miércoles, 27 de febrero de 2019

LA VECINA DE LA OTRA ESCALERA

"Me da igual que no me haga caso. A mí me gusta Maricarmen", le repetía a Toñín, cada vez que pronunciaba el nombre de aquella vecina dela otra escalera. 
Toñin era un vecino, pero de mi escalera. No teníamos secretos, más allá de aquello que yo le había jurado que jamás le contaría a nadie y que él repetía, siempre que quería hacerse el interesante, para quedar por encima.
Recuerdo cuando un día en su casa, que se le calló un frutero de cristal. Bastaba mirar aquello para asegurar que se haría añicos antes de llegar al suelo. Pues me hacía jurar que jamás le diría su madre que sabíamos de qué frutero hablaba y es más, que yo nunca había visto el dichoso frutero. Y así una tras otra. Pero un día me dijo muy serio.

—Yo he hecho una cosa que no te la puedo contar; bueno te la cuento si me juras que no se la dirás a nadie, aunque te maten. No es una tontería. Me lo tienes que jurar por...  —decía Toñín en voz tan baja, que yo apenas le entendía.

A continuación se callaba, se ponía rojo, muy rojo y nunca decía por quién tenía que jurar.

 — ¿Por quién? —le preguntaba, una y otra vez, para enterarme de aquella “cosa”, cómo la llamaba él.

Hasta que Toñín parecía que se daba por vencido.

—Por ese, ya sabes, no lo digo porque es pecado. Bueno. ¿Me lo juras, sí o no? 

— ¡Te lo juuuro! —contestaba alargando la "u" todo lo que podía, para que pareciera que juraba de verdad.

Pero me lo pensaba antes de contestarle, por si era pecado jurar por aquello. Al final terminaba diciendo: "Sí, te lo juro". Eso sí, con más ganas la primera vez, porque no sabía lo que me ocultaba, pero Toñín continuaba sin decírmelo.

Un día Toñín me espetó. “Me lo juras por Dios o no te lo digo”. Ni le contesté.
Desde entonces no me lo pidió más.

Pasaron bastantes días, hasta que se decidió; después de haberme tenido en vilo tanto tiempo, me dijo lo que era la cosa tan importante. 

—Solo lo sabrás tú. Fue aquella vez, cuándo mis padres y los de Rosita, —era la hija de la portera—pasaron un día en el campo y...  

Se oyó la puerta. La madre de Toñin había vuelto de hacer un recado. "¡Niños, a merendar!", gritó la madre desde la cocina. 
Después del colegio no subía a mi casa, me quedaba con Toñin hasta la hora de cenar y venía mi madre a recogerme —por cierto bastante tarde. Algún día, si mi madre no venía a buscarme, me quedaba a dormir con él. Todo me parecía bien, pero no entendía por qué tardaba tanto mi madre.

Las tardes de juegos en casa de Toñin se repitieron hasta que cumplí nueve años, los dos teníamos la misma edad. En ese mismo año, una tarde que estábamos en su casa y su madre había salido a comprar, Toñín me cogió de la mano con mucha intriga y me llevó a su habitación, bueno, al único dormitorio de la casa, porque como en la mayoría de las casas de mi escalera eran pequeñas, solo tenían la cocina, un lavabo y un dormitorio por lo que  Toñín tenía que dormir con sus padres; cerró la puerta y me dijo.






—Te voy a contar lo que hicimos Rosita y yo aquel día. Nos escondimos detrás de un árbol, nos tumbamos y ella me agarró de aquí.

Me apretó fuerte el pene. Yo me asusté. Le quité la mano y corrí hasta la cocina. Sonó la puerta, era la madre de Toñin.


Desde aquel día, no quise volver a su casa. Por las tardes me quedaba haciendo los deberes y pensando en Maricarmen. Aunque apenas conocía a la vecina de la otra escalera, estaba seguro que no era como Rosita y que mí nunca me pasaría lo que le que le hizo a Toñín. Mis pensamientos y mi imaginación estaban dedicados a ella, a “mi novia”. Así llamaba a Maricarmen, cuando nadie me oía o estaba solo; las dos cosas sucedían siempre.

Yo era vecino de Maricarmen, pero de diferente escalera. En el edificio había dos: una para los pisos exteriores que daban la calle, arrancaba desde el portal y apenas se utilizaba porque había ascensor; y la interior, sin ascensor, que subía desde un patio de luces y en el quinto piso vivíamos mi madre y yo.

Veía a Maricarmen todas las mañanas en el portal, cundo esperaba el autobús del colegio que la venía a recoger. Me levantaba temprano para estar allí. Si se ponía a mi lado —raras veces lo hacía— me preguntaba y yo contestaba sin escucharla: "Estoy esperando a un compañero de mi clase". Esperábamos a que Maricarmen subiera al autobús y entonces nos íbamos caminando. Tenía suficiente con ese momento para soñar con ella e imaginar cómo estaríamos los dos cuando pasara el tiempo.

Pasaron los años, Maricarmen se casó con un médico. Me la encontré por casualidad, al lado de mi casa; al verme, creo recordar que su cara se iluminó. Cruzamos frases intrascendentes, me dio un par de besos y se marchó. 

La seguía viendo como la vecina de la otra escalera, la que esperaba el autobús de su colegio en el portal. Yo, ya no esperaba a nadie.    


Javier Aragüés (marzo de 2019)

martes, 19 de febrero de 2019

LA DUDA





  

En la ría de Pontevedra hay un viejo caserón de piedra junto a un hórreo y a un pequeño prado; está aislado y a unos kilómetros del Grove. Es un antiguo secadero de bacalao habilitado como residencia; se ven restos de palos y planchas para orear el pescado. Dos amigas charlan en su interior junto al fuego de una chimenea.

—Noelia, tú porque estás acostumbrada. Yo no podría estar aquí sola.

—¿Por qué? No lo entiendo. Es un lugar tranquilo. Yo vengo a menudo. Me relaja, puedo pensar y descanso.  

— ¡Después de lo que pasaste con Estevo! —suspiró la amiga.

—Reconozco que esta casa es mi refugio. Cuando sucedió aquello, no quería ver a nadie, solo estar sola mientras intentaba rehacerme. Si te pasara algo así, tú también lo harías.

—Quizás, porque no somos tan diferentes; ante  situaciones límites nuestras reacciones son parecidas.

—Para mí fue un golpe, un desenlace tan inesperado, difícil de asimilar. Muchas noches pensaba en Estevo y sigo pensando si se suicidó o fue un accidente. 

—Noelia, debes olvidar todo eso.

—Tengo su imagen en la mente. Después de que el mar lo devolviera a la playa con el cuerpo  destrozado y aquel rostro irreconocible. Lo que pasó, nunca quedó claro. 

— ¿Por qué dudas? Confirmaron que estaba en el mirador del acantilado; iba hasta allí casi todas las tardes. Perdió el conocimiento, cayó al vacío y su cuerpo se destrozó contra las rompientes. 

— Eso fue lo que dijeron. Yo nunca lo acepté. No me he acostumbrado a estar sin él. Tú le conocías muy bien. Pasabais mucho tiempo juntos; a mi molestaba que tuviera tanto interés por ti, hasta llegué a pensar que... 

La amiga no la deja continuar; empieza a hablar.

—Desde luego Noelia. Para mí era algo más que un gran amigo. Lo sentí como si fuera un hermano. No sigas pensando eso. Te estás 
destrozando.

— Cuando quieras a alguien como yo quería a Estevo, lo podrás entender.


Las dos salen de la casa; Noelia mira a la ría, suspira y dan un paseo por la orilla hasta el camino del acantilado. Inician la subida. 
El mar está bravo. 


—Pensar que cuando llegó aquí todavía estaba con vida.

—Noelia, te atormentas sin necesidad, ya pasó todo. 

Largo silencio, roto por los embates de las olas. 
Caminan hasta el mirador, Noelia siempre por delante de su amiga hasta que llegan a la balaustrada; las dos se aproximan para ver el mar. La joven se queda rígida y Noelia la ayuda a acercarse, ella no se opone; la coge de las manos, la abraza y la mira; Noelia sonríe y de un fuerte tirón la lanza al vacío. 

Noelia vuelve sola al caserón.








Amanece un nuevo día. A las once dela mañana llaman a la puerta. Noelia abre.

— Hugo ¡Qué alegría! —se dan un beso—.
Aunque disfruto de la tranquilidad y de la ría, te esperaba; a veces me siento demasiado sola.

—Sabes que siempre puedes contar conmigo. Si quisieras, podríamos vivir juntos.

Noelia no contesta, se gira y entra en la casa,  Hugo, indeciso, la sigue, le invita a sentarse en un sillón próximo al fuego, mientras ella prepara algo en la cocina.

Pasan las horas y siguen hablando hasta que comienza a anochecer. 

—¿Damos un paseo por la ría para despejarnos?


—Como quieras. Estoy aquí para complacerte. 

—Lo sé. Por eso te he llamado.

Es una noche cerrada. Llevan más de una hora caminando hasta que Noelia se detiene, y sujeta por el brazo a Hugo.


— ¿Ves aquella sombra? —la joven señala un bulto indefinido— ¿Qué podrá ser?

—No veo bien. Desde aquí, no sé qué decirte.

—Acércate —ella se adelanta.

Se descalzan y caminan con dificultad hacia el agua. La ropa se impregna de humedad y salitre, los pies se hunden en la arena. Siguen avanzando. Ven el perfil de una silueta. 

— Mira Hugo, parece el cuerpo de una persona —asegura con rotundidad.

—¿Cómo lo sabes?

Unos dedos asoman entre la arena. La chica da un paso adelante, se agacha desentierra la mano; la sujeta por la muñeca y comprueba que está inerte. Le toma el pulso mirando al joven.

— ¿Es una mujer?

—La mano es de mujer. Hugo no des ni un paso. Está muerta. 

Ella saca el móvil del bolsillo trasero de su vaquero. 

— ¿Policía? ¿Policía? Hemos encontrado el cuerpo de una mujer sin vida. Estamos en la playa en la ría, junto a la orilla.

Se oye el batir del mar

—Noelia, se me está haciendo eterno. ¿Cómo pueden tardar tanto?

—No pasa el tiempo porque estás asustado.

—¿Y tú no? 


Hugo mira el reloj con insistencia. Pasan más de veinte minutos desde la llamada de Noelia. 

Por uno de las orillas de la ría resuenan las sirenas. Asoman una ambulancia y dos todoterrenos que se acercan a gran velocidad. 
Luces intermitentes azules y amarillas se reflejan en el agua. Los vehículos se detienen junto al cuerpo. Descienden los ocupantes y se forman dos grupos: uno en torno al cadáver, y el otro más reducido, en el que están la pareja de jóvenes junto a dos policías de paisano y un médico. Al amanecer no hay rastro del incidente.

Los periódicos y los programas informativos difunden la noticia.


“APARECE EL CUERPO DE UNA MUJER A ORILLAS DE LA RÍA”


El cuerpo de la mujer está destrozado y el rostro irreconocible. Se desconocen la identidad de la mujer y las causas de la muerte aunque se barajan distintas hipótesis, entre ellas el suicidio. El juez de instrucción ha decretado el secreto del sumario.



Javier Aragüés Puebla (febrero de 2019)

miércoles, 13 de febrero de 2019

DAVID DREAMER


Todos los miércoles, a media tarde, David Dreamer acostumbraba a salir de casa; después de unos minutos caminando, se sentaba a soñar. Tenía el privilegio de poder elegir los sueños, y con la pérdida del sentido de la realidad sufría una especie de licantropía.

Cada miércoles se aseguraba de sus privilegios; comprobaba si poseía esas facultades y se planteaba retos. ¿Sería capaz, si los días eran grises y fríos, de imaginar una vieja mansión, y entorno a una gran chimenea, disfrutar de una conversación tranquila con un grupo de amigos? o ¿Preferiría controlar los vientos huracanados y arrasarla calma? Hasta el momento se sentía capaz de todo. Ante cualquier situación que imaginaba, se complacía, porque lo vivía como un sueño y podía diseñarlo; en su mente repetía. "Si el sueño no me gusta, me levanto, dejo de soñar y cambio de alucinación".

Así cada miércoles. Tenía sueños tristes, alegres, en tonos blancos y negros, incluso grises, como la vida misma. Podía elegir los sueños vivos, con colorido; aunque de vez en cuando no le desagradaría soñar en blanco y negro, porque si las pesadillas eran angustiosas, eran más realistas". 

Vivía en una casi permanente alteración de la consciencia, dominado por el onirismo y las fantasías, como alucinaciones intensas. Se provocaba el cansancio, hasta caer extenuado y así escapaba de lo incuestionable.







Ese miércoles, cuando paseaba por un parque, vio a una pareja junto a un viejo roble se besaba con delirio; se acercó con discreción. No podía controlar un gesto de asombro acompañado de dudas. ¿Vivía la realidad o era otra de sus fantasías? Pensó en el beso: “los labios no se despegaban, era una aproximación prolongada y cuando los enamorados parecían despedirse, sellaban sus ribetes de amor y empezaban de nuevo”. Para David ese beso no era comparable al de sus sueños. Le parecía que perdía sus poderes, o al menos en parte. Podía controlar los contornos y las formas de las imágenes, pero se disipaban los sentimientos. 

David, abatido por la pérdida de percepción, se consolaba mirando las flores de un jardín exuberante; pero una sonrisa se dibujó en su frente, era una señal de lucidez. Un nuevo olor se apoderó de él. Lo reconoció. Era intenso y excitante. Levitaba en el cuello de la mujer que había besado por primera vez. Se giró y Arlie estaba junto a él. Sintió como si en su cuerpo emergiera un aluvión incontrolado de ternura que envolvía a la mujer. Arlie Desired había sido su único amor y no se veían desde su primer beso; aunque él, sin permiso, la había puesto más de una vez en sus sueños, que terminaban con Arlie difuminada entre sus brazos.

David debía de a estar soñando; no iba a despertarse o malograría despertarse e despertarse o malograría. Prefirió acercarse con sumo cuidado para no perderla. Él extendió su brazo hasta alcanzar el de Arlie. Juntaron sus manos, después los labios y se fundieron en un deseo.

David no estaba soñando, había perdido todos sus privilegios.
                                                                                       


Javier Aragüés Puebla (febrero 2019)


miércoles, 6 de febrero de 2019

LA CONDESA - DUQUESA

Desde el 10 de enero de 1810, todos los días se veía en los jardines de una mansión señorial de Madrid a Elvira, con su delantal y una disimulada cofia. El palacete estaba situado en la Cuesta de la Vega, junto al Palacio Real. Ella encendía todas las velas de los pomposos candelabros que esparcían sus destellos por los salones y recovecos de la casa, casi siempre ocupada por invitados. 

En el palacete destacaban los grandes ventanales envueltos por cortinones burdeos, abrochados con cordones trenzados que remataban en borlas de filigranas doradas. Los lienzos arropaban los majestuosos salones barrocos donde cada tarde debatían los convidados. 

Había una placa de mármol en el vestíbulo. 





PALACETE CONSTRUIDO EN 1784 por

Doña María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel 


Condesa-Duquesa de Benavente


Elvira era la única persona de la servidumbre que aunque mal, podía leer. Al dirigirse a la señora, intentaba pronunciar el nombre completo, lo que le resultaba imposible e irritaba a la condesa; cuando estaba a solas con Elvira la reprendía.


—¡Elvira, basta ya! Debe dirigirse a mí como señora condesa, con eso es suficiente,

—Como diga la señora condesa — asentía Elvira asustada.



María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel,
condesa-duquesa de Benavente, duquesa de Osuna.

Pintor Francisco de Goya
 


La c
ondesa era viuda de don Pedro de Alcántara Téllez - Girón y Pacheco, IX Duque de Osuna. Había heredado una fortuna considerable e  innumerables títulos nobiliarios, pero no había conseguido desprenderse del desprecio a los que consideraba sus lacayos. A pesar de todo, Elvira se había convertido en la doncella de confianza de la señora condesa.




En los mentideros de la corte de Carlos IV, "la condesa"  —como se la llamaba con cariño — era conocida por la atención y por la perceptibilidad 
que expresaba con sus convidados. También decían que estaba considerada como una de las damas más conspicuas de la nobleza española por dedicar toda su vida a la protección de las artes y en particular, de la pintura y del pintor Francisco de Goya. Todos estos rumores, opiniones y chismorreos iban acompañados de una voz unánime: "¡Qué poco agraciada es la señora condesa!", que sin duda había llegado a sus oídos.

Todas las tardes acudían a la mansión muchas personas destacadas de la corte: aristócratas   políticos, intelectuales e incluso toreros. Por supuesto no podía faltar don Francisco de Goya, pintor del rey. Las tertulias se prolongaban hasta la madrugada.

Con motivo de un encargo al pintor, la condesa daba instrucciones a Elvira de cómo debía comportarse.

—Elvira, don Francisco por lo que vendrá a menudo; le he encargado una pintura que represente a toda la familia.  Para que pueda pintar a mi marido utilizará como modelo un retrato del Duque de Osuna, el cuadro que está en el salón de caza. Quiero que le atienda usted en persona. Cuando se vaya, me avisa.

—Como diga la señora condesa — asentía inclinando varias veces la cabeza.


El día que acabó el cuadro, don Francisco le explicaba a la aristócrata.



Familia del Duque de Osuna. Pintor Francisco de Goya


—Observad, señora condesa. Aquí está. En este lienzo podéis contemplar cómo sois, cómo es vuestra familia.

—Estoy muy impresionada,  don Francisco, sois capaz de representar el alma de los modelos.

  —No es mérito mío. Vuestros rasgos son especiales. Reflejan vuestra inquietud permanente por el arte y la cultura, vuestro refinamiento y cómo sabéis rodearos de destacados artistas e intelectuales —contestaba don Francisco sin dejar de adular a la condesa, evitando mencionar la palabra belleza.

— Habéis captado la bondad del difunto duque y la inocencia de mis hijos. Todos respiramos serenidad.

La condesa mientras miraba el cuadro se dirigió al pintor.

—Don Francisco; me gustaría contemplar cómo captaríais mi cuerpo. ¿Me pintaríais desnuda?

—Si así lo queréis, lo haré; solo con la condición  

de que nadie podrá ver el cuadro hasta que yo os lo enseñe.

—Por supuesto, don Francisco.

El pintor trasladó todo los útiles de pintura al dormitorio de la condesa. Ella le esperaba cada mañana cubierta con una bata semitransparente de gasa de seda. Cada sesión se prolongaba hasta la hora de comer. La señora condesa se vestía y junto con Elvira despedían a don Francisco.


El día en que comenzó a pintar las las partes más íntimas del cuerpo de la condesa, pasaba una y otra vez el pincel por los senos, corregía el color, miraba, medía y se aproximaba una y otra vez sin rozarla. Gran parte del tiempo dejaba de pintar y solo la observaba. 





La pintura avanzaba y correspondía perfilar el vientre. Esa mañana, don Francisco entró en el dormitorio. La condesa le esperaba desnuda, 
tumbada en la cama; él se acercó, la señora notó cierto rubor en la cara y cómo un calor se extendía por todo su cuerpo. Don Francisco tomó sus manos e incorporándola, la ciñó por la cintura y la besó con vehemencia; sus manos jugueteaban con la partes del cuerpo que acababa de pintar. La lengua se deslizaba por la piel de la dama sin descanso. La cogió en sus brazos, la mano izquierda de ella se posó en su cuello y la otra pasó por las corvas de las piernas que pendían como plumas. Con delicadeza, la colocó sobre el lecho. 

Ella había dejado de ser la condesa desde el primer momento de pasión para ser María Josefa o mejor Mari Pepa, como llamaban a las majas. Los brazos relajados y a lo largo del cuerpo esperaban a Francisco. Entre sofocos, hicieron el amor en varias ocasiones hasta caer extenuados, entonces llegó el silencio. 

Duró unos instantes, porque se rompió por los gemidos de la condesa junto a un grito de desencanto mientras seguía sollozando. 

Elvira oyó a la señora y exclamó, temerosa:

—¿Me necesitáis?

—No Elvira, no—respondió azarada la condesa.

En el dormitorio la tela blanca que cubría el lienzo estaba en el suelo y el cuadro acabado al descubierto. Una mujer tumbada, desnuda,  ocupaba la tela, pero no era la Condesa-Duquesa de Benavente.



Javier Aragüés (febrero de 2019)


jueves, 31 de enero de 2019

TRECE PELDAÑOS

Eres insignificante. Uno más a disposición de la irracionalidad y a las órdenes de la muerte. Tú estás solo. Vigilas la nada, pero tienes la exigencia de observar el infinito, y más allá. Solo puedes obedecer. En ello te va la vida o el castigo. 



En cada guardia, a la voz del suboficial, repites los mismos gestos. Él te acompaña hasta los pies de la garita. Parece que te vigila, pero tú eres el vigilante. ¡Qué ironía! Esa es una profesión para hombres absurdos con graduación, preparados para matar pero que no quieren morir. ¡Qué contrapunto!






Él no deja de mirarte hasta que entras en la torrecilla; atento, espera a que subas. Ya estás arriba, aislado del mundo. No recuerdas el número de peldaños. Lo repasas una y otra vez por miedo a equivocarte. "La última vez eran trece". 

Dudas. Pero no, son trece. Una leve sonrisa se dibuja en tu cara. La adivinas. No la ves. Te tranquiliza. Es la señal de que sigues vivo, por ahora. 

Tienes suerte. El cuartel está en medio de una ciudad. Con dificultad, a través de las troneras, ves colores que se mueven. Pasa gente inofensiva. Te gustaría ser uno de ellos. Sabes que los hombres absurdos no te dejan. Tú no puedes. Ves a un niño que se suelta de la mano de su madre, corre tras un papel arrugado; cuando lo alcanza, se detiene. El pequeño se lo da a la madre, que sin desplegarlo, lo vuelve a tirar y le consuela.

El suboficial hace su ronda para asegurarse de que no duermes, pero lo estás. Bajo tus pies, una voz retumba en la garita: "¡Santo y seña!". Él te pide la clave para cerciorase. Titubeas. Pasan unos segundos. Contestas: “Saúl. Soria. Sonido." 

Menos mal, has recordado la ese mayúscula. Se aleja. Puedes seguir evocando o durmiendo.

Resucitas lo que has vivido. No te detienes hasta que reproduces aquella imagen; la de un joven que intenta coger del suelo un papel arrugado y sucio. Cuando cree que lo tiene, un golpe de viento lo aleja. Así una y otra vez hasta que consigue tenerlo entre sus manos. Lo desarruga. Solo es una hoja en blanco. El joven eres tú. Lloras porque es la verdad de tu vida. 

Oyes taconazos. Es el sargento con el relevo. De nuevo grita: "Santo y seña". Esta vez tú no contestas. Lo piensas. Tienes un margen de trece peldaños hasta que suba. Nada te consuela pero estás en lo más alto, como querías.

 ¿Tú o él?  Estás decidido.

Suena un solo disparo.

                                                          

Javier Aragüés (febrero 2019)


martes, 22 de enero de 2019

EL EDIFICIO DIÁFANO

Aquel día empezaba el curso de narrativa. Habíamos cambiado de centro. En cierta forma, la tallerista era responsable. Ella había dejado de dar clase en Villa Magnolia y algunos la seguimos; le teníamos un gran apego y cierta fobia al cambio.

Al entrar al vestíbulo sorprendía la mampostería: los tableros de virutas de madera reciclada que las guarnecían, y también el ensortijado de conductos de aireación de material corrugado gris purpurina, que se sobrevolaba el techo como el fuselaje de una nave espacial.

Clara era una de las antiguas integrantes del curso, habíamos entablado cierta amistad. Yo comentaba con ella el día a día y chismorreábamos; se brindaba a opinar informalmente de la calidad de los trabajos  —de los nuestros y del resto—, con ironía contenida y sana. Ella era mucho más prudente que yo, consideraba su opinión y me alegraba que fuera compañera en este curso que estaba a punto de comenzar.   
                                  
Era su primer día en ese edificio singular, de fachada acristalada y diáfano; un diseño atractivo para desarrollar cualquier aprendizaje. Clara me daba explicaciones con un lenguaje preciso. Ella —aparejadora— observaba como profesional, mi mirada era de simple admiración, sin entrar en detalle; me hacía ver que no solo el diseño era atrevido sino que también la funcionalidad era manifiesta.





—Piensa, Oscar, que el arquitecto ha diseñado la estructura para que las personas puedan relacionarse en las salas de trabajo y en los espacios abiertos. En cada planta, el amplio corredor paralelo a la fachada, a modo de gran corrala, canaliza la luz y aseguraba los intercambios de impresiones y chascarrillos.

— Yo sería incapaz de explicarlo con tanto detalle. ¡Vaya, vaya, con Villa Plutonio! Tiene un nombre difícil de olvidar. 

Clara sonrió con gesto de aprobación y complicidad. Seguimos caminando por el pasillo y se detuvo.

— ¿Te imaginas los cambios de clase? En breves minutos coincidiremos más de veinte personas. Habrá cruce de miradas y podrás hacer un rápido chequeo a las compañeras más favorecidas —me miró con cara de pillina.

—También será un buen momento para chafardear —moví la cabeza, dándole la razón una vez más.


En la distribución de los pasillos yo encontraba similitud con una gran corrala, porque me recordaba Madrid, en donde había nacido. Yo no hacía alarde de tal circunstancia, ni ejercía como tal, o al menos eso creía. Era algo chocante en este país, cuando menos era una extravagancia y formaba parte de mí; en algunas personas, cuando lo sabían, provocaba más de un comentario, y en los casos más favorables se modulaba con educación: "¡Anda, mírale!", como si fuera un espécimen en extinción. En este sentido, Clara se sentía identificada conmigo. Ella tampoco había nacido en Barcelona.

Al terminar la clase, nos cruzamos con él en el pasillo. Clara se sorprendió. Era un hombre maduro, calvete, enjuto y reducido. Los pliegues de su rostro se remarcaban con cualquier gesto. Tenía la  barba tupida. Era de sonrisa sincera y fácil. Al verle, pensé en el prototipo de actor que podría interpretar un personaje malvado en cualquier serie de televisión. Él formaba parte de un corrillo, yo le veía de perfil. Clara le tenía de frente y me hizo un gesto que no entendí en ese momento. Sus rasgos reclamaron la atención de mi compañera. Al repasar su aspecto e indumentaria —vestía chaqueta oscura, pantalón vaquero y camisa a cuadros— me hice un esquema de cómo podría ser sin conocerle. El hombre no dejaba de hablar y destacaba en el grupo. Él se giró súbitamente como si se percatara de que le mirábamos. Al verle de frente, yo tuve que contener un: "¡Toma. Ya está! ", que para mí lo explicaba todo. Pero todavía no sabía nada de él. Un gran pin metálico, amarillo indeleble, prendía de una de las solapas de su chaqueta. Decía algo —para mí todo— que hasta ese momento, por su posición en el corredor, no parecía evidente. Clara no se identificaba con determinadas posturas y yo, con esta, tampoco.Clara se apartó del corrillo, me hizo un gesto para que la siguiera y me alejé.

—Oscar, ¿te has fijado?

—Claro. ¿Y tú? El lazo amarillo abulta más que él.

—Desde luego. Pero para mí este hombre tiene una expresión especial.

—Sí, oculta el deseo de vernos a todos con un lazo amarillo —contesté molesto. 

—Creo que te precipitas. No has observado su porte intelectual, con cierto aire de la cultureta y con un tufillo a estar curtido en los ambientes políticos.

—Pero lleva un lazo amarillo. No deja de ser otro más —subrayé, cargado de razón.

—Bueno, pero parece que tiene una personalidad definida. Creo que tu opinión es precipitada. Este hombre es diferente.  

—Al estar él de perfil, el lazo amarillo me había pasado desapercibido. Cuando le miré me pareció que había notado mi gesto de reparo.

—Me di cuenta. Pero él fue generoso y te mostró una sonrisa amplia y sincera, que regalaba amistad a cambio de nada. Creo que tu opinión fue precipitada.



Según transcurría el curso, coincidí con él varias veces en el bar. Hablamos e intercambiamos ideas; en todo momento me dio muestras de lo que en este país se entendía por estar dispuesto a tolerar, a admitir y a ver al otro por lo que como realmente era.

Cuando recuerdo el primer encuentro en aquel pasillo y me pongo a escribir, le doy vueltas a si fue casual o era el primer paso para admitir nuestros gestos, para poder descubrir nuestro verdadero yo y, lo más importante, para aprender a convivir. Siento que es más fácil liberar una sonrisa de generosidad que apretar los labios y negarse a entender. Otros —con o sin pin— siguen encerrados y obtusos. Si no llega a ser por Clara y él, yo sería uno de ellos. Desde entonces miro y escribo de otra manera.

Quizás aún no somos amigos, pero sí buenos compañeros. Muchos días nos enviamos los relatos por internet —vamos a grupos diferentes— y esperamos los comentarios del otro. Él, sin saberlo, me ayuda a escribir y a respetar.



A Sara Laborda y Joan Portales, muy buenos compañeros. 
  



Javier Aragüés (enero de 2019)