- ¿El tren para Isla
Perdida, por favor? - preguntaban los visitantes.
Los lugareños, huidizos y mudos. Yo sabía dónde estaba y que no había tren. Esperaba intervenir para deshacer las caras incrédulas.
Los lugareños, huidizos y mudos. Yo sabía dónde estaba y que no había tren. Esperaba intervenir para deshacer las caras incrédulas.
- Los rieles terminan en
la playa. Para alcanzarla hay que hacer una travesía a nado. Levantando y
hundiendo los brazos en el cristal que se deja acariciar y
penetrar en compañía del silencio. También se pueden deslizar sobre la superficie, en la que se refleja el sol o la luna, en mi bote - todos escuchaban con atención.
La Isla Perdida seducía. Plantas, riachuelos y perfumes, creaban un escenario de belleza y misterio, refugio para desesperados. Era, para todos, una isla de amor.
La Isla Perdida seducía. Plantas, riachuelos y perfumes, creaban un escenario de belleza y misterio, refugio para desesperados. Era, para todos, una isla de amor.
- Os puedo acercar ¿Embarcais?
Cada mañana, navegaba bordeando la costa. Me ofrecía a los ansiosos por vivir que querían acompañarme; elegía los viajeros, casi siempre parejas enfermas de amor. Pasaban el día en la isla. Pedían que no les recogiera hasta el atardecer, cuando el sol, avergonzado se escondía detrás del islote. A mi regreso, ellas esperaban en las rocas con la falda forzada, mirada cabizbaja y el cabello complicado; ellos, engreídos, las protegían con un brazo sobre los hombros y una flor en los labios con gesto de misión cumplida. De regreso a tierra, se sentaban en uno de los bancos del bote, de espaldas a mí. Enredados por la cintura y con el pensamiento en la isla.
Cada mañana, navegaba bordeando la costa. Me ofrecía a los ansiosos por vivir que querían acompañarme; elegía los viajeros, casi siempre parejas enfermas de amor. Pasaban el día en la isla. Pedían que no les recogiera hasta el atardecer, cuando el sol, avergonzado se escondía detrás del islote. A mi regreso, ellas esperaban en las rocas con la falda forzada, mirada cabizbaja y el cabello complicado; ellos, engreídos, las protegían con un brazo sobre los hombros y una flor en los labios con gesto de misión cumplida. De regreso a tierra, se sentaban en uno de los bancos del bote, de espaldas a mí. Enredados por la cintura y con el pensamiento en la isla.
Me sorprendió la pareja que me acompañó. Él, tímido, asumía el papel de varón y lo malinterpretaba.
Mostraba los brazos endebles y el espíritu frágil. A ella, le identificaba la
seguridad con que saltaba al bote. Presagio del lugar que ocupaba al
estar uno sobre el otro. Pocas parejas eran tan dispares y mostraban un amor
tan inminente. Al regresar, me esperaban en los rompientes. Él tenía el cabello
enmarañado y lleno de hierbas. Ella llevaba la blusa desabrochada, con
intención, o no, dejaba ver la areola de sus senos. Los dos habían disfrutado.
Aquel día, Mabel me pidió
cruzar. Nadie la acompañaba, solo un pañuelo al aire y la nostalgia. No
perdía de vista el borrón ajardinado en el horizonte. Yo le hablaba. Respondía
el silencio. Ella vigilaba la isla. Al llegar al pequeño embarcadero me miró.
Comenzó a hablar.
-Conozco la isla, he
estado con mi pareja. Hacíamos la travesía nadando. Una tarde, al alcanzar la orilla, huyó. Desde entonces le sigo buscando.
Las travesías eran
frecuentes. Ella esperaba junto a mi bote, en silencio, sola y con los ojos inundados.
En las travesías dejó de hablarme de espaldas: se sentaba junto al timón. Al
día siguiente, sin la barca, nos zambullimos . Sentí su proximidad y el
remover del agua en mi piel. No quería que se acabara la distancia. Al
llegar a la pequeña playa me invitó a adentrarme. Titubeé, esperaba que me
acompañara. Al penetrar en la espesura me perdí.
Regresó al pueblo nadando. Mabel recordaba los hombres que había abandonado sin encontrar amor.
Pasaban los años. Seguía
acudiendo para contemplar la Isla Perdida. Yo no estaba. Sola, no se
atrevía a cruzar.
Esperando, la muerte le
llegó sencillamente, como llega la noche cuando se marcha el día.
Javier
Aragüés (mayo 2016)
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