martes, 31 de mayo de 2016

DOS ESPERANZAS

A principios del siglo XXI Europa, y esta ciudad mediterránea en particular, no entendía de fidelidades.  Los ciudadanos acogían con dificultad a los refugiados y se quejaban de su falta de integración.

Houda había nacido en Tamur (antigua Trípoli) donde vivía desde que había estallado el conflicto. Huía del cataclismo, como tantos sirios.  El gobierno voceaba, en todos los medios de comunicación: "¡Acogemos a los refugiados!". Gestos insuficientes, en número y forma, para paliar uno de los mayores genocidios de los desprotegidos.








Houda no olvidaba a su familia, abandonada en la huida, ni a Samir, un médico con el que pensaba casarse.  La joven de cabello rutilante, ojos descarados y, cuerpo expresivo y provocador, vestía ropa ceñida con escotillas que dejaban ver las partes más íntimas, retales supervivientes del indeseado viaje. Durante meses, callejeaba por la ciudad acompañada de la soledad. No dejó de pasear en compañía de la fidelidad a todos los seres queridos. En una de las caminatas conoció a un profesor joven, Alexis, que simultaneaba  la docencia, en el instituto, con la de voluntario en el centro de integración de inmigrantes. La animó a que asistiera. Sentía una consideración por los desatendidos y especial predilección por la joven. La acompañaba al finalizar la clase con el pretexto de practicar el idioma. Houda era consciente de la aproximación que buscaba Alexis y consentía. Al mismo tiempo, recordaba lo que le hacía sentir Samir en los bancos de piedra del puerto de Tamur

Al volver a la casa donde la habían alojado, se tumbó en la cama, vestida con los harapos con los que había llegado. Fantaseaba con aquellas trazas, se excitaba y atraía a Alexis al que seducía. Houda no podía disimular, sus ojos eran un documento entre lo descubierto y lo abandonado. El profesor, durante los recreos del instituto, esperaba impaciente la clase en el centro de acogida para encontrarse con ella, al acabar, paseaban cada tarde distanciándose de la ciudad. El paseo se alargaba por el cinturón litoral, salpicado de bancos,  parterres y de los besos, cada vez más frecuentes. Houda sentía el cariño de Alexis, pero los recuerdos de su ciudad y la esperanza de volver a ver a Samir le impedían entregarse. 
Llegaban nuevas noticias sobre las oleadas de refugiados. La ciudad de Tamur había sido arrasada, el hospital destruido y se desconocía si había habido supervivientes. Houda temía las noticias que  destruyeran la costosa integración y vivía con la esperanza  de que Samir continuara vivo. Alexis, confundido, dudaba entre consolarla o entrar en su vida; la refugiada no quería perder la relación y vivir la ternura. Otra tarde, otro paseo cada vez  más lejos; Houda, tumbada, esperaba a Alexis para entregarse, el joven y con su cariño lo había conseguido. Se levantaron al oír los barcos. En la bocana del puerto las sirenas advertían de la  llegada de los pesqueros. El que encabezaba la flota hacía sonar la sirena, en la cubierta sólo se distinguían puntos negros moribundos;  hombres, mujeres y criaturas luchaban por vivir. El capitán gritó. "¡Un médico! ¡Un médico! ¡Esta mujer se muere!" Houda sintió un escalofrío, la silueta del médico le recordaba a Semir. Por su mente, una urgencia. ¿Cómo deshacer lo vivido? Esperaron al barco en el muelle, comprobaron que el médico era un voluntario que pertenecía a una asociación humanitaria. Houda se derrumbó, no había esperanza. Alexis la esperaba.                                

Javier Aragüés (junio 2016)

lunes, 23 de mayo de 2016

LAS TRAVESIAS

- ¿El tren para Isla Perdida, por favor? - preguntaban los visitantes.
Los lugareños, huidizos y mudos. Yo sabía dónde estaba y que no había tren. Esperaba intervenir para deshacer las caras incrédulas.

- Los rieles terminan en la playa. Para alcanzarla hay que hacer una travesía a nado. Levantando y hundiendo los brazos en el cristal que se deja acariciar y penetrar en compañía del silencio. También se pueden deslizar sobre la superficie, en la que se refleja el sol o la luna, en  mi bote - todos escuchaban con atención. 
 La Isla Perdida seducía. Plantas, riachuelos y  perfumes, creaban un escenario de belleza y misterio, refugio para desesperados. Era, para todos, una isla de amor. 









- Os puedo acercar ¿Embarcais
Cada mañana, navegaba bordeando la costa. Me ofrecía a los ansiosos  por vivir que querían acompañarme; elegía los viajeros, casi siempre parejas enfermas de amor. Pasaban el día en la isla. Pedían que no les recogiera hasta el atardecer, cuando el sol, avergonzado se escondía detrás del islote. A mi regreso, ellas esperaban en las rocas con la falda forzada, mirada cabizbaja y el cabello complicado; ellos,  engreídos, las protegían con un brazo sobre los  hombros y una flor en los labios con gesto de misión cumplida. De regreso a tierra, se sentaban en uno de los bancos del bote, de espaldas a mí. Enredados por la cintura y  con el pensamiento en la isla.

Me sorprendió la  pareja que me acompañó. Él, tímido, asumía el papel de varón y lo malinterpretaba. Mostraba los brazos endebles y el espíritu frágil. A ella, le identificaba la seguridad con que saltaba al bote. Presagio del lugar que ocupaba al estar uno sobre el otro. Pocas parejas eran tan dispares y mostraban un amor tan inminente. Al regresar, me esperaban en los rompientes. Él tenía el cabello enmarañado y lleno de hierbas. Ella llevaba la blusa desabrochada, con intención, o no, dejaba ver la areola de sus senos. Los dos habían disfrutado.









Aquel día, Mabel me pidió cruzar. Nadie la acompañaba, solo un pañuelo al aire y la nostalgia. No perdía de vista el borrón ajardinado en el horizonte. Yo le hablaba. Respondía el silencio. Ella vigilaba la isla. Al llegar al pequeño embarcadero me miró. Comenzó a hablar.

-Conozco la isla, he estado con  mi pareja. Hacíamos la travesía nadando. Una tarde, al alcanzar la orilla, huyó. Desde entonces le sigo buscando.

Las travesías eran frecuentes. Ella esperaba junto a mi bote, en silencio, sola y con los ojos inundados. En las travesías dejó de hablarme de espaldas: se sentaba junto al timón. Al día siguiente, sin la barca, nos zambullimos . Sentí su proximidad y el remover del agua en mi piel. No quería que se acabara la distancia. Al llegar a la pequeña playa me invitó a adentrarme. Titubeé, esperaba que me acompañara. Al penetrar en la espesura me perdí. 

Regresó al pueblo nadando. Mabel recordaba los hombres que había abandonado sin encontrar amor. 

Pasaban los años. Seguía acudiendo para contemplar la Isla Perdida. Yo no estaba. Sola, no se atrevía a cruzar.
Esperando, la muerte le llegó sencillamente, como llega la noche cuando se marcha el día.



Javier Aragüés (mayo 2016)





















jueves, 12 de mayo de 2016

EL APAGÓN


No te veo. Bien sé
que estás aquí, detrás
de una frágil pared
de ladrillos y cal, bien al alcance
de mi voz, si llamara.
Pero no llamaré.
Te llamaré mañana,
cuando, al no verte ya
me imagine que sigues
aquí cerca, a mi lado,
y que basta hoy la voz
que ayer no quise dar.
Mañana... cuando estés
allá detrás de una
frágil pared de vientos,
de cielos y de años.

                                  Presagios. Pedro Salinas

      


En la puerta, golpes insistentes y una voz angustiada. En la sala, un fuego generoso es el responsable de mantener la reunión y atemperar la estancia. No estamos los habituales. Falta Nuria. Suplica: ¡Abrid! ¡Abrid! Incapaces de dibujar una intención, nadie se levanta. Las súplicas se convierten en gritos. Eduardo reacciona y abre la puerta. Nuria irrumpe en el salón, se siente protegida. Sacude la gabardina que no admite una gota de agua. Empapada, comienza a desnudarse delante de todos. Prenda a prenda, con lentitud.  El fuego, el ambiente y las miradas  hacen el resto. Nuria, consciente, se esmera, dilata los tiempos y retrasa el final. Eduardo le pregunta el porqué de su comportamiento.

- En la calle, una aguacero imprevisto. En las escaleras, una sombra y en el piso un grupo que me ningunea hasta que empiezo a desnudarme. 
Eduardo retiene la referencia a una sombra.

- ¿Cómo era esa sombra?

- No pude  mirar. Huí para que no me alcanzara.

- ¿Hombre o mujer?

- Eduardo, no sabría qué decir. Oía jadear, cada vez más cerca. Con mucha dificultad, conseguí llegar al piso, llamar a la puerta y gritar. El resto ya los sabes.

-Vístete,vamos a la habitación, junto al salón  y charlamos tranquilamente.

En la habitación, está el grupo. El ambiente es frío. Nuria sigue siendo protagonista y el grupo una sola voz. 

- Piensa. ¿Qué te ha pasado?

-Se lo he intentado explicar a Eduardo. Él no lo entiende. Yo estoy confundida.








Es el último comentario que se oye.  La habitación queda sumergida en la oscuridad. Eduardo, para tranquilizarnos, explica que es un simple apagón y la luz volverá en unos minutos. “Ha pasado otras veces”. 
Más de veinticinco minutos, continúa la oscuridad y el silencio. Eduardo lo rompe: "Encendemos unas velas, hasta que se restablezca la luz". Se reparten las velas. Dos  para cada cuatro. Sobra una. La comparten Nuria y Eduardo. Una llama, dos caras desdibujadas junto al rostro de la oscuridad. Un escalofrío recorre la seguridad de Nuria. Instintivamente, da un paso atrás. Siente el terror a la no luz. Se encuentra dentro de la masa homogénea e incierta, con tenues llamas y personas indefinidas. El miedo se esparce por la habitación. Nuria revive el momento en la escalera. Ahora no puede escapar. Se arma de valor y palpa la noche. No hay nadie, solo trazos de Eduardo y sus siluetas. Le llama. Las sombras se abrazan en silencio. Vuelve la luz. Se reconocen y se besan.                                       

    Javier Aragüés (mayo 2016)

  

lunes, 9 de mayo de 2016

LOS SABORES DEL AMOR Y LOS BESOS

Te refugias en una ciudad con puerto. Trabajas en la casa de comidas  “LA HERMANDAD". Los pescadores y descargadores del muelle son clientes habituales. Todos te llaman Lina. Malvives. Sales de la fonda mugrienta, a media noche. Te alivia la brisa que recorre los callejones de la zona portuaria y disipa tu olor a cocina barata y al sudor de los clientes. Te recuerda que vives en la miseria. Subes a la habitación que tienes alquilada. Te aseas como puedes y te pintas con lápices infernales que marcan tu vida. Te armas de valor.



¡A la calle! En tu esquina, miradas y gestos obscenos buscan amores baratos. Estás acostumbrada a riñas, borrachos y a los clientes que más ocupan tu tiempo: los que desconocen la ternura. Unos metros más allá, un bar de los que cambian su clientela según la horas. Por la mañana, desayunan oficinistas y dependientes. En el centro del día, cierran tratos comerciantes y chalanes. Por las tardes, se agolpan los tertulianos y durante la noche se transforma en un lugar de citas y pausas. Risas, insultos y entrechocar de vasos. Diriges tu mirada  a los  entre los clientes para no infundir sospechas. 






Esperas, como cada noche, en la misma mesa, con el cigarro y el vaso de ron como testigos. A la espalda, un espejo te retrata; por delante, tus ojos, tus labios y un gran escote, acreedor de las miradas. Los encuentros están arrancados de  tu vida, de tu noche. Obligada a probar todo, te falta algo. Conoces los besos robados. ¿A qué saben los otros, los consentidos?







Los de las parejas que unen los labios en uno solo. Una vez acoplados, buscan el sabor del amor, el salado de las lágrimas y el agridulce de las despedidas. Los besos que recuerdas en tus labios y en tu boca. Los que te deleitan sin sentirlos, sin que estemos juntos. Los que notas en tu cuerpo, los que te excitan en mi ausencia. Los besos que te doy  entre las comisuras de los otros labios y te saben a placer intenso e inagotable. Después de hacer el amor,  deslizas la lengua por mi pecho hasta encontrar la gota de sudor más exquisita.

Quieres salir del local. Me coges de la mano y me arrastras a la puerta sin contemplaciones.  Para todos, soy el que te protege. Tú sueñas. Yo me dejo llevar. Vamos a tu habitación, la que compartes con el desamor. Quieres que esa noche sea diferente. “Espera un momento"-susurras.Te cambias detrás un  biombo destartalado. Te quitas el disfraz y te desnudas. Tu cuerpo está preparado para distinguir los sabores. Busco tus labios. Juegas con los míos. Los vértices húmedos del amor se encuentran y progresan  hasta el infinito. Una y otra vez se tropiezan en el estuche del amor. Solo se detienen para tomar un respiro y volver a encontrarse.

Desde la calle una voz grita. “¡Lina! ¡Lina! Tienes clientes”. ¿Dónde estás? No contestas. Me miras. Coges tu escaso equipaje, te agarras a mi brazo y me conduces al muelle. Un viejo vapor está a punto de zarpar a otra ciudad, a otro puerto. Paseas por cubierta junto a mí. Los marineros te saludan. Te guiñan el ojo. Miras al horizonte, sabor a mar y una estela como despedida. Me abrazas. Me besas. Tu amor ya no es mercenario. En un rincón de cubierta encuentras todos los sabores.


 Javier Aragüés (mayo 2016)






martes, 3 de mayo de 2016

OLORES DISTINGUIDOS


Las papelerías me atraen. Pasados los años descubro el motivo. Busco el rastro de ese olor tan especial, en compañía de mi compañero de Instituto, Ignacio Morillas. Nos detenemos ante los escaparates de las tiendas de objetos de escritorio. Está  presente en el ambiente de los grandes y pequeños establecimientos. Es un olor difícil de destilar. Al entrar en el local, invade el ambiente. Todos los objetos de escritorio son responsables. Compiten el olor a madera de caballetes y pinceles con el del  grafito de los lápices y las pinturas de colores, Contribuyen las resmas de papel, gomas, folios y las libretas con un rulo metálico que guillotina cada hoja si busca la libertad. Son testigos otros  objetos inodoros: grapadoras, clips, sacapuntas,…





Muchas tardes me quedo a estudiar  con Ignacio, en su casa. Miro a Adriana, su hermana, un año más joven que nosotros, dispuesta a ser  novia de cualquier muchacho que merezca la pena. Es repipi y exigente. “Tendrá un tener pelo ensortijado y áureo. El cuerpo se ajustará a la divina proporción. La distancia entre el ombligo y la planta de los pies será la del David de Miguel Ángel”. –dice. Cuando deja de escucharse, relaja las exigencias. “Basta con que esté  proporcionado.”
La escucho. Soy  débil, mi cuerpo no es de atleta e infringe todos los cánones de belleza. Para ella, estoy excluido. Ignacio sale. Aprovecho el momento.
-Me faltan folios. ¿Me acompañas a mi papelería preferida? -




- Bueno. Vamos
- Adriana, pasa.
Con gran esfuerzo, consigo abrir la puerta de vidrio.
Mi posición está forzada. Abrir. Vencer el peso de la puerta. Sujetar. Todo a la vez, sin quitar la vista a Adriana. Intento justificar mi debilidad y falta destreza.
En la entrada de las papelerías importantes hay una puerta de vidrio grueso. Impide el acceso a los desinteresados y almacena un aroma inconfundible.
-  ¿Hueles?
En su rostro, incomprensión.
Mientras coquetea con uno de los clientes, aspiro el olor junto a los mostradores. Ella se marcha contrariada. A partir de entonces, Ignacio evita los encuentros. Al poco tiempo no sé cómo se llama su hermana, o si existe. Sigo yendo a la papelería. Nunca me he fijado en el nombre. Un gran rótulo en letras de madera coronaba le entrada. “LA SIN RIVAL”.
Mis visitas son más frecuentes. Hablo con  Leonor, la dependienta que me atiende habitualmente. Su olor es diferente, especial. Huele a espacios abiertos. Me dedica más tiempo. Quedamos en ir el domingo al jardín más importante de la ciudad. Es primavera. Me enseña parterres, nombres de plantas, colores y fragancias. Sin renunciar a mi olor preferido, la escucho. Con ella conozco los aromas libres, los de colores diferentes, los de arboledas y jardines. Descubro que el olor del césped recién cortado. Paseamos por el gran parque. Leonor me acompaña. Entrecruzamos sentimientos y caminamos lentamente por la alameda hacia la puerta que nos planta en la realidad.
Un semáforo, un frenazo y un golpe seco. Me despierto en un sitio desconocido. No olvido el tufo del lugar donde estoy secuestrado durante meses, en contra de mis deseos. Es una habitación que tiene una puerta imposible de traspasar. No puedo salir. Sin preguntar, me encierran. A mi alrededor instrucciones, voces de dolor, de lamento y de compasión. Sé dónde estoy por el olor. Domina el de los productos yodados y el de medicamentos. Es un cóctel de líquidos con el que limpian habitaciones y pasillos. Todos los centros huelen igual. Los ambientadores son incapaces de anular el olor a gente enferma, el de las de heridas purulentas o el de los efectos de infecciones que culminan en diarreas. Los olores se disimulan. No desaparecen.No sé cuánto tiempo tendré que soportarlos.
Ahora no puedo elegir entre olvidar o querer. Espero volver a oler la naturaleza, la vida.
Javier Aragüés (mayo 2016)