Era una ciudad del interior.
Insignificante. Me conquistaba. Destacaba en la rala meseta.
El mobiliario urbano era escaso y deteriorado. Se repartía sin preferencias por
aceras y plazas. Bancos y farolas recogían los testimonios sencillos de parejas
sin exigencias. ”Marta te amo”, “Juntos para siempre” y otro, el que más se
repetía, “Te quiero”, junto a dos iniciales separadas por un punto dentro de un
corazón. Cruzado por un palote con cuatro trazos en el extremo. Símbolo de una
flecha. Diana en la esperanza. También había un único parque pleno de signos de
amor y un quiosco de música en silencio. En las estaciones favorables abundaban
las parejas. Durante otoño e invierno vivía la soledad. Una estera de hojas y
ramas humedecidas delimitaba los jardines. Desprendía un olor especial a
musgo y hongos. Una neblina aromática rodeaba la corteza de los árboles. Atraía
a los excéntricos y a los despoblados de ilusiones, y seducía a todos.
Aprovechaba unos días de respiro. Iba
a visitar a los amigos de la adolescencia. Los que el tiempo convertiría en adultos sometidos. Recordaba a Leopoldo (Leo). Algo mayor que yo.
Había influido en mis gestos y opiniones. Era como mi hermano mayor. Hacía gala
de haber tenido un abuelo represaliado, Juez en la II República. Siempre, al
encontrarnos, su brazo sobre mi hombro y el saludo habitual. “¿Qué tal Richi?
” Arturo, el mediano, entre Leo y Carmencita, era, con diferencia, el más gris
de los tres. Carmencita, la más joven, siempre con un libro y muchos sueños.
Redicha, explicaba sin rubor sus teorías sobre el sexo incipiente. Sus padres
la escuchaban boquiabiertos. A mí, me avergonzaban sus palabras y mi
desconocimiento. Durante años pasábamos muchos días de charlas y juegos. En
invierno, en su casa, alrededor de la estufa de leña. Las novelas de Emilio
Salgari pasaban de mano en mano y de boca en boca. “El Corsario Negro” era la
más manoseada. A distancia “Los Tigres de la Malasia. “La Perla del Río Rojo” era la preferida de Carmencita. Disfrutaba con las luchas por la princesa. Era la
que más leía. En un tono más repelente de lo habitual tomaba partido por
Salgari frente a Julio Verne; decía. “Las de Salgari me hacen sentir y gozar.
Las novelas de Julio Verne no me dejan imaginar”. Respetando las preferencias y
las jerarquías dentro de los hermanos me dejaban escoger un libro. Al llegar mi
turno, tenía que coger una novela de la balda que presidía la sala. Todos los
ejemplares hacían equilibrios para no abandonar el estante. No elegía la que prefería.
Evitaba que se produjera un seísmo de papel. La tarde acababa cuando el padre
llegaba. “¡A cenar!” Gritaba Carmen. No había televisión. Yo remoloneaba hasta
que llegaba la invitación. “¿Por qué no te quedas a cenar?” Alargaba el tiempo hasta que llegaba la sobremesa. Participábamos
todos. La tertulia la conducían los padres, seguida de intervenciones de los
hermanos; no se discutía el orden, ni los tiempos de los diálogos. Leo y
Carmencita eran los que más hablaban, me invitaban a participar. Sin hostigar. Los
contenidos giraban en torno a La Ilustración. En la tertulia de mayores, no
participábamos, solo se permitía. Siempre se deslizaban las simpatías por
el socialismo.
En primavera cambiaba el
escenario. Paseábamos por la calle principal. “El tontódromo” era el deporte
que practicaban los lugareños: calle arriba y, sin pensarlo, calle abajo. Las
vueltas necesarias hasta agotar los saludos a los paisanos. Este ejercicio
permitía identificar a los extraños con un gesto de sorpresa. Escaparates y
portales acordonaban el circuito. Dos cafés provincianos, “El Colón” y “La
Martina”, rompían la uniformidad. Un sábado, el año en el que Leo y yo
estábamos a punto de entrar en la universidad, nos cruzamos con dos chicas.
Algo mayores que nosotros. Parecía que sonreían. Entraron en uno de los cafés.
Se sentaron. Miraban a través del ventanal para comprobar nuestra reacción. Al
segundo paseo le hacía gestos a Leo para entrar en el Colón. Nunca lo hacíamos,
no teníamos un duro, pero la situación era propicia: metí la mano en el bolsillo
trasero del pantalón y rebuscando encontré unas monedas. ¿Tendríamos para
pagarles el café? Empujé a Leo con seguridad. Ellas se habían sentado al fondo,
en uno de los veladores, junto a una columna. Avancé sin dudar hasta la mesa.
Como si hubiéramos quedado. Nos esperaban.
-¿Podemos sentarnos?-
pregunté. Leo callado.
-Claro- contestó la más
agradable.
Siguieron sentadas. Nos
presentamos. Una de ellas tomó la iniciativa.
-Me llamo Alicia. Ella es
Laura, mi amiga.
-¿Qué hacéis por aquí?
-Unos amigos nos han
recomendado la visita. No nos arrepentimos.
-¿Habéis vistos las
hoces? Impresionan. ¿Queréis que paseemos?
Nos levantamos a la vez.
Ellas ya habían pagado.
Un camino adoquinado
bordeaba la angostura del río. Callejas y callejones desembocaban en una
senda. Leo y Laura se adelantaron. Le explicaba las peculiaridades de las
casas. Verdades y leyendas. Tono engolado y suficiente, el habitual de Leo.
Cuando estaban muy alejados, me detuve hasta perderlos de vista. Desde hacía
rato que pensaba cómo decírselo. No me atrevía. Miré a Alicia, su cara
infantil. Modelaba una sonrisa espontánea. Rezumaba ternura. Me invitaba a
hablar de lo que esperaba de la vida. ¿Entendería mi agnosticismo? ¿Mi afán por
defender lo imposible al lado de los sin voz? A luchar por ellos. Y lo más
difícil. Mi heredada falta de cariño. ¿Me invalidaba para dar o recibir amor?
Consecuencia u origen de mi enfermedad, el miedo a comprometerme. Alicia, en
silencio, parecía interpretarme. Me refugiaba en su mirada. Buscaba su comprensión.
Era como si nos conociéramos desde hacía tiempo. En ese momento parecía surgir
una vocación, la de querernos. Recelosa, se acercó. Las expresiones hablaban.
Su piel era cálida. La mirada fría. Por un momento deseaba que Leo y Laura no
existieran. Nos separábamos de ellos.
La invite al parque. No
era un parque singular. Era mi parque. Los charcos habían desparecido. La
estera estaba recogida, las hojas y las ramas en su lugar. A la entrada me
confesó, sin mirarme:”Vengo de una mala experiencia. Mi chico me ha abandonado”
Tropezamos con un árbol sexagenario. La corteza estaba llena de símbolos de
amor. Uno de ellos incompleto, solo un corazón, una flecha, un punto y una sola
inicial. La "A". Añadí una erre mayúscula. Alicia se giró. Ocultaba
el rostro. Emocionada. Nos besamos.
Javier
Aragüés (marzo 2016)