Mariana Pineda era una joven
inquieta, de ojos verdes como las aguas del Darro y de una familia noble de Granada.
Frecuentaba con discreción una de las vetustas casas del Albaicín; una morada con patio interior en la plazuela de Almez que servía de cobijo al amor reservado que mantenía con José de la Peña. El joven era un apuesto abogado y masón; su aspecto se resumía en un mechón canoso que arrancaba de su testuz, rizos negros que se perdían en la nuca y una frente surcada por inquietudes.
Frecuentaba con discreción una de las vetustas casas del Albaicín; una morada con patio interior en la plazuela de Almez que servía de cobijo al amor reservado que mantenía con José de la Peña. El joven era un apuesto abogado y masón; su aspecto se resumía en un mechón canoso que arrancaba de su testuz, rizos negros que se perdían en la nuca y una frente surcada por inquietudes.
La muchacha tenía dos
pasiones: amar y bordar la libertad.
Muchas tardes, Mariana se sentaba a la puerta de la casa encalada en una silla de mimbre; proyectaba la silueta estilizada de su figura sobre una pared infinita de un blanco excesivo que resaltaba el color de su piel tostada y reluciente de una brava mujer andaluza. Sobre sus muslos un tafetán morado y en una de sus manos, la aguja con la que iba prendiendo tres palabras en color
carmesí: Libertad, Igualdad y Ley.
Muchas tardes, Mariana se sentaba a la puerta de la casa encalada en una silla de mimbre; proyectaba la silueta estilizada de su figura sobre una pared infinita de un blanco excesivo que resaltaba el color de su piel tostada y reluciente de una brava mujer andaluza. Sobre sus muslos un tafetán morado y en una de sus manos, la aguja con la que iba prendiendo tres palabras en color
carmesí: Libertad, Igualdad y Ley.
Cuando ella bordaba ante la puerta era la señal de que el joven aparecería. Siempre que se encontraban, desplegaban su amor en una sencilla cama de sábanas tersas, de olor a vida y de un blanco como el de esa cal que iluminaba la fachada.
Julio Romero de Torres
Esa tarde, al llegar el joven, la cogió por la cintura, y ella, con la tela en una mano, le invitó a pasar. Cruzaron el umbral. Mariana dejó deslizar el tejido bordado. Mientras se desnudaba en la habitación estalló el silencio; el que se escucha en los preámbulos al hacer el amor y se rompió por la complicidad de unas palabras: " Mariana, sueño con tu piel, temo que cuando llegue la noche me abandones".
Por las contraventanas se escapaba el amor.
Porque ese amor no era secreto. Alguien les vigilaba. Mariana se había visto implicada en un
complot contra el rey Fernando VII, junto a
otros liberales como el joven José de la Peña.
Desde hacía varios días, los supuestos celadores de la justicia se apostaban ante la casa del Albaicín. El alcalde de la ciudad sospechaba de ella. Buscaba una prueba que la delatase. Obsesionado por Mariana, que en más de una ocasión había rechazado su amor, ordenó su detención. Al irrumpir los soldados en la habitación sé toparon con los dos sobre la cama, una ilusión desbaratada y a los pies del lecho, una bandera carmesí.
Con veinticinco años la joven fue acusada de traición al rey y ajusticiada una atardecer en
Granada.
En el horizonte, un fondo morado presagiaba
igualdad y ley; la libertad y el amor
acompañaron a María.
Javier Aragüés (abril de 2012)