Era domingo. Golpeaban la puerta con
insistencia sin hacer ruido. Me levanté somnoliento caminaba en zigzag.
Mis pies, a un ritmo disonante por el frío, evitaban el contacto con las
baldosas cascadas; eran el teclado de un piano imaginario. No lograba componer
otra sinfonía que no fuera la de la soledad. ¿Será Jimena?-pensé. Había
marchado hacía tiempo. ¿Cuánto? - no lo recordaba, Desde aquel día dejó
una estela de falta de cariño en todas las habitaciones. Siempre estábamos muy
unidos. Compartíamos el sillón de lectura. Nos poníamos de acuerdo, mirándonos a
los ojos, sobre quien lo ocupaba. Jimena se sentaba a dormir mientras, yo hacía
tareas domésticas. No soportaba que fuera solo al mercado.
Al regresar, no preguntaba, se hacía la huidiza. Entraba con sigilo en la cocina no perdía de vista mis gestos. Yo cocinaba. Era un acuerdo tácito consecuente con mis principios y el respeto mutuo. Cuando la comida estaba lista nos dirigíamos al comedor. Jimena siempre aprobaba el menú. Acabábamos a la vez. Yo recogía los platos, ella me esperaba en el salón. Nos respetábamos.
Al regresar, no preguntaba, se hacía la huidiza. Entraba con sigilo en la cocina no perdía de vista mis gestos. Yo cocinaba. Era un acuerdo tácito consecuente con mis principios y el respeto mutuo. Cuando la comida estaba lista nos dirigíamos al comedor. Jimena siempre aprobaba el menú. Acabábamos a la vez. Yo recogía los platos, ella me esperaba en el salón. Nos respetábamos.
Algo surgió un domingo de esa primavera, que nos alejó.
Jimena se apoyó en el alféizar de la ventana. ¡Jimena! ¡Jimena!-le gritaba.
En el salón, el sillón estaba vacío. No había rastro de su olor característico.
Me había abandonado.
Otro domingo, golpearon levemente en la puerta. Deseaba
abrir. A la vez sentía miedo. Abrí la
puerta. Quien llamaba era un funcionario. Quería comprobar si Jimena vivía allí. Hace tiempo que no está-le dije. Si vuelve deben
presentase en el Departamento de Asistencia Social-interpeló.
Cada noche salía a la calle para buscar a Jimena. Ni rastro de ella.
Cada noche salía a la calle para buscar a Jimena. Ni rastro de ella.
En la primavera siguiente, un domingo, de nuevo golpes suaves en la puerta. Temí que fuera el funcionario. Me asomé a la
mirilla. No vi a nadie. Me tranquilicé un momento. Continuaron los insistentes golpes suaves. Abrí,
era Jimena, se arrastraba. Su aspecto era lamentable. Famélica, con bronconeumonía, cataratas, alérgica,
y lo peor, envejecida y sin cariño. No tenía fuerzas para mantenerse en pie y
menos para hacerse cargo de la criatura que lamía su desfigurada mama, que murió a los pocos días. No hice
ningún comentario. La cuidaba. Era imposible acudir con Jimena, en su estado, ante el funcionario,
El Departamento de Asistencia Social me explicó con detalle, sus objetivos. Pretendía utilizar los animales con fines terapéuticos
en los tratamientos funcionales, cognitivos o emocionales junto a personas especializadas con plena dedicación, obligadas incluso a vivir lejos de su hogar. Ahora entendía la función del Departamento, la de
Jimena y su inseparable gata. ¿Podría vivir sin ellas? Caí en una depresión profunda. El funcionario, para liberar su conciencia me asignó a Jimena junto a la gata para asegurar la fuente de sosiego y compañía
que necesitaba. Pasó la depresión. Jimena me confesó que el hijo era del funcionario y que él, la maltrataba. Jimena y Jimena, la gata, desde entonces, me acompañaban.
Javier Aragüés (abril 2016)
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