miércoles, 31 de mayo de 2017

ANA Y JOAQUIN. CELOS INFUNDADOS

Ana inmersa en su ciego amor por el Conde Wronsky sospecha de cada mujer y duda de él.
Nada detiene  sus celos salvo la locomotora de la vida.

Javier Aragüés (Junio de 2017)



Ana, la señora Ordoñez, agarrada a su cuello y medio desnuda acosaba a Joaquín que consentía sus besos y colaboraba ante la excitación. Él respondía con ese amor que cualquier hombre siente ante el empuje apasionado de una mujer. 


Edouard Manet


Los dos se amaban en Barcelona, en la antesala de la casa de Dori, mientras su marido Esteban, hermano de Ana, hacía lo propio con la profesora de inglés de su hijo en la habitación de un hotel próximo y Kati, hermana de Dori no dejaba de mirar a Joaquín. La mujer estaba desconsolada pues conocía el agravio y solo las palabras de Ana apoyada por la mirada y los gestos de Joaquín la hicieron volver al amor y a perdonar a Esteban. Mientras su marido Jorge Ordóñez, al que había ocultado el viaje a Barcelona, trabajaba como funcionario en un ministerio. Vivían en Madrid. Joaquín, arquitecto, se habían conocido en una de las visitas de obra a las promociones del padre de Ana, desde ese instante ella solo tenía pensamientos para Joaquín, mientras él respondía, pero no con la intensidad que ella deseaba; en su mente cualquier mujer le miraba con ánimo de arrebatárselo siendo una de las candidatas Kati. Joaquín, muy enamorado, ideó un viaje de fin semana a Venecia, donde consolidaron su amor tras una declaración formal rubricada con tardes de hotel sumergidas en deseo. 


En la cama, el beso, Henri De Toulouse-Lautrec, 1892 


Ana, más segura, disfrutó por alejarle de Kati que no obstante no atraía a Joaquín. Desde Madrid los fines de semana se repetían los viajes a cualquier ciudad haciendo que Jorge Ordoñez, el marido de Ana, sospechara de la relación. Incluso le llegó a preguntar si existía y Ana respondía con evasivas. El amor tan apasionado tuvo una consecuencia que fue el embarazo de Ana que cayó en una profundad depresión agravada por los celos. Al enterarse Joaquín, ideó un plan para fugarse y evitar la reacción incontrolada de Jorge Ordoñez. El parto de la niña se complicó y Ana estuvo a punto de morir. Todo lo vivido le hizo sentirse profundamente religiosa y pidió perdón a su marido, que accedió a sus súplicas.
Joaquin, Ana y la niña se fueron a vivir durante un tiempo a Italia  y regresaron después a España.
La situación marginal de la pareja hizo que Joaquin pidiera al marido de Ana el divorcio y el reconocimiento de la pequeña como su hija. Jorge Ordoñez no respondía lo que empeoró el frágil estado emocional de Ana. Joaquín, ante lo complicado de la situación, decidió visitar a su madre hecho que provocó un aluvión de pensamientos negativos; para Ana, él ya no la quería.  






En su afán de poseer a Joaquín, lo acompañaba al trabajo, no quería dejarlo solo ni un momento. En una de las vistas de obra supervisaba uno de los edificios más altos de esa promoción. En un instante en que Joaquín se alejó para comentar el ritmo de la construcción con un aparejador, pensó que la vida no tenía sentido y saltó al vacío. Joaquín impresionado y no pudiendo vivir sin Ana, también saltó al abismo, lo que puso de manifiesto que los celos de Ana eran infundados.

Javier Aragüés (junio de 2017)


viernes, 26 de mayo de 2017

MICRORRELATOS (mayo de 2017)


EN EL ASCENSOR



Coincidimos. Yo estaba dentro y no me esperaba. Palabras intrascendentes hasta que el ascensor se detuvo. Bajamos en la misma planta sin olvidarnos nada. Recogimos las pocas palabras a la espera de otra cita a ciegas. Al día siguiente volvió a pasar. Me esperó en el pasillo callada y reprochó mi quietud:

-Tampoco hablas -me dijo ella.

-Somos seres amorfos que se complementan en silencio -contesté con voz tenue.

-Si supieras lo que pienso quizás no me dejarías bajar en la planta fatídica, la del adiós.

-Se lo que piensas y para que sea posible es mejor no nombrarlo. Te miro, me respondes con tus ojos y eso basta - respondí convencido

Javier Aragüés (mayo 2017)





  
REENCUENTRO (me gusta el chico de la segunda fila)



Después de años, me invitó a subir a aquel cuarto destartalado del rastro madrileño. Yo la miraba, ella no advertía mis ojos. Sobre las sábanas, de la cama eternamente  deshecha, tuve la duda de si me adivinaba o sentía como yo. Un abrazo y sus pechos clarificaron el titubeo, despareciendo el temor. Los dos enroscados por el fuego no nos atrevimos a hablar para evitar que lo alcanzado se apagase.

Javier Aragüés (mayo 2017)



LA MUERTE DEL ABUELO




Jean Bapiste Greuze

Todos esperábamos su marcha menos él. Se fue sin despedirse hasta el día de pasar cuentas. Sentados a su alrededor nos mirábamos pidiendo explicaciones del porqué de su partida. Nadie se atrevía a dirigirle la palabra hasta que David, el más pequeño, preguntó: “¿Qué haces tumbado? Nosotros nos vamos, ¿Y tú? “


Javier Aragüés (mayo 2017)


  
DEJAR DE FUMAR



Ivan Malutin


Manejaba con soltura la forma de torturarse sin llegar a la extinción. Un día haciendo caso de recomendaciones ajenas, tomó la decisión de cambiar de tortura y se prestó a ser el que administraba la intensidad del dolor. Lo disfrazaba de promesas que incumplía. Mañana fumaré solo diez cigarros y así hasta dejarlo. Murió por falta de voluntad.

Javier Aragüés (mayo 2017)






EL DÍA DEL  INCENDIO

Guillermo Ceballos

Nadie esperaba que Natalia fuera capaz. Se levantó, amontonó una pila de libros y comenzó a leer. No paraba, también por la noche: solo se iluminaba con una vela robusta por lo que confiaba en su duración. Después de semanas con los ojos exhaustos seguía leyendo mientras la vela se consumía. Aquella noche el cansancio y el sueño la vencieron. Al caer sobre el tomo se cerró el libro y prendió la llama interna que hoy sigue sin extinguir.

Javier Aragüés (Mayo 2017)


miércoles, 17 de mayo de 2017

CON OTROS OJOS

Puntual como cada mañana, estaba en el banco de siempre sentada buscando un sol tibio que apenas se atrevía a aparecer. Junto a ella un perrita mestiza hija de la ca, lo que se entiende por un chucho. De pelo algo ensortijado y sin brillo y el cuerpo más famélico que lustroso, en oposición a la dueña, deforme, obesa, que no soportaba las carnes y que no tenía parecido, ni en pelo, ni en peso, con la perra. Soldada a unas gafas de sol de pasta fuera de época, con un cristal roto. Las dos exhibían cuerpos abandonados por los que el lujo había estado ausente de sus vidas. La mujer tenía siempre la misma postura, el cuerpo hacia atrás y los pies apenas llegaban al suelo; el bolso raído pegado a sus manos, mal cerrado por el que asomaba un pañuelo en pésimas condiciones de uso y la perrilla a su lado como una parte más de ella. Era una escena que inspiraba cuando menos compasión, hizo un movimiento discreto pero que terminó por abrir el bolso y se precipitaron todas las pertenencias, todas sin ningún valor. Me acerqué para ayudarle a recogerlas pero permaneció inmóvil y solo la perrilla se percató haciendo un gesto huidizo.








-¿Quién está ahí preguntó?

-No se preocupe, soy un señor con todo el tiempo, me llamo Eduardo -la intenté tranquilizar.

Al iniciar la conversación se mostró reservada y apretada a la perrilla como si fuera el bolso para protegerse. Le dije.

-¿Cómo se llama?

-Siempre me han llamado María -balbuceó

-¿Desde cuándo no ve bien?


-Desde siempre, no sé lo que es la luz desde que nací. Ni siquiera sería capaz de reconocer a Linda, mi perrilla. Ella ve por mí, distingue los peligros, no es un lazarillo pero es mi guía. Usted no representaba ningún riesgo por eso no se ha inmutado y le ha permitido acercarse sin rechistar -contestó.

Al despedirme le indiqué que se había abierto el bolso y que si me lo permitía recogía lo que era suyo. Sin dudarlo confió, debió hacerlo por el tono de mi voz.
Pasaron algunos días, volví a la plaza y allí estaba en el banco bajo un sol que no se había atrevido a despuntar. ¡Oh dios mío! Estaba sola, con mucho peor aspecto si ello era posible, su rostro totalmente empapado de lágrimas y en un continuo gemir. Al acercarme se apoyó en mi hombro y dijo.

- ¡Me ha dejado, me ha abandonado! Llevo varios días sola.

Tanto me impresionó la situación que quedé agarrotado, no me salían palabras de consuelo.

Así varios días, siempre en el mismo banco y con la misma pena. 

Aquella mañana el sol se hacía hueco entre un cielo desolado. Un hombrecillo se acercaba. Cuando estuvo a nuestra altura unas pequeñas orejas salían de la bolsa bajo sus brazos. Ella intuyó que era Linda y comenzó a gritarme.

-¡Dígame que es ella! ¡Dígamelo!

Se fundieron en un abrazo. María acariciaba a Linda y besaba las manos del indigente. 

jueves, 11 de mayo de 2017

LA CASONA

Con la brusca frenada el coche derrapó en el parterre junto al porche. En la casa la luz en la segunda planta hacía sospechar la presencia de extraños. Fran salió del vehículo de forma atropellada dejando la puerta abierta y Raquel dudaba entre seguirlo o permanecer junto a su hijo David. Fran empujó la puerta sin contemplaciones, el fuerte estruendo  coincidió con la ausencia de iluminación en el interior. Cogió la linterna escondida bajo la escalera y subió los peldaños de tres en tres. Raquel gritaba: "¡Corre, corre!". Ella sabía quiénes eran los intrusos. En el despacho de Fran estaban los documentos que buscaban y en los que se certificaba la adopción de David, el heredero de la propiedad, la casa y la extensión de más de dos hectáreas que la rodeaba.
La Casona, como la llaman los lugareños de la pequeña población próxima a la costa, era un viejo caserón, aislado pero dentro de la aldea, sobre la que la influencia era, a la vez, nula y recíproca. Adornada con árboles milenarios, sofisticados. Las secuoyas, de magnitudes disparatadas, tocaban el cielo y se apoyaban con su cuerpo robusto y amplia cintura en un terreno que no parecía preparado para ello. Robles, hayas y castaños, habituales en esas tierras, junto a enebros, encinas, fresnos y endrinas. Los pinos, también estaban presentes y los que daban un punto sofisticado; magnolios, cedros, tuyas y otras especies protegidas. 







No había tipos de árboles suficientes para representar las historias vividas en aquella mansión. Los arbustos, abundantes planifolios que rodeaban la finca, eran un gran muro natural que aseguraba la privacidad para que no escaparan las vivencias de los propietarios.  Todo surgía de manera ordenada dentro de la dispersión recubierta por una gran moqueta central de verdes caprichosos que rodeaba milimétricamente a todo lo que tenía la desfachatez de atravesarlo. Sin olvidar que el abrigo de la casa cambiaba de color, la cubría sin permiso en cada estación. La responsable era la hiedra. La abrazaba hasta cambiar el color de su cara, desnuda en  invierno, verde en primavera, rojiza o cobriza en otoño, para lucir policromada en verano. La mesa de madera a los pies de la casa jugaba un papel importante, tabernáculo de sobremesas de cada día. Había una leyenda que envolvía a la mansión y afirmaba  que un indiano la mandó construir a finales del siglo XIX, gracias a la fortuna que había apilado  como  terrateniente en los campos  de caña y tabaco, aunque los rumores se la atribuían  a sus actividades como negrero.


David, según el testamento del padre de Raquel –bisnieto del negrero-, se iba a convertir en el heredero de toda la hacienda, siempre que fuera el hijo legítimo y consanguíneo del matrimonio. Cumplía uno de los dos requisitos. El embarazo y nacimiento de David se había llevado acabo con la total discreción y complicidad en la pareja. En este caso, David no sería el heredero y  la herencia designaba a Pablo, el primogénito, hermano de Raquel.  




CONTINUACIÓN DE LA NOVELA LA CASONA  A GRANDES RASGOS

El matrimonio tenía mucho interés en que David obtuviera la herencia. Eran mezquinos rozando la cicatería y pretendían cambiar sus vidas al conseguir la propiedad. Pablo era meticuloso y desprendido. En oposición al carácter de su hermana Raquel, que no respetaba los valores ni los deseos de su padre. Aunque Raquel era la verdadera madre de David, para soslayar la esterilidad de Fran habían recurrido al banco de esperma de ahí la naturaleza de la paternidad que debía ser ocultada. Pero aquellos hombres, comisionados por Pablo, querían encontrar la verdad entre aquellos documentos y poner en evidencia la ilegitimidad del heredero. Los dos hombres se precipitaron escaleras abajo con un fajo de documentos. Se tropezaron con Fran que propinó un fuerte golpe con la linterna al que llevaba los papeles. Cayó inerte mientras al otro lo retuvo Raquel empuñando un revolver. Raquel y Fran habían conseguido evitar que David no fuera desheredado y no perder ellos también. Ante la situación: un cuerpo evidencia de un homicidio y un testigo no deseado ¿Cómo deshacerse del cuerpo? ¿O cómo comprar la voluntad del superviviente? Resolvieron ambas cosas. Utilizaron al superviviente  para hacer desaparecer a la víctima simulando un accidente e involucrándole en los hechos. Al ver de lo que eran capaces compraron su silencio con amenazas a la integridad de su familia, Esta opción encajaba con sus intereses y daba forma a resolver y así falsear los documentos convenciendo del engaño a Pablo.
La vida de la familia se complicó al averiguar Raquel en el banco de esperma, tras haber sobornado y amenazado al técnico responsable del error, que David, genéticamente, era hijo de Pablo. Raquel tuvo que ser ingresada en un psiquiátrico, Fran abandonó el hogar y Pablo se encargó de la custodia de su “so-bri-no” David.

Javier Aragüés (mayo de 2017)



miércoles, 3 de mayo de 2017

LA CARTA


Desde el verano no olvidaba la discusión con Silvia, con su atisbo de displicencia, frío y los ojos inyectados de odio. Las manos iban y venían, al ritmo de los reproches y al son de los insultos; siempre  en presencia de observadores muy interesados en conocer los detalles del desamor y del bochornoso espectáculo. Después de años de apretada relación, no olvidaba aquella tarde en el café donde nos citábamos, en el que nos habíamos manoseado hasta el escándalo, besado sin cesar hasta llagar sus labios y adornado los oídos con palabras que solo dos enamorados se pueden permitir en soledad. 





Egon Schiele

Lo más destacado de ella era su cuerpo esbelto, marcado en las formas representativas de una mujer. No podían ignorarse sus pechos receptivos y el vientre excitante . Yo no olvidaba en su desnudez, lo cálido del pubis al juguetear con su definido vello, al ritmo de mis susurros dispuesto a ofrecerse impregnado en amor. Bastaba el juego de miradas o de palabras excitantes puestas en sus labios, en los dos, para reforzar los deseos y dar un paso más en el consentimiento hasta alcanzar el ansiado desenlace.Esa tarde todo estaba a punto de acabar siempre que yo estuviera dispuesto abandonar esa comodidad de tener amor y sexo sin esfuerzo. Sí, aquella tarde iba a prescindir de la comodidad de tener a alguien con quien no hacía falta esforzarse para quedar, consentir conversaciones intrascendentes y hacer el amor sin empeño. Quería sustituir todo, por un verdadero amor al que sería costoso convencer y enamorar. Ese amor era Carla, al estar junto a ella, estaría presente el miedo a pronunciar un desatino, a realizar un gesto que hiciera desandar lo tan costosamente elaborado, pero todo a cambio de sentirme vivo, convencido de que lo alcanzado era tangible, horizontal sin ninguna concesión. Silvia no sabía vivir de otra manera. Ella me conocía tan bien como yo. Era una persona de reiteraciones en los hábitos y los repetía de manera enfermiza. No sé adónde me agarré para anunciar el irremediable desencuentro y la despedida final. Ella, aparentemente, no se descompuso y me confesó, sinceridad por sinceridad, que tenía que anunciarme que mi pretensión sería inalcanzable, pues había escrito una carta pormenorizando nuestra relación y lo acomodaticio en que había conseguido transformarla. Conociéndome, antes de llegar yo, la había entregado al camarero para que se la diera a Carla, con la seguridad, de que   me había citado allí, por lo predecible de mis costumbres.
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Javier Aragüés (mayo de 2016)