Cada jueves me acercaba
a la biblioteca del barrio. Me gustaba leer in situ. La luz que entraba por
los grandes ventanales descubría estanterías que soportaban grandes cantidades
de papel, modulado en tomos, con millardos de letras escondidas entre sus páginas.
Estaban dispersas, al azar. En ocasiones, cobraban sentido y surgía un autor y
su obra. Estaba rodeado de libros oprimidos en estanterías, sin respirar, a
la espera que una mano libertaria les rescatara de esa checa que suponía el
inmovilismo. Al coger un libro, antes que lector, me sentía revolucionario de la cultura, en la
misma guerrilla que el título y el
autor. Emprendía una aventura de ocio y aprendizaje, sin obviar la crítica. Si
coincidían todos los elementos, la revolución triunfaba. Era incruenta.
Liberaba pensamientos. Aligeraba prejuicios y almacenaba conocimientos. La
aventura se repetía cada día. Los tableros de
eventos de las bibliotecas anunciaban. “Todos los ejemplares en manos de
editoriales ocuparán las calles”. El lenguaje, el poder del papel y la capacidad
transformadora estaban a disposición de la ciudadanía. El periodo
prerrevolucionario era un hecho. El tránsito, a la revolución total, era
irreversible.
Dance me to the end of love Leonard Cohen
El estado, las
instituciones y la iglesia estaban alarmados. Intentaban disuadir con mayores
impuestos sobre los ejemplares a la venta. No se abrían nuevas bibliotecas. Disminuían
los tiempos de apertura de las existentes. Llegaban a decir. " A través de la lectura se
contraen enfermedades de transmisión sexual por contacto con el papel". La contraofensiva de
los poderes fácticos era tan intensa que la ciudadanía buscaba medidas audaces para sortearla. La más extendida. “La cadena de libros”. Cada persona después de leer un libro
lo pasaba al amigo más próximo o persona conocida. No se ponía ninguna
limitación. Para evitar romper la cadena, al recibir un libro leído lo depositabas en el FLH, (Fondo de Lectura para la Humanidad). Había al
menos uno en cada barrio, generalmente
en una escuela pública. Cuando se saturaban de ejemplares pasaban a las
sedes de los grandes periódicos. Las bibliotecas estaban inutilizadas, el
control de acceso estaba en poder del gobierno. La situación se
agravaba. No bastaba con leer. Muchos ejemplares eran interceptados al
transportarlos a los grandes depósitos. A los
lectores más comprometidos en leer, se les pedía un esfuerzo adicional. Memorizar el mayor número de volúmenes por cada lector. La transmisión
oral quedaba asegurada en el caso de pérdida o destrucción. Yo me sentía capaz de acometer la lectura en solitario. Eligieron el día en que los volúmenes y lectores salían a la calle, con un único mensaje "LIBROS Y ROSAS".
Como estrategia para memorizar me concentraba en cada frase o letra. Asociaba algún concepto o imagen. Por ejemplo en el caso de la consigna de la convocatoria, una letra necesaria pasaba inadvertida. No tenía significado en soledad. Analicé el mensaje. Dos sustantivos separados por una sola letra. Uno, sustentaba la movilización y era el instrumento del cambio; el otro, una flor y una letra enlace. Me recordaba a Yolanda, griega, estilizada y discreta. Tuvo una gran idea.
Acompañar cada libro con una rosa, símbolo de la revolución. Me enamoré. Solo
pensaba en ella. Hacíamos el amor cada noche. Me abandonó. Olvidé lo aprendido. Rompí la cadena.
Javier Aragüés (abril 2016)
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