martes, 3 de mayo de 2016

OLORES DISTINGUIDOS


Las papelerías me atraen. Pasados los años descubro el motivo. Busco el rastro de ese olor tan especial, en compañía de mi compañero de Instituto, Ignacio Morillas. Nos detenemos ante los escaparates de las tiendas de objetos de escritorio. Está  presente en el ambiente de los grandes y pequeños establecimientos. Es un olor difícil de destilar. Al entrar en el local, invade el ambiente. Todos los objetos de escritorio son responsables. Compiten el olor a madera de caballetes y pinceles con el del  grafito de los lápices y las pinturas de colores, Contribuyen las resmas de papel, gomas, folios y las libretas con un rulo metálico que guillotina cada hoja si busca la libertad. Son testigos otros  objetos inodoros: grapadoras, clips, sacapuntas,…





Muchas tardes me quedo a estudiar  con Ignacio, en su casa. Miro a Adriana, su hermana, un año más joven que nosotros, dispuesta a ser  novia de cualquier muchacho que merezca la pena. Es repipi y exigente. “Tendrá un tener pelo ensortijado y áureo. El cuerpo se ajustará a la divina proporción. La distancia entre el ombligo y la planta de los pies será la del David de Miguel Ángel”. –dice. Cuando deja de escucharse, relaja las exigencias. “Basta con que esté  proporcionado.”
La escucho. Soy  débil, mi cuerpo no es de atleta e infringe todos los cánones de belleza. Para ella, estoy excluido. Ignacio sale. Aprovecho el momento.
-Me faltan folios. ¿Me acompañas a mi papelería preferida? -




- Bueno. Vamos
- Adriana, pasa.
Con gran esfuerzo, consigo abrir la puerta de vidrio.
Mi posición está forzada. Abrir. Vencer el peso de la puerta. Sujetar. Todo a la vez, sin quitar la vista a Adriana. Intento justificar mi debilidad y falta destreza.
En la entrada de las papelerías importantes hay una puerta de vidrio grueso. Impide el acceso a los desinteresados y almacena un aroma inconfundible.
-  ¿Hueles?
En su rostro, incomprensión.
Mientras coquetea con uno de los clientes, aspiro el olor junto a los mostradores. Ella se marcha contrariada. A partir de entonces, Ignacio evita los encuentros. Al poco tiempo no sé cómo se llama su hermana, o si existe. Sigo yendo a la papelería. Nunca me he fijado en el nombre. Un gran rótulo en letras de madera coronaba le entrada. “LA SIN RIVAL”.
Mis visitas son más frecuentes. Hablo con  Leonor, la dependienta que me atiende habitualmente. Su olor es diferente, especial. Huele a espacios abiertos. Me dedica más tiempo. Quedamos en ir el domingo al jardín más importante de la ciudad. Es primavera. Me enseña parterres, nombres de plantas, colores y fragancias. Sin renunciar a mi olor preferido, la escucho. Con ella conozco los aromas libres, los de colores diferentes, los de arboledas y jardines. Descubro que el olor del césped recién cortado. Paseamos por el gran parque. Leonor me acompaña. Entrecruzamos sentimientos y caminamos lentamente por la alameda hacia la puerta que nos planta en la realidad.
Un semáforo, un frenazo y un golpe seco. Me despierto en un sitio desconocido. No olvido el tufo del lugar donde estoy secuestrado durante meses, en contra de mis deseos. Es una habitación que tiene una puerta imposible de traspasar. No puedo salir. Sin preguntar, me encierran. A mi alrededor instrucciones, voces de dolor, de lamento y de compasión. Sé dónde estoy por el olor. Domina el de los productos yodados y el de medicamentos. Es un cóctel de líquidos con el que limpian habitaciones y pasillos. Todos los centros huelen igual. Los ambientadores son incapaces de anular el olor a gente enferma, el de las de heridas purulentas o el de los efectos de infecciones que culminan en diarreas. Los olores se disimulan. No desaparecen.No sé cuánto tiempo tendré que soportarlos.
Ahora no puedo elegir entre olvidar o querer. Espero volver a oler la naturaleza, la vida.
Javier Aragüés (mayo 2016)

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