El mar permanecía estático.Sobre él, planeaban nubes algodonosas vestidas de verdes y morados. Presagiaban temporal.
El viento se reforzaba. En el horizonte, un velero y dos tonos, un blanco
incipiente y el gris siniestro. Largos silencios de la tripulación. La tensión era
evidente. El viento ondulaba la superficie. Se reforzaba. Aparecían las primeras crestas blancas.
Rompían el silencio. El oleaje, cada vez mayor, alcanzaba la cubierta. Chapoteaba
y estibaba al azar pertrechos y cabos. Cristina y yo nos refugiamos junto al
mástil protegidos por los recuerdos.
En nuestra memoria, cada septiembre,
cuando aparecían las mareas, nosotros en el pueblo. El mar azotaba el paseo. El
ruido se hacía ensordecedor y contundente
en cada embate. Los habitantes de la costa se exponían al vaivén del
reflujo de deseos y soledad, nosotros nos refugiamos en el pueblo. Los rompientes envueltos por
la espuma y teñidos por el verdirrojo de algas y sufrimientos alertaban a las
parejas más débiles. Caminábamos abrazados por el espigón, entre charcos que sobrevivían
hasta la siguiente ola. Temíamos ser raptados por las aguas o por el olvido. Al
llegar a nuestro rincón de amor, el silencio. Una luz serpenteó en el exterior,
seguida de un fuerte estruendo. La cortina de lluvia y el miedo cerraban la
gruta. No podíamos salir. Estábamos obligados a esperar y hacer el amor. Distendidos, nos abrazamos. ¡Qué
distante estaba el velero! Cesó la lluvia. La luz en la entrada presagiaba un buen tiempo. El
horizonte cambió los matices, con un azul infantil y otro intenso. Los dos volvíamos
a ser jóvenes con ganas de navegar, sin miedos. Nos embarcamos. Llegó la tormenta y todo empezó de nuevo.
Javier
Aragüés (mayo 2016)
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