Las papelerías me
atraen. Pasados los años descubro el motivo. Busco el rastro de ese olor tan
especial, en compañía de mi compañero de Instituto, Ignacio Morillas. Nos
detenemos ante los escaparates de las tiendas de objetos de escritorio.
Está presente en el ambiente de los
grandes y pequeños establecimientos. Es un olor difícil de destilar. Al entrar
en el local, invade el ambiente. Todos los objetos de escritorio son
responsables. Compiten el olor a madera de caballetes y pinceles con el del grafito de los lápices y las pinturas de
colores, Contribuyen las resmas de papel, gomas, folios y las libretas con un
rulo metálico que guillotina cada hoja si busca la libertad. Son testigos
otros objetos inodoros: grapadoras,
clips, sacapuntas,…
Muchas tardes me quedo
a estudiar con Ignacio, en su casa. Miro a Adriana, su hermana, un año más joven que nosotros, dispuesta a ser novia de cualquier muchacho que merezca la
pena. Es repipi y exigente. “Tendrá un tener pelo ensortijado y áureo. El
cuerpo se ajustará a la divina proporción. La distancia entre el ombligo y la
planta de los pies será la del David de Miguel Ángel”. –dice. Cuando deja de
escucharse, relaja las exigencias. “Basta con que esté proporcionado.”
La escucho. Soy débil, mi cuerpo no es de atleta e infringe todos los cánones de belleza. Para ella, estoy excluido. Ignacio sale. Aprovecho el momento.
La escucho. Soy débil, mi cuerpo no es de atleta e infringe todos los cánones de belleza. Para ella, estoy excluido. Ignacio sale. Aprovecho el momento.
- Bueno. Vamos
- Adriana, pasa.
Con gran esfuerzo, consigo abrir la puerta de vidrio.
Con gran esfuerzo, consigo abrir la puerta de vidrio.
Mi posición está
forzada. Abrir. Vencer el peso de la puerta. Sujetar. Todo a la vez, sin quitar
la vista a Adriana. Intento justificar mi debilidad y falta destreza.
En la entrada de las papelerías importantes
hay una puerta de vidrio grueso. Impide el acceso a los desinteresados y
almacena un aroma inconfundible.
- ¿Hueles?
En su rostro,
incomprensión.
Mientras coquetea con
uno de los clientes, aspiro el olor junto a los mostradores. Ella se marcha
contrariada. A partir de entonces, Ignacio evita los encuentros. Al poco tiempo
no sé cómo se llama su hermana, o si existe. Sigo yendo a la papelería. Nunca
me he fijado en el nombre. Un gran rótulo en letras de madera coronaba le
entrada. “LA SIN RIVAL”.
Mis visitas son más
frecuentes. Hablo con Leonor, la
dependienta que me atiende habitualmente. Su olor es diferente, especial. Huele
a espacios abiertos. Me dedica más tiempo. Quedamos en ir el domingo al jardín
más importante de la ciudad. Es primavera. Me enseña parterres, nombres de
plantas, colores y fragancias. Sin renunciar a mi olor preferido, la escucho. Con
ella conozco los aromas libres, los de colores diferentes, los de arboledas y
jardines. Descubro que el olor del césped recién cortado. Paseamos por el gran parque. Leonor me acompaña. Entrecruzamos
sentimientos y caminamos lentamente por la alameda hacia la puerta que nos
planta en la realidad.
Un semáforo, un frenazo
y un golpe seco. Me despierto en un sitio desconocido. No olvido el tufo del lugar
donde estoy secuestrado durante meses, en contra de mis deseos. Es una
habitación que tiene una puerta imposible de traspasar. No puedo salir. Sin
preguntar, me encierran. A mi alrededor instrucciones, voces de dolor,
de lamento y de compasión. Sé dónde
estoy por el olor. Domina el de los productos yodados y el de medicamentos. Es
un cóctel de líquidos con el que limpian habitaciones y pasillos. Todos los
centros huelen igual. Los ambientadores son incapaces de anular el olor a gente enferma, el de las de heridas purulentas o el
de los efectos de infecciones que culminan en diarreas. Los olores se disimulan. No desaparecen.No sé cuánto tiempo tendré que soportarlos.
Ahora no puedo elegir
entre olvidar o querer. Espero volver a oler la naturaleza, la vida.
Javier Aragüés (mayo 2016)
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