¿Recuerdas
los días en la playa cuando nos buscamos? Nadie nos presentó y nos
averiguamos sin conocernos. Tú aroma ahogaba los tonos del aire al llegar
a mi y posaba sobre mi piel ardiente por el sol y la proximidad. Nada se daba por
hecho, excepto tu deseo que por pudor ocultabas en la arena. Me enseñaste el
camino a la gruta disimulada. Yo, cómplice con las olas y sin obstáculos,
traspase el umbral sin dejar de soñar.
EL EROTISMO
En
la cueva, la penumbra hacía posible todo lo inalcanzable y las caricias al vaivén, sin coordinar, nos movían los deseos y te acorralaban
hasta verte sobre mi cuerpo. Ya en la oquedad, estirada, escondías tus pechos
turgentes entre los brazos, preludio de lo más reservado y envidia de mis
pensamientos. El suelo húmedo por el mar y por ti, lo calentabas con tu cuerpo.
Ayudabas hasta la salida del sol, cuándo la luz penetraba en el lugar más
recóndito, sin excusas, mientras los ojos buscaban la satisfacción en la mirada
y aparecía una sonrisa de placer; los labios, ahora sí, esperaban los besos.
Los cuerpos unidos por las salpicaduras del salitre y el placer,
se despegaban lentamente. Los labios cortados por el ir y venir de la
voluntad, pedían continuar en contacto. Como no se agotaba el tiempo, la
gruta era un cauce de amor desde el que se podía contemplar, en medio de una
noche iluminada por la luna, el romance en silencio con el sol. La luna le
provocaba hasta hacerle salir dispuesto a emparejarse. Se fundían con el día y
su lecho era el horizonte.
Al
abandonar la fosa del placer, colmados de gozo, decidimos cuándo regresar a la
gruta; siempre que los sentidos y una túnica púrpura en la piel lo
permitiera. Gozar una y otra vez, en ese lecho invisible, al margen de los
celosos de nuestro amor y con las caricias que tu y yo compartimos.
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