miércoles, 19 de junio de 2019

UN OLOR INCONFUNDIBLE




Puntual como cada mañana, la señora Elvira estaba sentada en el banco de la plazuela buscando un sol tibio que apenas se atrevía a aparecer. Vivía sola y nunca había salido de su barrio. Junto a ella, una perrilla mestiza con los ojos vivos y tristes que la servía de lazarillo. Las dos eran inseparables. La mujer, que a su edad apenas veia, esa mañana se mostraba especialmente inquieta, apretaba con las dos manos su bolso raído. Su rostro cambió cuando la perrita empezó a ladrar. Por el otro extremo de la plazuela, un hombre de unos setenta años, con buena presencia se dirigía hacia ella.

—Hombre don Enrique hoy parece que se retrasa, ya le echaba en falta. Estoy tan acostumbrada a nuestra charla — el olor de su colonia era inconfundible.

—Buenos días señora Elvira. Me he retrasado por qué me pareció no haber cerrado la llave del gas y, ya sabe, tuve que volver para asegurarme.
Tengo buenas noticias. He recibido una carta de Pilar mi hija, la que trabaja en Dinamarca. Este año quiere que vaya para pasar unos días con ellos, hace tanto tiempo que no la veo.

Al escucharle, la señora Elvira, con la mirada perdida, buscaba a la perrita con una de sus manos. Parecía que con sus caricias quisiera consolar al animal.
El hombre sabía que la señora Elvira apenas veía pero existía una complicidad recíproca como si ambos quisieran  ignorarlo.




-¿Hay alguien con usted?

-No se preocupe señora Elvira, no hay nadie más que su perrita y yo. Al escuchar su voz pareció calmarse.

Después de un rato de charla, el hombre se despidió. Mientras caminaba no podía dejar de pensar en la señora Elvira y su perrita.

A la mañana siguiente don Enrique acudió al banco como era habitual. Allí estaba la perrita sola, de la señora Elvira ni rastro. Al verle, la perrita comenzó a ladrar y hacía gestos para que le siguiera, pero él dudaba y aun sintiéndose algo ridículo decidió acompañar al animal que le condujo hasta uno de los edificios antiguos y destartalados que había cerca de la plaza. La perrita se paró en el portal. Una vecina entraba en ese momento. Enrique le preguntó por la señora Elvira.  —Sí, en el 2º derecha. La puerta estaba semiabierta y la señora Elvira caída en el suelo. La perrita lamia sus manos, entonces la mujer comenzó a moverse. Confusa, sintió el oler de la colonia, mientras se recuperaba. Don Enrique la ayudó a levantarse.

— ¿Qué hace usted aquí?—preguntó muy extrañada.

—Al no verla en el banco he pensado que algo había ocurrido y su perrita me ha traído hasta aquí.

—No sé qué me ha pasado, me he mareado y no recuerdo más. Pero ahora me siento mejor. Por cierto, ayer se me olvidó preguntarle cuándo se va a ver a su hija.

—De eso quería hablarle. No crea, le estoy dando vueltas y ya no estoy para viajes. Prefiero quedarme y seguir con mis rutinas. Ir a la plazuela cada día y charlar tranquilamente  con usted todas las mañanas y…

La señora Elvira con gestos torpes buscaba a don Enrique mientras la perrita lamía las manos de aquel hombre al olor de la colonia.



Javier Aragüés (Junio de 2019) Concurso Acem










lunes, 17 de junio de 2019

ESTRENANDO UNA EDAD (concurso ACEM)




Isa, así la llamamos los más próximos, es una mujer vasca, de Bilbao, que ejerce como tal. Tiene el pelo corto y rabioso, cuidadosamente cano y un perfil de mujer rebelde, que no ofende y te mantiene alerta. Es capaz de seguir callada hasta decir lo apropiado, guste o no. En cualquier caso, Isabel, ha diseccionado y aislado los conceptos jubilación y envejecimiento para dominarlos. Se siente tan plena, que la jubilación ha dejado de ser una meta para ser una nueva etapa. Disfruta del nuevo tiempo, sin temor al ocio o la soledad,  porque ha descubierto que el secreto está en vivirlos. La vida la ha tratado de tú a tú. Al mirarla, su aspecto es la expresión de la entereza.
Sus tres hijos no la hacen olvidar a su marido, ni los años irrepetibles junto a él y en los silencios, él está en su mirada. Los esfuerzos realizados para sacar adelante a sus hijos, los sacrificios, los días y noches de inquietud y los acontecimientos imprevisibles se resumen en la compensación de poder mirar el mar desde los sentimientos.



En Getxo, Isabel pasea por el Puerto Viejo de Algorta, mira el mar al atardecer y en cada ola remansada escucha las palabras de Jóse, que desde que murió no ha pasado un día sin que deje de interesarse por ella y sus hijos. Isabel, desde entonces, le cuenta cómo ha ido venciendo los inconvenientes hasta llegar a dominar la soledad y envejecer celebrando el sol de cada día. De vez en cuando sonríe, piensa en su marido y en lo que vivieron juntos, pero lamenta no poderle explicar por qué ha conseguido sobrevivir a las nostalgias. Mira la última ola, piensa en él y se repite: "Jóse, la juventud la llevamos dentro”.   

Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.


Javier Aragüés (junio de 2019)

viernes, 14 de junio de 2019

CUELLO IMPACIENTE

Nadie se daba cuenta. Podía seguir apoyando mi mirada en su sutil cuello con la tranquilidad de que no sospechara. En ese momento, en ausencia de testigos necesarios, me animé a recorrer su nuca sembrada de finos y suaves cabellos que arrancaban con estudiado desorden suspendidos por la sencillez; permitían ver la piel encendida que parecía impaciente a la espera de un soplo de proximidad. Abstraído y descompuesto, tuve que esforzarme para no perder el equilibrio y caer sobre su espalda. Un instante de realidad fue suficiente para recomponerme. Seguía tan próximo que sentía la calidez de su cuerpo y el miedo a no poder ocultar la vehemencia de mi deseo. Al llegar a la taquilla me apresuré para que nada ni nadie se interpusiera en mi empeño de estar junto a ella. En unos segundos apagaron las luces. Se llenó la pantalla. Dos amantes enredados sobre una cama eternamente deshecha no cesaban de acariciarse y pasear los labios, una y otra vez, por los secretos de sus cuerpos. La escena se prolongó hasta el final. Al encender las luces, pude mirar su rostro agitado. Sin pestañear, salió de la sala me cogió la mano y caminamos en silencio por el bulevar hasta llegar a su casa. 






Abrió la puerta del dormitorio y ante mí, se colocó de espaldas sobre la cama. Ella, con un peine acariciaba su nuca y levantaba los cabellos desordenados a la espera de mi mirada. Desnudos los dos, yo tenía la vista sobre su cuello y no dejaba de descubrir su encendida piel. Un itinerario excitante que era imposible recorrer sin perder la razón. Ella se giró aproximándose hasta encontrar mis labios, yo la esperaba. Una mano atrevida acarició mi vientre y las mías respondieron paseando por la perpendicularidad de su sexo y gozando de su aprobación. Fundidos en el sudor del delirio yo buscaba su cuello, ella mi mirada y nadie se daba cuenta.     

   

Javier Aragüés (Junio de 2019)


miércoles, 5 de junio de 2019

ESTRENANDO UNA EDAD



Mientras estoy leyendo un mensaje de WhatsApp de Isabel pienso en ella. Es una buena amiga y en mi vida no hay tantas.


Isabel es una persona que pertenece al grupo de hombres y mujeres, que surgen en la mitad del siglo XX y que al verla no dudas que todo aquello que ha vivido lo ha hecho con pasión. Porque, como ella, todos los niños y niñas que hoy tienen —tenemos— entre cincuenta y setenta años pertenecen a una franja en la que algo les caracteriza. Se puede afirmar que algunas cosas las dan por sabidas, como por ejemplo cómo funciona un ordenador, o cómo utilizar un móvil y comunicarse con facilidad con los amigos por email o por WhatsApp, pero la mayoría de ellos saben o aprenden a disfrutar de lo cotidiano. Isabel también lo hace como si siempre hubiese formado parte de su vida; las vivencias difícilmente explicables las lleva en su interior y, dependiendo del interlocutor, las da a conocer con un gesto agrio o una sonrisa. 

Nadie podía imaginar que en medio de aquellos años grises de tristeza y sentimientos contenidos, se estuviera larvando un grupo de seres humanos capaces de romper con la palabra y la idea de envejecer en un país que iba a cambiar tanto. 

Isabel lo recuerda, porque es de las personas que ha sabido jubilarse y disfrutar del ocio y la soledad sin tropiezos, rodeada de los medios de la que ella es responsable y, sobre todo, de grandes amigos. 
Después de años dedicados a un trabajo para asegurarse un medio de vida, al llegar a la franja, que yo llamo la banda de la verdad, ha encontrado la actividad que verdaderamente le gusta. Lee, charla con amigos, acude a exposiciones, viaja, o se interesa por cualquier actividad creativa y es capaz de detenerse ante una copa de vino para deleitarse con el día que ha vivido. En cualquier caso, Isabel, como algunos de los privilegiados de esa generación, ha diseccionado y aislado los conceptos jubilación y envejecimiento para dominarlos. Se siente tan plena, que la jubilación ha dejado de ser una meta para ser una nueva etapa. Disfruta del nuevo tiempo, sin temor al ocio o la soledad,  porque ha descubierto que el secreto está en vivirlos,  Los esfuerzos realizados para sacar adelante a sus hijos, los sacrificios, los días y noches de inquietud y los acontecimientos imprevisibles se resumen en la compensación de poder mirar el mar desde los sentimientos.

Isa, así la llamamos los más próximos, es una mujer vasca, de Bilbao, que ejerce como tal. Tiene el pelo corto y rabioso, cuidadosamente cano y un perfil de mujer rebelde, que no ofende y te mantiene alerta. Es capaz de seguir callada hasta decir lo apropiado, guste o no. La vida la ha tratado de tú a tú. Al mirarla, su aspecto es la expresión de la entereza. Sus tres hijos no la hacen olvidar a su marido, ni los años irrepetibles junto a él y en los silencios, él está en su mirada.



En Getxo, Isabel pasea por el Puerto Viejo de Algorta, mira el mar al atardecer y en cada ola remansada escuchar las palabras de Jóse, que desde que murió no ha pasado un día sin que deje de interesarse por ella y sus hijos. Isabel, desde entonces, le cuenta cómo ha ido venciendo los inconvenientes hasta llegar a dominar la soledad y envejecer celebrando el sol de cada día. De vez en cuando sonríe, piensa en su marido y en lo que vivieron juntos, pero lamenta no poderle explicar por qué ha conseguido sobrevivir a las nostalgias. Mira la última ola, piensa en él y se repite: "Jóse, la juventud la llevamos dentro”.   

Isa sigue mirando el vaivén de las olas mientras el sol se prepara para el día siguiente.



Dedicado a mi amiga Isabel Bárcena. 

 Javier Aragüés (Junio de 2019)

sábado, 1 de junio de 2019

DOS MUJERES


Eran dos hermanas inseparables. Los trances de la vida las habían conducido a estar juntas desde el fatal accidente en el que perdieron a sus padres y fueron acogidas por una hermana de su madre. A partir de ese momento su infancia estuvo condicionada por la ausencia de un verdadero cariño. Laura era la más joven y la que más acusaba la falta de sus padres, se mostraba poco ocurrente y lloraba con frecuencia. Amelia era esbelta y dicharachera; caminaba sin mirar al suelo y ceñía sus vestidos hasta la insinuación. En apariencia, no acusaba la forma de vida tan severa a la que estaba expuesta. Con catorce y dieciséis años se enfrentaban a una tía que nunca había sustituido a su madre, y a su marido, que era un hombre acostumbrado a ser el único varón de la casa. Laura no paraba de llorar en silencio y Amelia se rebelaba. 

Al crecer, la influencia de Amelia sobre su hermana se hizo notoria y protectora. Siempre ayudaba a Laura y ante la menor dificultad la amparaba. Esta sobreprotección llevaba a la mayor a anticiparse ante cualquier situación incómoda para su hermana. Con el tiempo, Amelia se iba conformando como una mujer auténtica, mientras Laura mermaba su relevancia y afeaba sus rasgos; a los treinta años era difícil determinar su sexo y anulaba su capacidad. Los tíos hacían lo posible para que abandonaran la casa y les presentaban a posibles pretendientes. Casi todos eran rechazados, hasta que Amelia conoció a Ramiro. Era un hombre  adinerado, de apariencia afable y de buenas maneras, parecía hecho a su medida; eso pensaba Amelia y accedió a casarse con la condición de que Laura viviera con ellos. Pasados unos meses, Ramiro se convertiría en su marido.

A pesar de las primeras impresiones, la convivencia no fue fácil. Laura incomodaba a Ramiro, que le hablaba de malos modos; hasta que un día, en ausencia de Amelia, intentó abusar de ella. La situación se hizo insostenible, la discusiones eran la forma habitual de relacionarse entre el matrimonio y aparecieron las agresiones. Amelia terminó echándolo de casa alegando malos tratos hacia su persona y a la de su hermana. La posición acomodada de Ramiro y la decisión del juez permitieron vivir a ambas con independencia y desahogo.








Pasaron unos cuantos años de tranquilidad  que rozaban la monotonía. Por iniciativa de Amelia comenzaron a frecuentar el Club Alma, de perfil intelectual. Era un lugar frecuentado en su mayoría por mujeres y muy pocos hombres, que las socias llamaban "hombres buenos". Venía a ser un club de caballeros adaptado al siglo XXI. Era un punto de encuentro para que personas cosmopolitas disfrutaran de la cultura y el arte. Las dos hermanas se sentían cómodas y acogidas en ese lugar; en particular Laura, que comenzó a arreglarse. Creció su afición por la lectura y participaba en alguna de las tertulias que surgían espontáneamente en el club. Las hermanas asistían cada día al club. Era Laura, la que animaba a Amelia si esta, por cualquier motivo, intentaba justificar la ausencia.

Laura crecía como persona cultivada y de marcada feminidad. En medio de esta positiva metamorfosis, Amelia contrajo una  grave enfermedad que la envejecía de forma prematura y la hacía más dependiente de su hermana. Hasta que un día, Amalia dejó de ir al club. Se sentía muy cansada y no era capaz de seguir a Laura, que desde ese instante no se separó de ella. Amelia empeoraba y al cabo de un mes murió. 
Laura apenas salió de casa hasta que pasó el duelo. Tenía miedo a estar sola, sin Amelia. Pero aún era joven y tenía que vivir como le hubiera aconsejado su hermana. Retomó su vida en el Club Alma. Comenzó a interesarse por todo lo relacionado con el diseño y en particular por la Escuela de Bauhaus. Con el tiempo, Laura se convirtió en una especialista. Impartía cursos y charlas. 

Al finalizar una de sus charlas, una mujer de su edad, muy atractiva, la abordó.

— Mi nombre es Celia. Estoy muy interesada en Walter Gropius, fundador de la escuela y su idea entre el uso y la estética. Me gustaría conocer tu opinión.

Las características de esa mujer, la afinidad intelectual y su presencia le recordaron a su hermana Amelia. A partir de ese día, todas las tardes coincidían en el Club y charlaban con otras socias. Pasaron unos meses y su excelente relación progresaba. Una de las tardes, Laura, en un gesto que en otro tiempo le habría sido impropio, la invitó a su casa.  Salieron cogidas del brazo de la sede del club. 



Al llegar a su casa, Laura le mostró toda la bibliografía que había recopilado sobre la arquitectura moderna. Hablaron horas entre café y café. Ya de madrugada, en un instante se detuvieron las palabras, se miraron y Laura la invitó a levantarse, cogidas de la mano caminaron hasta llegar al dormitorio; junto a la puerta, acarició sus labios, se cogieron de la cintura y al llegar al lecho, se desnudaron de forma natural y con mutuo respeto, hasta introducirse en la cama de forma sosegada.

Una luz tenue en la alcoba iluminaba un retrato de Amelia que con una mueca cómplice les dirigía una sonrisa tranquilizadora.





Javier Aragüés (Junio 2019)