A principios del siglo XXI Europa,
y esta ciudad mediterránea en particular, no entendía de
fidelidades. Los ciudadanos acogían con dificultad a los refugiados y se
quejaban de su falta de integración.
Houda había nacido en Tamur (antigua
Trípoli) donde vivía desde que había estallado el conflicto. Huía del
cataclismo, como tantos sirios. El gobierno voceaba, en todos los
medios de comunicación: "¡Acogemos a los refugiados!". Gestos
insuficientes, en número y forma, para paliar uno de los mayores genocidios de los desprotegidos.
Houda no olvidaba a su familia,
abandonada en la huida, ni a Samir, un médico con el que pensaba casarse.
La joven de cabello rutilante, ojos descarados y, cuerpo expresivo y
provocador, vestía ropa ceñida con escotillas que dejaban ver las partes más
íntimas, retales supervivientes del indeseado viaje. Durante meses, callejeaba
por la ciudad acompañada de la soledad. No dejó de pasear en compañía de la fidelidad a
todos los seres queridos. En una de las caminatas conoció a un profesor joven,
Alexis, que simultaneaba la docencia, en el instituto, con la de
voluntario en el centro de integración de inmigrantes. La animó a que
asistiera. Sentía una consideración por los desatendidos y especial
predilección por la joven. La acompañaba al finalizar la clase con el pretexto
de practicar el idioma. Houda era consciente de la aproximación que buscaba
Alexis y consentía. Al mismo tiempo, recordaba lo que le hacía sentir Samir en
los bancos de piedra del puerto de Tamur
Al volver a la casa donde
la habían alojado, se tumbó en la cama, vestida con los harapos con los que
había llegado. Fantaseaba con aquellas trazas, se excitaba y atraía a
Alexis al que seducía. Houda no podía disimular, sus ojos eran un documento
entre lo descubierto y lo abandonado. El profesor, durante los recreos del
instituto, esperaba impaciente la clase en el centro de acogida
para encontrarse con ella, al acabar, paseaban cada
tarde distanciándose de la ciudad. El paseo se alargaba por el
cinturón litoral, salpicado de bancos, parterres y de los besos,
cada vez más frecuentes. Houda sentía el cariño de Alexis, pero los recuerdos
de su ciudad y la esperanza de volver a ver a Samir le impedían entregarse.
Llegaban nuevas noticias
sobre las oleadas de refugiados. La ciudad de Tamur había sido arrasada,
el hospital destruido y se desconocía si había
habido supervivientes. Houda temía las noticias que destruyeran la costosa integración y vivía con
la esperanza de que Samir continuara
vivo. Alexis, confundido, dudaba entre consolarla o entrar en su vida; la
refugiada no quería perder la relación y vivir la ternura. Otra tarde, otro
paseo cada vez más lejos; Houda, tumbada, esperaba a Alexis para entregarse,
el joven y con su cariño lo había conseguido.
Se levantaron al oír los barcos. En la bocana del puerto las
sirenas advertían de la llegada de los pesqueros. El que encabezaba la
flota hacía sonar la sirena, en la cubierta sólo se
distinguían puntos negros moribundos; hombres, mujeres y criaturas
luchaban por vivir. El capitán gritó. "¡Un médico! ¡Un médico!
¡Esta mujer se muere!" Houda sintió un escalofrío, la silueta
del médico le recordaba a Semir. Por su mente, una urgencia. ¿Cómo deshacer lo
vivido? Esperaron al barco en el muelle, comprobaron que el
médico era un voluntario que pertenecía a una
asociación humanitaria. Houda se derrumbó, no había esperanza. Alexis la
esperaba.
Javier
Aragüés (junio 2016)
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