Parecía un estado
emocional y pasajero. Afectaba a un gran número de habitantes del planeta. De
origen desconocido. Ponía en evidencia las incompetencias de sesudos
investigadores desde la antigüedad hasta épocas recientes. Los antiguos griegos
la describían, con ignorancia y respeto, como melancolía. La producía “la bilis
negra”. Hipócrates la identificó como una enfermedad más allá de un “estado de
ánimo pasajero”. Atacaba a muchos individuos que la padecían durante largos
periodos de tiempo con independencia de género, raza o clase social. Tuvieron
que pasar años y años para no estigmatizar a quien la padecía.
Andrés dormía, o lo
intentaba durante día noche. Así cada jornada. No era dueño de sí. Estaba
sumergido en un estado permanente de impotencia y desidia ante los hechos
más cotidianos. Hasta el extremo de mantenerle alejado de una reinserción
social. Había abandonado el trabajo por inactividad y ausencia de
iniciativa. El jefe comentaba en los comités. “No sé qué le pasa a este
chico. Desde que entró en la empresa en julio de1952, nunca había faltado al
trabajo. ¡No sé, no sé! Ya no es lo que era”. Uno de de los compañeros
comentaba con ánimo de minimizar la situación. “Nosotros puedo decir que casi
somos amigos. No me dirige la palabra desde hace tiempo, desde que pidió
la baja. Desde entonces no sé nada de él”.
Nadie explicaba el
comportamiento de Andrés. Solo Inés intentaba entenderlo aunque padecía.
Intentaba aliviar el sufrimiento de su esposo. La medicina en aquellos momentos
conocía los síntomas de lo que ocurría, pero era incapaz de remediarlo. No
había fármacos que pudieran reparar y recuperar al Andrés de antes.
Inés cada día iba al
mercado a “hacer la compra”. Era el único tiempo en el que Andrés permanecía
solo en casa. Yacía en un sillón del salón completamente a oscuras.
Catatónico, esperaba impaciente la llegada de Inés con el sufrimiento de no
poder saber qué decir. Él ansiaba su presencia. El escaso tiempo de espera se hacía
interminable. Inés abría con sigilo la puerta para evitar incomodarle. Al
entrar ese día, el salón estaba completamente iluminado, y el balcón abierto.
Andrés con un pie en la barandilla y el otro semilevantado parecía dispuesto a
saltar.
-¡No, No! ¡Andrés, no lo
hagas!
Sintió el olor de Inés.
Llevaba tiempo sin percibirlo. La ausencia de sensaciones lo impedía. Se
abrazaron. Un golpe de recuerdos irrumpió en el pensamiento de Andrés. Era
capaz de querer. Se sentía querido. Listo para vivir sin ataduras.
Javier
Aragüés (enero 2016)
2 comentarios:
Bonito relato y 15000 entradas ¡Enhorabuena Javi!
El sentido del olfato también puede salvarnos la vida. Su rememoración puede ayudarnos más que la contemplación de una vieja fotografía. Proust lo sabía. Tú no eres menos en eso. Excelente narración. Gracias por escribirla.
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