viernes, 12 de abril de 2019

POR AMOR Y UNA BANDERA


Mariana Pineda era una joven inquieta, de ojos verdes como las aguas del Darro y de una familia noble de Granada.

Frecuentaba con discreción una de las vetustas casas del Albaicín; una morada con patio interior en la plazuela de Almez que servía de cobijo al amor reservado que mantenía con José de la Peña. El joven era un apuesto abogado y masón; su aspecto se resumía en un mechón canoso que arrancaba de su testuz, rizos negros que se perdían en la nuca y una frente surcada por inquietudes.




La muchacha tenía dos pasiones: amar y bordar la libertad. 

Muchas tardes, Mariana se sentaba a la puerta de la casa encalada en una silla de mimbre; proyectaba la silueta estilizada de su figura sobre una pared infinita de un blanco excesivo que resaltaba el color de su piel tostada y reluciente de una brava mujer andaluza. Sobre sus muslos un tafetán morado y en una de sus manos, la aguja con la que iba prendiendo tres palabras en color

carmesí: Libertad, Igualdad y Ley. 

Cuando ella bordaba ante la puerta era la señal de que el joven aparecería. Siempre que se encontraban, desplegaban su amor en una sencilla cama de sábanas tersas, de olor a vida y de un blanco como el de esa cal que iluminaba la fachada.


Julio Romero de Torres

Esa tarde, al llegar el joven, la cogió por la cintura, y ella, con la tela en una mano, le invitó a pasar. Cruzaron el umbral. Mariana dejó deslizar el tejido bordado. Mientras se desnudaba en la habitación estalló el silencio; el que se escucha en los preámbulos al hacer el amor y se rompió por la complicidad de unas palabras: " Mariana, sueño con tu piel, temo 
que cuando llegue la noche me abandones".

Por las contraventanas se escapaba el amor. 

Porque ese amor no era secreto. Alguien les vigilaba. Mariana se había visto implicada en un 
complot contra el rey Fernando VII, junto a otros liberales como el joven José de la Peña.

Desde hacía varios días, los supuestos celadores de la justicia se apostaban ante la casa  del Albaicín. El alcalde de la ciudad sospechaba de ella. Buscaba una prueba que la delatase. Obsesionado por Mariana, que en más de una ocasión había rechazado su amor, ordenó su detención. Al irrumpir los soldados en la habitación sé toparon con los dos sobre la cama, una ilusión desbaratada y a los pies del lecho, una bandera carmesí.



Con veinticinco años la joven  fue acusada de traición al rey y ajusticiada una atardecer en 

Granada.


En el horizonte, un fondo morado presagiaba 

igualdad y ley; la libertad y el amor 

acompañaron a María. 


Javier Aragüés (abril de 2012)

domingo, 7 de abril de 2019

BURBUJITAS


Pablito iba de la mano de su papá y la apretaba fuerte. Estaba muy emocionado. Habían llegado al sitio que tantas veces le había prometido, pero él no se lo imaginaba así. Todo estaba a media luz, en silencio. Caminaron por un pasillo muy estrecho y al final había una gran sala iluminada llena de peceras enormes. Eran como grandes escaparates que estaban muy limpios, tan limpios que parecían no tener cristal y detrás de esas paredes había agua, mucha agua. Tenía color azul esmeralda con muchísimas burbujitas de aire. Pablito las llamaba “las pelotitas blancas”.


—Papá ¿por qué hay tantas pelotitas blancas? ¡Qué bonitas! 

—Son burbujitas de aire. Están ahí para que los pececitos pueden respirar y no se ahoguen. 

Pablito estaba admirado, no podía decir ni una palabra. Miraba y miraba. Se puso a dar vueltas sin parar. De repente se detuvo.

— ¡Mira, papá! En el agua también hay puntitos de colores. Se mueven. Papi son amarillos, verdes, rojos...y también azules. Sí, mira, allí veo los azules. Están todos, como en mi caja de lápices de colores. 

—Pablito son pececitos.








El pequeño estaba muy excitado. Se acercaba más y más a las paredes de cristal para ver mejor, hasta que apoyó la nariz y los labios con fuerza en ella. Pablito pegaba la carita al cristal con tanta ilusión y tanta energía, que su cara se deformó y un elegante pez Emperador se detuvo ante él.

En un instante, sin que su papá se diera cuenta, el pez le hizo un guiño y le animó a pasar con él. Pablito, sin dudar, cruzó la pared de cristal con la misma facilidad que se atraviesa una cortina de aire y se puso a jugar dentro del agua con los demás pececitos. Todos le recibieron agitando sus colas y aletas con alegría, animados por Julius, el pez emperador.

Para él niño eran puntitos de colores como los que 
dibujaba su maestra. Pablito intentaba cogerlos. 
Agitaba sus manitas y los pececillos escapaban en todas las direcciones. Se movían arriba y abajo; todos, al ritmo de los compases que marcaba la orquesta de peces músicos. Sí, porque unos pececillos blancos y negros eran los músicos y al mover sus aletas sonaban como violines de una gran orquesta.

Todo eran risas y alegrías hasta que bajo una roca muy oscura asomó la cabecita un pez que miraba a Pablito con ojos tristes, tan tristes que el pequeño dejó de jugar. Él también le miró y el pececillo se escondió en su cueva. Todos se quedaron quietos.

Pablito, muy preocupado, preguntó a Julius.

—¿Por qué ese pececito no quiere jugar?

—Ese pececito se llama Lloroso. Siempre está triste. Tiene miedo a los hombres.

—Julius, ¿yo soy un hombre?

—Sí, tú eres un hombre pequeñito. Ya crecerás. 

—No lo entiendo.

—Te lo explico. Cuando Lloroso era tan pequeño como tú, un hombre tiró un pincho al agua con un gusanito.

—¿Y qué pasó? 

—Lloroso tenía mucha hambre y quiso comérselo. Pero era una trampa y se quedó enganchado en el pincho. 

—¡Huy, qué daño!

—El hombre tiraba y tiraba y Lloroso luchó hasta soltarse. Lo consiguió, pero se rompió la boquita. Desde ese día, Lloroso tiene mucho miedo, por eso está tan triste y quier estar solo.

A Pablito le entró tanta pena que pensó cómo podría hacerse amigo del pececito. 

Se arrodilló delante de la cueva, sacó una chuche
de unos de sus bolsillitos y se la ofreció a Lloroso. Pero Lloroso no se asomaba. 

En el mismo bolsillito, encontró un bombón; con su deditos se lo metió en el agujero. Ni rastro de Lloroso. Temió que pasara algo.



No sabía qué hacer. Se agachó más, hasta estar estaba tumbado en el fondo. Colocó sus labios a la entrada de la cueva. Aguantó en esa postura un buen rato, pero no pasaba nada.  Ni rastro de Lloroso.


De pronto sintió unas cosquillitas en los labios. Eran las burbujitas que salían de la boquita de Lloroso. Pablito pensó: "¡Respira! ¡Respira!"  

El pececito acercó su boquita y Pablito acarició sus labios
Así continuaron  hasta que Lloroso fue asomando el cuerpo poquito a poco hasta que  salió de su cueva. Todos gritaron:"¡Por fin!"

El pez Emperador dio la orden y se produjo un estallido de música y color en la gran pecera. Todos se movían arriba y abajo, todos, Lloroso el primero. El pececito triste había cambiado su mirada y veía a Pablito como un hombre bueno, en el que podía confiar. 





El padre dio unos golpes en el cristal. El niño empezó a despedirse de todos y al llegar a Lloroso, a Pablito se le escapó una lágrima que al deslizarse por su cara se convirtió en una gran burbuja, tan grande, que los pececitos pudieron respirar durante años y años. 

Cuando Pablito se hizo mayor acudía todos los miércoles con su hijo a ver los pececitos  y el pequeño le preguntaba: "Papá, ¿para qué sirven las burbujitas?

Javier Aragüés (abril de 2019)












lunes, 1 de abril de 2019

LA CAJITA


Héctor era el niño más pequeño de un pueblo situado en el altozano de una meseta. No tenía hermanos y sus padres vivían pendientes de él. El padre le había conseguido una pequeña caja de cartón, con la que Héctor pasaba horas y horas; la cajita se había convertido en algo imprescindible en su vida.

Pero al padre, lo que más les preocupaba era que su hijo no creciera y decidieron llevarle al médico. Don Vicente —así se llamaba el doctor— era un médico de pueblo que resolvía las enfermedades de todos los vecinos cuando caían enfermos, y si no las resolvía, ellos tenían toda su confianza. Cuando entraron en la consulta, don Vicente no pudo evitar el gesto de asombro al ver la envergadura de Héctor. Perplejo, no sabía por dónde empezar.

—Héctor ¿Qué tal duermes?

—Duermo bien —contestó Héctor—  pero solo si me meto en una cajita de cartón que tengo escondida bajo la cama.

Don Vicente se le acercó con un gesto cariñoso y con muy buenas palabras —las de un médico de toda la vida—  le aconsejó.

—Mira Héctor lo que te pasa no es grave pero tienes que hacer lo que te digo. A partir de ahora has de intentar no utilizar la cajita y dormir en la cama. Cuando pasen unos meses vienes verme. 

Pasó  el tiempo y Héctor no solo no crecía, sino que cada día se hacía más pequeño, tanto, que los padres acudieron asustados de nuevo a la consulta de don Vicente. Al verle, el doctor se asustó. Para no alarmarles se dirigió a Héctor y le habló al oído.





— ¿Dime dónde duermes?

—Duermo en mi cajita. Verá don Vicente, si me acuesto en mi cama como me dijo, no consigo dormirme.

—Tienes que abandonar esa costumbre para hacerte mayor. Esa cajita no te deja crecer. Es más, en esta visita te veo más pequeñito que hace unos meses.

—A mí eso no me importa. En la cajita estoy calentito, tengo sueños agradables y duermo profundamente.


Todos los meses, Héctor acudía a la consulta de don Vicente con sus padres cada vez más preocupados, porque cada día se le veía más pequeño, tanto, que su padre lo llevaba en el bolsillo del chaleco. En la cajita ya no podía introducirse solo, su padre le ayudaba cada noche. Lo ponía con delicadeza en la palma de su mano, le acompañaba  lentamente sin tocar las paredes de la caja, hasta depositarle en el fondo con sumo cuidado. Héctor le devolvía una leve sonrisa como muestra de agradecimiento, que el padre, sin llegar a verla, imaginaba.

Así muchas noches y Héctor seguía menguando. El padre afligido no sabía qué hacer hasta que una noche como último recurso le escondió la cajita. Héctor desconcertado pasó varias horas dando vueltas por su habitación hasta que desfallecido se tumbó sobre el suelo y durmió profundamente.

A la mañana siguiente su padre corrió al cuarto con miedo a lo peor: no encontrar a Héctor. Ya el día anterior, dado su tamaño, era prácticamente ilocalizable. Abrió la puerta con sigilo. Se asomó. En apariencia, ni rastro de Héctor. Pero un resplandor inundaba el dormitorio y entre el fulgor destacaba una figura. Un joven sentado  junto al buró con sus largas piernas cruzadas, leía un libro detenidamente. Al sentir el ruido de la puerta, se giró dirigiéndose a él con voz grave y le dijo:

"Padre no he encontrado la cajita. Esta noche he dormido en el suelo y me he sentido diferente. Dale las gracias a don Vicente".



Javier Aragüés (abril de 2019)