Jamás hubiera pensado que dos personas, que apenas conocía, podrían dar un vuelco a mi vida.
Olga y Daniel eran una pareja con los que podía contar para descargar mis intimidades y romper la soledad, a pesar de conocerlos desde hacía pocas semanas en una exposición de fotografía. Esta afición, yo la compartía con Olga. Ella era fotógrafa en un medio digital de gran difusión y yo, un mero aficionado. Como mujer era impulsiva, ambiciosa y amaba su trabajo. Recuerdo como definía su pasión por la fotografía:"Para mí la cámara es una prolongación de mis ojos, guiados por la intencionalidad de mis pensamientos". Daniel, su marido, era un buen hombre, también un hombre bueno y un informático mediocre. Ambos trabajaban en el mismo medio. Daniel estaba totalmente influido por una mujer como Olga.
Una tarde tomando un café, les hablé de mi estado de ánimo. Hacía poco que había salido una depresión profunda debida, en gran parte, a una grave enfermedad que había conseguido vencer. Olga me recomendó que pasara una temporada lejos de la ciudad: "Necesitas el contacto con la naturaleza, alejarte de lo tóxico que te rodeaba y aliviar tu mente, todavía sometida a una severa fatiga". Yo era un urbanita convencido y jamás se me hubiera ocurrido. Me escuchaban con interés y dia a dia ganaban mi confianza.
Consulté en internet. Descubrí un albergue sencillo, aunque en la página web decía: "Hotelito en el Valle de Hecho, en pleno Pirineo de Huesca". Un lugar adecuado para descansar y poner orden en mi vida. Me dije: "es lo que necesitas". Sin pensarlo más, cogí cuatro cosas y con mi coche puse camino a Pirineos. Ni siquiera llamé al hotel. Como en el mes de abril era temporada baja en la montaña, supuse que no habría problemas para alojarme sin reserva. Me lancé a lo que para mí era una aventura, aunque esa forma de improvisar no iba conmigo.
Al aproximarme a la montaña. Los árboles tupían el paso, los verdes muy intensos dominaban la ladera, por la que serpenteaban torrenteras blancas y transparentes que esperaban los ríos. Al adentrarme, el valle se iba cerrando y la luz se apaciguaba. El acceso se hacía más angosto, acompañado de un sonoro silencio.
Ya en la comarca de la Jacetania, dejé el último
pueblecito del valle, Siresa. A unos quinientos metros, a la salida de una curva cerrada, un cartel rústico lo anunciaba. Se alzaba el albergue en silencio, solo roto por algún trino.
Junto a las escalerillas del hotel, allí estaba plantado un hombre corpulento, aspecto tosco y con semblante de pocas palabras; junto a él, un chucho inmóvil, con gesto desconfiado. Tanto él como el perro parecían no haber salido nunca del valle y su actitud, al ayudarme con el escaso equipaje, indicaba que no me esperaban.
Yo había cogido lo imprescindible para estar alejado de la ciudad, durante un tiempo. No olvidé mis inseparables libros, ni mi cámara fotográfica.
El hombre, que no me esperaba, sin levantar la vista, con un gesto, me invitó a seguirlo por unas empinadas escaleras. Los peldaños de madera se quejaban cada vez que cualquiera de los dos poníamos los pies. Llegamos al segundo piso. Con una de sus manazas, me señaló la habitación al fondo del desnudo pasillo. Caminé tras él. Se detuvo ante la puerta, dejó mi maleta en el suelo y de un bolsillo de su raído pantalón de pana, sacó un llavín oxidado que no acertaba a encajar. Se disculpó arqueando sus pobladas cejas. Tras varios intentos logró girarlo acompañado de tres chasquidos secos y la puerta cedió. Esperé que pasara primero y encendiera la luz. Una única bombilla suspendida del techo y enroscada a una tulipa de vidrio ordinario con una espesa capa de polvo, proyectaba una luz fatigada, amarillenta y escasa. En ese momento le oí hablar por primera vez que desde que llegué. Con voz desagradable dijo: "Esta es la suya". Apenas se distinguía la cama. Cubierta por una manta marrón descolorida, con apariencia de sucia, que disuadía utilizarla; en una esquina, el baño escueto, con una ducha disimulada por una cortina a la que le faltaba más de una anilla y quedaba ligeramente descolgada. Me llamó la atención el ventanal cerrado. Hice una mueca de contrariedad, suficiente como para que se apresurara a abrirlo, aunque con dificultad. Parecía que había estado cerrado durante mucho tiempo. Al marcharse, aprovechó para soltarme una especie de gruñido y advertirme: "Me llamo Cosme", a la vez que con su manaza acompañaba la puerta, que cerró de golpe y resonó como un trueno en el pasillo. Al descender por las escaleras, comenzaron de nuevo los gemidos de los peldaños, dejaba caer todo su peso en cada paso. Los ruidos se fueron amortiguando hasta desaparecer.
Estaba deseando estar a solas. Dudaba si era un extraño abandonado en medio de aquel valle y llegué a cuestionar el viaje. Creo que dormí un buen rato.
Cuando desperté eran la siete de la tarde y me veía obligado a tomar una decisión. Bajé a la salita, que hacía las veces de recepción. Allí estaba Cosme, de pie esperándome y comenzó a hablar.
— Dentro de poco cenaremos, mi mujer lo ha dejado preparado. Ella no nos acompañará — comentó Cosme sin necesidad de preguntarle.
— ¿Cuántos huéspedes hay?
— Por ahora, usted solo. Mañana esperamos un grupo de daneses, creo que los llaman ornitólogos, vienen todos los años por estas fechas.
— ¿Ornitólogos? —pregunté extrañado con él animo de alargar la conversación.
— Bueno sí, en este lugar hace sus nidos un pájaro, "el quebrantahuesos". El grupo viene para lo que ellos llaman "avistarlo". Los del valle, a esto lo decimos "pajarear". Están unos días, unas veces lo ven y otras, la mayoría, fracasan y hasta el año próximo.
— ¿Entonces el albergue estará lleno?
— No lo crea, vienen seis o siete.
— ¿Cuantas habitaciones hay?
— Cinco en cada piso. La tercera planta está cerrada, es para nosotros. El hotel tiene diez habitaciones. Si no fuera por estos grupos, sobraría la mitad.
Me señaló el comedor. Una de las cinco mesas estaba preparada, el resto vacías y sin mantel. La que parecía iba a ser la mía, tampoco tenía. Un cubierto, el plato, una jarra de agua, un vaso y una servilleta de papel eran toda mi compañía. Había una chimenea que por el aspecto de las cenizas no se había encendido hacía tiempo. La cena fue frugal. Estaba preparada con demasiada antelación, fría, y yo desganado.
Era temprano para acostarse y decidí dar un paseo cerca de la casa, tomé el camino al pueblo de Siresa. Estaba anocheciendo y apenas se distinguían los arbustos. Me alejé unos cien metros, oí unos ruidos entre unas matas de ginesta. Con cierta prevención me acerqué. Tuve que dejar el camino.
Entonces vi al chucho de Cosme escarbando, con las patas delanteras, arañaba la tierra enloquecido, hasta conseguir acumular
pequeños montones de tierra y hacer un agujero. Me agaché para ver algo. ¡No podía dar crédito! Había una mano al descubierto, o eso me pareció. Me aproximé con sigilo para cerciorarme. ¡No había duda! Se distinguían cuatro dedos de una mano y el índice, ensartaba un anillo de matrimonio. Por la delgadez de los dedos, parecía una mano de mujer.
El perro había dejado de remover la tierra y sujetaba la mano con sus mandíbulas y tiraba de ella. No podía desenterrarla, la agarraba como como si la conociera.
Estaba aterrado y no reaccioné. Gritar no me pareció buena idea. Debía buscar ayuda fuera del albergue, Cosme no me inspiraba confianza. Pensé en llamar por teléfono, pero no tenía señal en mi móvil. Caminé hacia el pueblo. Anduve muy deprisa, creo que hasta llegué a correr. En mi mente solo un pensamiento: "¿A quién podía contar lo ocurrido?"
Al ver luz en una casa, llamé insistentemente a la puerta. Me contestó una mujer muy asustada. Era tarde, le pedí ayuda con voz desgarrada, y la mujer me abrió.
— ¿Qué le pasa?
No sabía qué palabra elegir y sin pensarlo grité.
— ¡La mano! ¡La mano!
— ¿Qué dice? Pero pase, pase.
Las palabras intentaban salir de mi boca, pero no era capaz de articular con coherencia. Mientras, la mujer me tranquilizaba.
— ¿De dónde viene?
Me agarré a la pregunta y pude contestar algo más sereno, aunque seguía jadeando.
— Del albergue. Estoy hospedado allí.
La mujer puso cara de extrañeza y contestó.
— Es imposible. El albergue está cerrado desde el año pasado. Abre a partir de junio, cuando el tiempo es bueno. Allí no vive nadie. Los dueños son un matrimonio del pueblo.
Las palabras de la mujer hacían que dudara. Para asegurarme, dije:
— ¿Podemos ir a verles?
— Vamos, vamos, yo le acompaño.
Caminábamos a buen paso mientras explicaba.
— Son una pareja un poco rara. Ella es la rica del pueblo y él es bastante torpe, le domina.
Nos dirigimos al centro del pueblo, junto a la iglesia. Una gran mansión destacaba del resto de las casas. La mujer llamó varias veces a la puerta, pero nadie contestaba. Estuvimos esperando unos minutos. Ya nos íbamos, cuando una voz ronca de hombre, contestó: "Ya voy, ya voy".
— ¡Cosme! ¡Cosme! —gritaba la lugareña.
La mujer me miró sorprendida. Se abrió el portón. Sin darle tiempo, le preguntó por su mujer.
Olga y Daniel eran una pareja con los que podía contar para descargar mis intimidades y romper la soledad, a pesar de conocerlos desde hacía pocas semanas en una exposición de fotografía. Esta afición, yo la compartía con Olga. Ella era fotógrafa en un medio digital de gran difusión y yo, un mero aficionado. Como mujer era impulsiva, ambiciosa y amaba su trabajo. Recuerdo como definía su pasión por la fotografía:"Para mí la cámara es una prolongación de mis ojos, guiados por la intencionalidad de mis pensamientos". Daniel, su marido, era un buen hombre, también un hombre bueno y un informático mediocre. Ambos trabajaban en el mismo medio. Daniel estaba totalmente influido por una mujer como Olga.
Consulté en internet. Descubrí un albergue sencillo, aunque en la página web decía: "Hotelito en el Valle de Hecho, en pleno Pirineo de Huesca". Un lugar adecuado para descansar y poner orden en mi vida. Me dije: "es lo que necesitas". Sin pensarlo más, cogí cuatro cosas y con mi coche puse camino a Pirineos. Ni siquiera llamé al hotel. Como en el mes de abril era temporada baja en la montaña, supuse que no habría problemas para alojarme sin reserva. Me lancé a lo que para mí era una aventura, aunque esa forma de improvisar no iba conmigo.
Castillo de Acher (Valle de Hecho)
Ya en la comarca de la Jacetania, dejé el último
pueblecito del valle, Siresa. A unos quinientos metros, a la salida de una curva cerrada, un cartel rústico lo anunciaba. Se alzaba el albergue en silencio, solo roto por algún trino.
Junto a las escalerillas del hotel, allí estaba plantado un hombre corpulento, aspecto tosco y con semblante de pocas palabras; junto a él, un chucho inmóvil, con gesto desconfiado. Tanto él como el perro parecían no haber salido nunca del valle y su actitud, al ayudarme con el escaso equipaje, indicaba que no me esperaban.
Yo había cogido lo imprescindible para estar alejado de la ciudad, durante un tiempo. No olvidé mis inseparables libros, ni mi cámara fotográfica.
El hombre, que no me esperaba, sin levantar la vista, con un gesto, me invitó a seguirlo por unas empinadas escaleras. Los peldaños de madera se quejaban cada vez que cualquiera de los dos poníamos los pies. Llegamos al segundo piso. Con una de sus manazas, me señaló la habitación al fondo del desnudo pasillo. Caminé tras él. Se detuvo ante la puerta, dejó mi maleta en el suelo y de un bolsillo de su raído pantalón de pana, sacó un llavín oxidado que no acertaba a encajar. Se disculpó arqueando sus pobladas cejas. Tras varios intentos logró girarlo acompañado de tres chasquidos secos y la puerta cedió. Esperé que pasara primero y encendiera la luz. Una única bombilla suspendida del techo y enroscada a una tulipa de vidrio ordinario con una espesa capa de polvo, proyectaba una luz fatigada, amarillenta y escasa. En ese momento le oí hablar por primera vez que desde que llegué. Con voz desagradable dijo: "Esta es la suya". Apenas se distinguía la cama. Cubierta por una manta marrón descolorida, con apariencia de sucia, que disuadía utilizarla; en una esquina, el baño escueto, con una ducha disimulada por una cortina a la que le faltaba más de una anilla y quedaba ligeramente descolgada. Me llamó la atención el ventanal cerrado. Hice una mueca de contrariedad, suficiente como para que se apresurara a abrirlo, aunque con dificultad. Parecía que había estado cerrado durante mucho tiempo. Al marcharse, aprovechó para soltarme una especie de gruñido y advertirme: "Me llamo Cosme", a la vez que con su manaza acompañaba la puerta, que cerró de golpe y resonó como un trueno en el pasillo. Al descender por las escaleras, comenzaron de nuevo los gemidos de los peldaños, dejaba caer todo su peso en cada paso. Los ruidos se fueron amortiguando hasta desaparecer.
Estaba deseando estar a solas. Dudaba si era un extraño abandonado en medio de aquel valle y llegué a cuestionar el viaje. Creo que dormí un buen rato.
Cuando desperté eran la siete de la tarde y me veía obligado a tomar una decisión. Bajé a la salita, que hacía las veces de recepción. Allí estaba Cosme, de pie esperándome y comenzó a hablar.
— Dentro de poco cenaremos, mi mujer lo ha dejado preparado. Ella no nos acompañará — comentó Cosme sin necesidad de preguntarle.
— ¿Cuántos huéspedes hay?
— Por ahora, usted solo. Mañana esperamos un grupo de daneses, creo que los llaman ornitólogos, vienen todos los años por estas fechas.
— ¿Ornitólogos? —pregunté extrañado con él animo de alargar la conversación.
— Bueno sí, en este lugar hace sus nidos un pájaro, "el quebrantahuesos". El grupo viene para lo que ellos llaman "avistarlo". Los del valle, a esto lo decimos "pajarear". Están unos días, unas veces lo ven y otras, la mayoría, fracasan y hasta el año próximo.
— ¿Entonces el albergue estará lleno?
— No lo crea, vienen seis o siete.
— ¿Cuantas habitaciones hay?
— Cinco en cada piso. La tercera planta está cerrada, es para nosotros. El hotel tiene diez habitaciones. Si no fuera por estos grupos, sobraría la mitad.
Me señaló el comedor. Una de las cinco mesas estaba preparada, el resto vacías y sin mantel. La que parecía iba a ser la mía, tampoco tenía. Un cubierto, el plato, una jarra de agua, un vaso y una servilleta de papel eran toda mi compañía. Había una chimenea que por el aspecto de las cenizas no se había encendido hacía tiempo. La cena fue frugal. Estaba preparada con demasiada antelación, fría, y yo desganado.
Era temprano para acostarse y decidí dar un paseo cerca de la casa, tomé el camino al pueblo de Siresa. Estaba anocheciendo y apenas se distinguían los arbustos. Me alejé unos cien metros, oí unos ruidos entre unas matas de ginesta. Con cierta prevención me acerqué. Tuve que dejar el camino.
Entonces vi al chucho de Cosme escarbando, con las patas delanteras, arañaba la tierra enloquecido, hasta conseguir acumular
pequeños montones de tierra y hacer un agujero. Me agaché para ver algo. ¡No podía dar crédito! Había una mano al descubierto, o eso me pareció. Me aproximé con sigilo para cerciorarme. ¡No había duda! Se distinguían cuatro dedos de una mano y el índice, ensartaba un anillo de matrimonio. Por la delgadez de los dedos, parecía una mano de mujer.
El perro había dejado de remover la tierra y sujetaba la mano con sus mandíbulas y tiraba de ella. No podía desenterrarla, la agarraba como como si la conociera.
Estaba aterrado y no reaccioné. Gritar no me pareció buena idea. Debía buscar ayuda fuera del albergue, Cosme no me inspiraba confianza. Pensé en llamar por teléfono, pero no tenía señal en mi móvil. Caminé hacia el pueblo. Anduve muy deprisa, creo que hasta llegué a correr. En mi mente solo un pensamiento: "¿A quién podía contar lo ocurrido?"
— ¿Qué le pasa?
No sabía qué palabra elegir y sin pensarlo grité.
— ¡La mano! ¡La mano!
— ¿Qué dice? Pero pase, pase.
Las palabras intentaban salir de mi boca, pero no era capaz de articular con coherencia. Mientras, la mujer me tranquilizaba.
— ¿De dónde viene?
Me agarré a la pregunta y pude contestar algo más sereno, aunque seguía jadeando.
— Del albergue. Estoy hospedado allí.
La mujer puso cara de extrañeza y contestó.
— Es imposible. El albergue está cerrado desde el año pasado. Abre a partir de junio, cuando el tiempo es bueno. Allí no vive nadie. Los dueños son un matrimonio del pueblo.
— ¿Podemos ir a verles?
— Vamos, vamos, yo le acompaño.
Caminábamos a buen paso mientras explicaba.
— Son una pareja un poco rara. Ella es la rica del pueblo y él es bastante torpe, le domina.
Nos dirigimos al centro del pueblo, junto a la iglesia. Una gran mansión destacaba del resto de las casas. La mujer llamó varias veces a la puerta, pero nadie contestaba. Estuvimos esperando unos minutos. Ya nos íbamos, cuando una voz ronca de hombre, contestó: "Ya voy, ya voy".
— ¡Cosme! ¡Cosme! —gritaba la lugareña.
La mujer me miró sorprendida. Se abrió el portón. Sin darle tiempo, le preguntó por su mujer.
— ¿Está Lucía?
— No, vendrá tarde. Ha ido a Hecho a arreglar papeles.
Cosme a penas me miraba. Su rostro mostraba extrañeza al verme, y más en su casa. No sabía qué hacer. Instintivamente, con su manaza quería cerrar la puerta. La mujer plantada en la entrada se lo impedía, y le dijo a Cosme.
— Voy a esperarla. Tengo que hablar con ella.
Cosme era incapaz de reaccionar en ese momento, agravado por sus propias limitaciones. Solo dijo: "pues bueno, como quieras".
Los tres, sentados en el zaguán, esperamos más de una hora. Cosme se iba alterando. Dijo inquieto: "Estoy preocupado. Lucía ya tendría que estar aquí". Sugerí, dirigiéndome a la mujer, que podríamos ir a buscarla. Cosme se aterrorizó; su rostro de aspecto saludable, se tornó céreo. Quería llevarle hasta el albergue, confiando que antes de llegar se derrumbase. En un momento de máxima confusión, en que apenas podía hablar, se esforzó para decirnos: "Yo me quedo aquí, a esperarla".
Convencí a la mujer y caminamos de prisa al hotel. La llevé al lugar entre los arbustos, y le mostré la mano, no había rastro del perro. La mujer, al verla se tapó la boca y repetía: "¡Dios mío! ¡Dios mío!".
La luz de una linterna se acercaba. Nos escondimos. La mujer temblaba de miedo, yo me contenía. Nos alejamos una cierta distancia para ocultarnos tras un montículo que nos
permitiera ver los arbustos y permanecer ocultos.
Cosme, acompañado de un hombre, llegó hasta el lugar donde estaba la mano semienterrada. El hombre decía: "Cosme, deprisa, pueden venir". Esa voz, me resultaba familiar. Claro, era la de...
Recibí un golpe en la cabeza y desperté conmocionado en una habitación del Hospital de Huesca. En la habitación estaba la médica, un inspector de policía y la mujer del pueblo de Siresa.
El inspector se interesó por mi estado me tranquilizó y comenzó a hablar.
— Gracias a usted, hemos descubierto un crimen, que dadas la circunstancias, hubiera sido difícil desentrañar .
— ¿Qué crimen? — pregunté, algo aturdido.
—Tranquilo, se lo explicaré. ¿Recuerda a Cosme? Tiene una prima. Ella y su marido planearon matar a Lucía, la mujer de Cosme, para que sus bienes pasaran a él, el único heredero. La convencieron para que la matara con su ayuda.
Cosme accedió. Estaba deslumbrado por la fortuna, por sentirse importante y reconocido, al menos por su prima. Aprovecharon que el hotel estaba vacío para cometer el crimen.
— Usted se interpuso en sus planes, al presentarse de manera inesperada en el hotel. Cuando llegó al albergue, Cosme merodeaba preparando el crimen, mientras esperaba a la prima y su marido. Tuvieron que cambiar el plan. No se le ocurrió a él. Puso en alerta a su prima, que por ambición estaba dispuesta a matar a Lucía y a usted. Si la tarde en que llegó, hubiese prolongado el descanso, el perro no solo habría buscado a su dueña, sino también a usted, y ahora estaría muerto.
Hizo un breve pausa y continuó.
—Cosme mató a Lucía, la estranguló en su casa, ayudado por la prima y su marido y en poco tiempo la trasladaron hasta el hotel para deshacerse del cadáver. Usted era la pieza que no encajaba, se presentó sin que le esperaran, poniendo el plan en peligro. Cambiaron sus propósitos. Fingieron la apertura del hotel y por ende la cena y la desaparición de Lucía, pero usted no se pudo librar del golpe, el que le dio la prima de Cosme con la linterna.
Roberto tiene que dar las gracias a esta mujer anónima del pueblo de Serisa, que le ha salvado la vida. Cuando estaban junto a la fosa donde habían enterrado a Lucía, al ver que se acercaban peligrosamente, huyó entre los arbustos, tomó un atajo, llegó hasta el pueblo y nos avisó.
De nuevo el inspector hizo una pausa.
Yo estaba muy atento escuchando. Me impresionaban los momentos que había vivido y lo que para mí, podía haber sido un desenlace fatal.
Pero daba vueltas a la explicación del inspector y no entendía que ganaba la prima, si era Cosme el que heredaba. Se lo iba a preguntar cuando se anticipó a mis dudas.
— Le falta saber algo más. La prima y el marido, una vez recibida la herencia, pensaban inhabilitar a Cosme, argumentando que un hombre con sus limitaciones podría ser blanco de desaprensivos y codiciosos. Alguien próximo a él, como era su prima, debía velar por sus intereses.
— Tengo que admitir que su explicación es convincente.
El inspector continuó.
— No he terminado, le falta otro dato, el más importante. No sé si decírselo, porque le impresionará.
— Inspector, después de todo esto, estoy preparado.
— Veamos. Usted conoce a la prima de Cosme.
— ¿Yo?
— Sí, usted. ¿Le dice alguna cosa el nombre de Olga?
Convencí a la mujer y caminamos de prisa al hotel. La llevé al lugar entre los arbustos, y le mostré la mano, no había rastro del perro. La mujer, al verla se tapó la boca y repetía: "¡Dios mío! ¡Dios mío!".
La luz de una linterna se acercaba. Nos escondimos. La mujer temblaba de miedo, yo me contenía. Nos alejamos una cierta distancia para ocultarnos tras un montículo que nos
permitiera ver los arbustos y permanecer ocultos.
Cosme, acompañado de un hombre, llegó hasta el lugar donde estaba la mano semienterrada. El hombre decía: "Cosme, deprisa, pueden venir". Esa voz, me resultaba familiar. Claro, era la de...
Recibí un golpe en la cabeza y desperté conmocionado en una habitación del Hospital de Huesca. En la habitación estaba la médica, un inspector de policía y la mujer del pueblo de Siresa.
El inspector se interesó por mi estado me tranquilizó y comenzó a hablar.
— Gracias a usted, hemos descubierto un crimen, que dadas la circunstancias, hubiera sido difícil desentrañar .
— ¿Qué crimen? — pregunté, algo aturdido.
—Tranquilo, se lo explicaré. ¿Recuerda a Cosme? Tiene una prima. Ella y su marido planearon matar a Lucía, la mujer de Cosme, para que sus bienes pasaran a él, el único heredero. La convencieron para que la matara con su ayuda.
Cosme accedió. Estaba deslumbrado por la fortuna, por sentirse importante y reconocido, al menos por su prima. Aprovecharon que el hotel estaba vacío para cometer el crimen.
— Usted se interpuso en sus planes, al presentarse de manera inesperada en el hotel. Cuando llegó al albergue, Cosme merodeaba preparando el crimen, mientras esperaba a la prima y su marido. Tuvieron que cambiar el plan. No se le ocurrió a él. Puso en alerta a su prima, que por ambición estaba dispuesta a matar a Lucía y a usted. Si la tarde en que llegó, hubiese prolongado el descanso, el perro no solo habría buscado a su dueña, sino también a usted, y ahora estaría muerto.
Hizo un breve pausa y continuó.
—Cosme mató a Lucía, la estranguló en su casa, ayudado por la prima y su marido y en poco tiempo la trasladaron hasta el hotel para deshacerse del cadáver. Usted era la pieza que no encajaba, se presentó sin que le esperaran, poniendo el plan en peligro. Cambiaron sus propósitos. Fingieron la apertura del hotel y por ende la cena y la desaparición de Lucía, pero usted no se pudo librar del golpe, el que le dio la prima de Cosme con la linterna.
Roberto tiene que dar las gracias a esta mujer anónima del pueblo de Serisa, que le ha salvado la vida. Cuando estaban junto a la fosa donde habían enterrado a Lucía, al ver que se acercaban peligrosamente, huyó entre los arbustos, tomó un atajo, llegó hasta el pueblo y nos avisó.
De nuevo el inspector hizo una pausa.
Yo estaba muy atento escuchando. Me impresionaban los momentos que había vivido y lo que para mí, podía haber sido un desenlace fatal.
Pero daba vueltas a la explicación del inspector y no entendía que ganaba la prima, si era Cosme el que heredaba. Se lo iba a preguntar cuando se anticipó a mis dudas.
— Le falta saber algo más. La prima y el marido, una vez recibida la herencia, pensaban inhabilitar a Cosme, argumentando que un hombre con sus limitaciones podría ser blanco de desaprensivos y codiciosos. Alguien próximo a él, como era su prima, debía velar por sus intereses.
— Tengo que admitir que su explicación es convincente.
El inspector continuó.
— No he terminado, le falta otro dato, el más importante. No sé si decírselo, porque le impresionará.
— Inspector, después de todo esto, estoy preparado.
— Veamos. Usted conoce a la prima de Cosme.
— ¿Yo?
— Sí, usted. ¿Le dice alguna cosa el nombre de Olga?
Javier Aragüés (junio 2018)