jueves, 31 de enero de 2019

TRECE PELDAÑOS

Eres insignificante. Uno más a disposición de la irracionalidad y a las órdenes de la muerte. Tú estás solo. Vigilas la nada, pero tienes la exigencia de observar el infinito, y más allá. Solo puedes obedecer. En ello te va la vida o el castigo. 



En cada guardia, a la voz del suboficial, repites los mismos gestos. Él te acompaña hasta los pies de la garita. Parece que te vigila, pero tú eres el vigilante. ¡Qué ironía! Esa es una profesión para hombres absurdos con graduación, preparados para matar pero que no quieren morir. ¡Qué contrapunto!






Él no deja de mirarte hasta que entras en la torrecilla; atento, espera a que subas. Ya estás arriba, aislado del mundo. No recuerdas el número de peldaños. Lo repasas una y otra vez por miedo a equivocarte. "La última vez eran trece". 

Dudas. Pero no, son trece. Una leve sonrisa se dibuja en tu cara. La adivinas. No la ves. Te tranquiliza. Es la señal de que sigues vivo, por ahora. 

Tienes suerte. El cuartel está en medio de una ciudad. Con dificultad, a través de las troneras, ves colores que se mueven. Pasa gente inofensiva. Te gustaría ser uno de ellos. Sabes que los hombres absurdos no te dejan. Tú no puedes. Ves a un niño que se suelta de la mano de su madre, corre tras un papel arrugado; cuando lo alcanza, se detiene. El pequeño se lo da a la madre, que sin desplegarlo, lo vuelve a tirar y le consuela.

El suboficial hace su ronda para asegurarse de que no duermes, pero lo estás. Bajo tus pies, una voz retumba en la garita: "¡Santo y seña!". Él te pide la clave para cerciorase. Titubeas. Pasan unos segundos. Contestas: “Saúl. Soria. Sonido." 

Menos mal, has recordado la ese mayúscula. Se aleja. Puedes seguir evocando o durmiendo.

Resucitas lo que has vivido. No te detienes hasta que reproduces aquella imagen; la de un joven que intenta coger del suelo un papel arrugado y sucio. Cuando cree que lo tiene, un golpe de viento lo aleja. Así una y otra vez hasta que consigue tenerlo entre sus manos. Lo desarruga. Solo es una hoja en blanco. El joven eres tú. Lloras porque es la verdad de tu vida. 

Oyes taconazos. Es el sargento con el relevo. De nuevo grita: "Santo y seña". Esta vez tú no contestas. Lo piensas. Tienes un margen de trece peldaños hasta que suba. Nada te consuela pero estás en lo más alto, como querías.

 ¿Tú o él?  Estás decidido.

Suena un solo disparo.

                                                          

Javier Aragüés (febrero 2019)


martes, 22 de enero de 2019

EL EDIFICIO DIÁFANO

Aquel día empezaba el curso de narrativa. Habíamos cambiado de centro. En cierta forma, la tallerista era responsable. Ella había dejado de dar clase en Villa Magnolia y algunos la seguimos; le teníamos un gran apego y cierta fobia al cambio.

Al entrar al vestíbulo sorprendía la mampostería: los tableros de virutas de madera reciclada que las guarnecían, y también el ensortijado de conductos de aireación de material corrugado gris purpurina, que se sobrevolaba el techo como el fuselaje de una nave espacial.

Clara era una de las antiguas integrantes del curso, habíamos entablado cierta amistad. Yo comentaba con ella el día a día y chismorreábamos; se brindaba a opinar informalmente de la calidad de los trabajos  —de los nuestros y del resto—, con ironía contenida y sana. Ella era mucho más prudente que yo, consideraba su opinión y me alegraba que fuera compañera en este curso que estaba a punto de comenzar.   
                                  
Era su primer día en ese edificio singular, de fachada acristalada y diáfano; un diseño atractivo para desarrollar cualquier aprendizaje. Clara me daba explicaciones con un lenguaje preciso. Ella —aparejadora— observaba como profesional, mi mirada era de simple admiración, sin entrar en detalle; me hacía ver que no solo el diseño era atrevido sino que también la funcionalidad era manifiesta.





—Piensa, Oscar, que el arquitecto ha diseñado la estructura para que las personas puedan relacionarse en las salas de trabajo y en los espacios abiertos. En cada planta, el amplio corredor paralelo a la fachada, a modo de gran corrala, canaliza la luz y aseguraba los intercambios de impresiones y chascarrillos.

— Yo sería incapaz de explicarlo con tanto detalle. ¡Vaya, vaya, con Villa Plutonio! Tiene un nombre difícil de olvidar. 

Clara sonrió con gesto de aprobación y complicidad. Seguimos caminando por el pasillo y se detuvo.

— ¿Te imaginas los cambios de clase? En breves minutos coincidiremos más de veinte personas. Habrá cruce de miradas y podrás hacer un rápido chequeo a las compañeras más favorecidas —me miró con cara de pillina.

—También será un buen momento para chafardear —moví la cabeza, dándole la razón una vez más.


En la distribución de los pasillos yo encontraba similitud con una gran corrala, porque me recordaba Madrid, en donde había nacido. Yo no hacía alarde de tal circunstancia, ni ejercía como tal, o al menos eso creía. Era algo chocante en este país, cuando menos era una extravagancia y formaba parte de mí; en algunas personas, cuando lo sabían, provocaba más de un comentario, y en los casos más favorables se modulaba con educación: "¡Anda, mírale!", como si fuera un espécimen en extinción. En este sentido, Clara se sentía identificada conmigo. Ella tampoco había nacido en Barcelona.

Al terminar la clase, nos cruzamos con él en el pasillo. Clara se sorprendió. Era un hombre maduro, calvete, enjuto y reducido. Los pliegues de su rostro se remarcaban con cualquier gesto. Tenía la  barba tupida. Era de sonrisa sincera y fácil. Al verle, pensé en el prototipo de actor que podría interpretar un personaje malvado en cualquier serie de televisión. Él formaba parte de un corrillo, yo le veía de perfil. Clara le tenía de frente y me hizo un gesto que no entendí en ese momento. Sus rasgos reclamaron la atención de mi compañera. Al repasar su aspecto e indumentaria —vestía chaqueta oscura, pantalón vaquero y camisa a cuadros— me hice un esquema de cómo podría ser sin conocerle. El hombre no dejaba de hablar y destacaba en el grupo. Él se giró súbitamente como si se percatara de que le mirábamos. Al verle de frente, yo tuve que contener un: "¡Toma. Ya está! ", que para mí lo explicaba todo. Pero todavía no sabía nada de él. Un gran pin metálico, amarillo indeleble, prendía de una de las solapas de su chaqueta. Decía algo —para mí todo— que hasta ese momento, por su posición en el corredor, no parecía evidente. Clara no se identificaba con determinadas posturas y yo, con esta, tampoco.Clara se apartó del corrillo, me hizo un gesto para que la siguiera y me alejé.

—Oscar, ¿te has fijado?

—Claro. ¿Y tú? El lazo amarillo abulta más que él.

—Desde luego. Pero para mí este hombre tiene una expresión especial.

—Sí, oculta el deseo de vernos a todos con un lazo amarillo —contesté molesto. 

—Creo que te precipitas. No has observado su porte intelectual, con cierto aire de la cultureta y con un tufillo a estar curtido en los ambientes políticos.

—Pero lleva un lazo amarillo. No deja de ser otro más —subrayé, cargado de razón.

—Bueno, pero parece que tiene una personalidad definida. Creo que tu opinión es precipitada. Este hombre es diferente.  

—Al estar él de perfil, el lazo amarillo me había pasado desapercibido. Cuando le miré me pareció que había notado mi gesto de reparo.

—Me di cuenta. Pero él fue generoso y te mostró una sonrisa amplia y sincera, que regalaba amistad a cambio de nada. Creo que tu opinión fue precipitada.



Según transcurría el curso, coincidí con él varias veces en el bar. Hablamos e intercambiamos ideas; en todo momento me dio muestras de lo que en este país se entendía por estar dispuesto a tolerar, a admitir y a ver al otro por lo que como realmente era.

Cuando recuerdo el primer encuentro en aquel pasillo y me pongo a escribir, le doy vueltas a si fue casual o era el primer paso para admitir nuestros gestos, para poder descubrir nuestro verdadero yo y, lo más importante, para aprender a convivir. Siento que es más fácil liberar una sonrisa de generosidad que apretar los labios y negarse a entender. Otros —con o sin pin— siguen encerrados y obtusos. Si no llega a ser por Clara y él, yo sería uno de ellos. Desde entonces miro y escribo de otra manera.

Quizás aún no somos amigos, pero sí buenos compañeros. Muchos días nos enviamos los relatos por internet —vamos a grupos diferentes— y esperamos los comentarios del otro. Él, sin saberlo, me ayuda a escribir y a respetar.



A Sara Laborda y Joan Portales, muy buenos compañeros. 
  



Javier Aragüés (enero de 2019)


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

lunes, 21 de enero de 2019

SALA DE ESPERA

En medio de un paisaje blanquecino se levantaba solitario y abandonado  un viejo apeadero de ferrocarril. En la improvisada sala de espera nos resguardábamos una pareja de ancianos de aspecto enfermizo y yo. El único elemento que parecía tener vida era una estufa descomunal de hierro fundido que no dejaba de consumir leña, parecía que hablaba, pero tan solo crepitaba. 

Yo esperaba un tren que debía llevar a
encontrarme  con Ana tras varios años de separación. Tenía unos días de permiso después de mi ingreso en el hospital. La única puerta cerrada que había en la sala se abrió de golpe y un hombre uniformado irrumpió. Sin dudarlo se dirigió a mí como si me esperara. Me pidió la documentación de malas maneras. Me hurgué en uno de los bolsillos de mi tres cuartos color caqui que dado mi aspecto físico y mi complexión parecía sobrevolar mi cuerpo. Encontré los papeles y sin mirarle tendí la mano y él me la arrebató; fingió que los comprobaba y repasaba mi rostro. Levantó las cejas, me miró con desprecio y me la devolvió de mala gana.





—¿Vas a Múnich? —me inquirió.

—Sí —le contesté sumiso.

—No sé si llegaremos con este tiempo —dijo utilizando un tono como si deseara que fuera así.

—No tengo prisa, lo que me importa es llegar.

En el exterior hacía un frío incompatible con la vida. El hombre se alejó de mí buscando el calor de la estufa. Al llegar muy cerca extendió las palmas de las manos y se las frotó una y otra vez.  Destacaban los galones de la bocamanga. 

Yo saque de uno de los bolsillos de mi gabán un papel arrugado, era una carta de Ana que me había enviado antes de caer herido. Yo la leía en cualquier momento si cesaba el estruendo de los cañonazos. Me contaba la penurias que estaba pasando, que me quería y que tan solo soportaba todo aquello por la esperanza de encontrarme vivo. En la carta, algunas palabras aparecían difuminadas por lágrimas que yo no había podido contener. La más alteradas eran:volver, tiempo y vida, esta última varias veces. 

El vuelo de una mosca, superviviente del frío y los desastres, que merodeaba el papel reclamó mi atención. Intentaba posarse sobre unos restos resecos de rancho junto a una mancha de sangre incrustados en la hoja. En ese momento,
la estufa y la mosca eran para mí los únicos vestigios vivos. La pareja de ancianos abrazados se daban calor, sin manifestar apenas señales de vida. 

Entró el hombre de nuevo, se dirigió a mí y con el ceño fruncido me soltó: "No podrás llegar a Múnich. Un intenso bombardeo ha destruido las vías. La ciudad está en llamas y prácticamente ha desaparecido." Las palabras de aquel hombre cayeron sobre mí como una lluvia de plomo. Pensé en Ana, mi amor. Sentí que la realidad implacable me anunciaba que no nos volveríamos a ver. 

Levanté la vista, ante mis ojos, en el suelo yacía la mosca muerta y la pareja de ancianos en un banco ya no se daba calor.



Javier Aragüés (enero 2019)