretil del puente.
El pueblo seguía tranquilo, respiraba al compás de las aguas del río y todas las tardes, cuando llegaba el verano, los dos se asomaban desde el pretil del puente.
Pero aquel verano terrible, cuando era casi de noche, de vuelta de uno de los paseos, ahí estaba escondida en el pretil; una sombra irrumpió en el camino indeciso sobre el puente. Marina huyó aterrada y Andrés quedó inconsciente sobre el puente tras recibir un fuerte golpe. A la mañana siguiente, la joven apareció estrangulada a unos metros. Andrés abandonó el pueblo sin consuelo.
Andrés nunca dejó de visitar el pueblo, ni preguntarse quién pudo
ser aquella sombra. Repetía el paseo al atardecer y al llegar al pretil del
puente se detenía, pero no veía a nadie. Solo escuchaba la voz de su madre
que gritaba — ¡Andrés, vuelve a casa! — que le penetraba con tal
intensidad, como si alguien o algo le aporreara la cabeza.
Javier Aragüés (diciembre de 2019)
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