domingo, 15 de noviembre de 2015

AUSENCIA INCONTROLABLE

Paco salió sin despedirse. No cogió la gabardina, ni el portafolios, solo una foto de su hijo. Le faltaba afecto y le sobraba sometimiento. Los días con Leonor tocaban el límite de la paciencia. No le dejaba ver a su hijo, lo único que le amarraba al dique de la ternura. Leonor era la mujer que se adelantaba  a su tiempo. Licenciada en derecho mientras sus contemporáneas cosían. Trabajaba  más horas de las reglamentarias. Salía tarde. Le dedicaba poco tiempo a Daniel. Paco, según ella,  no lo necesitaba. Los retrasos y las ausencias se acentúaban. Las excusas se incorporaban a lo cotidiano. Aparecía la duda. ¿Además de su adicción al trabajo, la tenía  al desamor? 
Los silencios entre Leonor y Paco eran cada vez más frecuentes. Ella los sustituía tarareando en el aseo las canciones de Lucho Gatica (El Reloj) y la imborrable (Ansiedad), de Nat King Cole, mientras se pintaba y remarcaba los labios carnosos a lo Marilyn, además añadía un perfume pulverizado entre las piernas. Paco intuía que la preparación de este pleito sobrepasaba los tiempos de espera. Cada día, cuando se marchaba a trabajar, aprovechaba los escasos minutos para estar con Daniel hasta que  llamaban al timbre, era Catalina, la persona que hacía las tareas domésticas, vestía al niño, le acompañaba al colegio y estaba  con él todo el día.




En homernaje a todos los amantes de la libertad. (14 de noviembre de 2015)





Mi huida de casa no fue fácil. Era comercial y trabajaba a comisión. Leonor me exigía visitas y más visitas; me obligaba entregárle lo poco que ganaba. Ella trabaja en un reconocido bufete con buenos clientes y  alta remuneración. Justificaba el abandono del hogar por mi afición enfermiza al juego. Sin hogar, mis escasas posibilidades económicas me obligaron a refugiarme en una pensión oscura junto al puerto. A unas cuantas travesías había un garito clandestino al que acudían miembros de la alta y mediana sociedad. Apostaban y jugaban los ricachones sin escrúpulos rodeados de su corte y las meretrices. Leonor salía  de madrugada acompañada de un hombre grueso, con un habano entre los labios babosos y chaleco angosto. Subían a un taxi que conocía el itinerario. 

Me acerqué al que parecía ser el portero del salón.

-¿La señorita del taxi suele venir con frecuencia?

-Casi todas las noches -responde, sin sacar las manos de los bolsillos.

Provoqué varios encuentros. Tenía la costumbre de acudir antes de que abriera  el local para fumar un cigarrillo con el portero.

-Ramón, ¿A la señorita del taxi le gusta jugar?

-La señorita Leonor transforma la mirada, pierda o gane. No le importan los hombres. Los quiere a su lado para que paguen las deudas del juego y consientan que se lleve todo lo que gane.

- ¿A cambio de qué? 

-No lo sé. Lo supongo.

Confirmaba  mi sospecha. Leonor proyectaba su ludopatía y hacía creer a amigos y familiares que el enfermo era yo. No imaginaba hasta donde podía llegar la sombra de Leonor. Se lo gastaba todo jugando. Al final de de mes, siempre la misma frase “¿No tienes más dinero? Eres un perdedor". El desenlace fue inevitable 

Estaba derrumbado. Tirado en la cama de una habitación oscura y húmeda, de mi triste hospedaje. La presidía un solo espejo de azogue desgastado. No me reconocía. ¿Era una variedad de  Gregor Samsa? ¿Quién me podía ayudar a no ser un gusano?

Los años pasaban. La vida de vagabundo desgastaba. No tenía esperanza de volver a ser Paco. Tumbado en el banco de un parque cualquiera, somnoliento, una voz me despertaba. "¡Padre, soy Daniel! Me fui de casa (me echó). Mi madre se sentía acorralada y descubierta. Te buscaba desde hace años". 
Teníamos tiempo y mucho de qué hablar"



Javier Aragüés (noviembre de 2015)






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