Un gusano de luz se arrastra a gran velocidad llevando en sus
entrañas a seres indefensos condenados a una vida que se va apagando en cada
traviesa y se agota en cada reflexión. El traqueteo del convoy apacigua a los
más tenaces que terminan conformándose con lo que se ha convertido su
proyecto vital: deambular sin descanso y sin objetivos.
Soy conductor de metro. Me deslizo por la vida y procuro no
detenerme en las estaciones donde se oculta la frustración. Mi trabajo se
desarrolla por el interior de un conducto de cemento por el que recorro las
vísceras de la ciudad. Aquí abajo, en el subsuelo, se equiparan los
sueños, se vive con la misma ansiedad y la soledad invade cualquier escondrijo
a salvo de la melancolía. Huyo de la pesadumbre de los días, busco en cada
andén un vestigio de existencia que anuncie vida, pero solo distingo formas
inertes. Siempre me tropiezo con la vacuidad.
Cada mañana, un supervisor está junto a mí, vigila cada gesto, condiciona mis
movimientos y me hace virar a su antojo. Sus indicaciones responden a la
lógica para discurrir por los hechos sin sobresaltos: "todas se ajustan a
la norma para evitar percances". Entiendo la obligatoriedad del precepto
para eludir riesgos, pero me limita y me impide transitar por la vida con
convicción.
El interventor no asegura la felicidad en todos los trayectos, ni a mí, ni a los pasajeros, pero garantiza que sí sigo sus instrucciones, saldré indemne del recorrido. Al pasar por las estaciones, me obliga a regular la velocidad hasta detenerme y volver a arrancar, apenas sin pausa, lo que impide deleitarme con el aspecto del andén, del que forman parte los pacientes viajeros.
Me entristece tener modulada la velocidad por la que circulo por la vida y tampoco me siento libre para detenerme. No puedo observar con calma a los que se sitúan en los andenes.
Algunas veces deseo hablar con algún viajero que está esperando el
tren, pero cuando sube se diluye entre el resto de la gente y pierdo toda
posibilidad de que me pueda decir lo que siente, porque solo pronuncia el
silencio.
De los viajeros, no sé nada. Ignoro si son libres para coger este
tren, tampoco lo que opinan del comportamiento del resto de
pasajeros.
Me preocupa el número de estaciones que faltan para llegar a la
última. Cuando pregunto al supervisor, persiste en su deseo de abstracción
y responde: "faltan n+1, siendo n todas
las que tenemos que recorrer hasta llegar a la penúltima". Es un trayecto
endiablado en el que nada cambia. Entre los viajeros persiste el tedio y
se agudiza el silencio. El conformismo se instala, nadie opina ni se
queja. El desinterés crece con la duración del trayecto y se hace crítico al
aproximarnos a la estación n.
Al llegar a una estación de las muchas del recorrido, en el andén,
hay una mujer y una niña cogida de la mano. Parece que son madre e hija. El
supervisor me ordena detener el metro. Las dos, rodeadas de murmullos,
suben al vagón situado en cabeza. Los pasajeros les hacen sitio. La niña, de
unos doce años, tiene ojos oscuros y tristes, grandes como sus ansias
de aprender; la boca perfilada para vocalizar con rotundidad y manos
expresivas, que se mueven al compás de sus palabras.
Comienza a hablar, la escucho desde mi cabina. Entre el silencio
del pasaje y el golpeteo de la ruedas sobre los raíles, destaca la voz de la
pequeña que pregunta a su madre.
— ¿A dónde vamos?
— Este metro nos lleva hasta el final del trayecto. Si un viajero se siente fatigado o indispuesto, puede bajar en la siguiente estación, pero no podrá volver a coger el tren.
— Pero nosotras, ¿por qué viajamos en metro?
— Porque es el medio más rápido para ir de un lugar a otro.
— A mí no me gusta ir tan de prisa. Prefiero caminar bajo el sol y
las nubes, sentir las gotas de lluvia y respirar entre las plantas.
En la siguiente parada, la niña comenta las imágenes de los anuncios del andén. Ninguno de los viajeros se ha detenido a mirar.
— Mira mamá ese parque está lleno de niños. Están jugando y sus abuelos ríen sentados en los bancos. Me gusta ese letrero que dice: VIVE LA VIDA QUE QUIERES VIVIR. O ese otro: IMPOSIBLE NO ES NADA. Me gusta, mamá.
— A mí también hija.
Al oír a la nena descubro que no tengo ojos para admirar la belleza de la infancia, tampoco para disfrutar de la quietud de la madurez, y que se me ha olvidado vivir.
Salvo la niña, el resto de los pasajeros permanece en silencio. Lentamente, sin fuerzas, se van agolpando en las puertas de salida. La voz artificial que refuerza la señal acústica anuncia que estamos llegando a la estación n. La mayoría de viajeros se disponen a bajar. Mientras voy reduciendo velocidad pienso en el final. Deseo que la pequeña no descienda hasta la estación n+1 para poder hacerlo con ella y pasar a ser conductor de la vida.
Javier Aragüés (febrero de 2018)