miércoles, 6 de marzo de 2019

EL ESPERANZA

Llevaban años mirando al mar, se podía decir que siglos. Los habitantes de aquel pueblecito de la costa estaban orgullosos del lugar, porque el mar había sido fuente de vida para sus antepasados y también para ellos. Pero ¿y para sus hijos?

Era un pueblo de casas diminutas y muy blancas, parecían nevadas, y se confundían con las gaviotas; tan grande era el parecido, que los días luminosos con sol radiante, los habitantes movían los brazos de arriba abajo, para lograr que las casas despegaran del suelo. Cuando llegaba la noche, al ver que no lo conseguían, caían extenuados y las casas se teñían de un gris decrépito. Creían que había una maldición. Los lugareños eran de alguna manera los responsables, tenían al menos dos defectos: cada día, querían pintar las casas de blanco, y no sabían conservar lo que les había concedido la naturaleza.
*


Era el único niño en el pueblo, me llamaba Gobio. Todos los niños también tenían nombres de peces, en recuerdo de las desbordantes capturas de otros tiempos, pero sus padres los habían enviado a la ciudad. No había pesca y carecían de medios para atenderlos. Yo no tenía familia, se ocupaba de mí un hombre que todos conocían. Después os hablaré de él.


Me despertaba muy temprano, cuando todavía era de noche; veía amanecer y a los hombres preparar las brochas para pintar sus casas y conseguir que el gris afligido del día anterior se convirtiera en blanco fulgurante. Tenían que estar bien pintadas en el momento de agitar los brazos. Cada día lo conseguían, pero el resultado final era el que os he contado. Yo no entendía por qué repetían cada día una tarea tan absurda.

Había un pescador en el pueblo que salía a mar todos los días, y pescaba mientras que el resto de los habitantes se dedicaban a pintar. Al caer el sol, todo el pueblo le recibía en el puerto, con admiración y envidia. Las gaviotas revoloteaban sobre la cubierta de su pequeño barco de pesca de color verde azulado, que se confundía con el mar. EL ESPERANZA, así se llamaba su barco, entraba por la bocana muy lentamente y saludaba a todos haciendo sonar la bocina. El ¡Tuuu, tuuu! retumbaba en todas las casas y era el resumen de la vitalidad y el sentir de aquel pescador. 

Sí, porque aquel pescador era Tío Paco, así le llamaba todo el pueblo. Era el único que salía a pescar, y pescaba. Él y la bocina de su barco tenían tanta fuerza que parecían mover las casas; él solo conseguía lo que no lograban los esfuerzos de todo el pueblo. 








Cada tarde, al llegar a puerto, abarloaba EL ESPERANZA junto al muelle principal. Allí vivía, en una sencilla casa de pescadores con la puerta siempre abierta, sin cerradura, porque decía que lo único que poseía era tan importante que siempre lo llevaba con él. Todos sus gestos eran meticulosos y sencillos, se deleitaba en cada acción. Al mostrar la pesca en la cubierta del barco parecía que su presencia animara a los peces a saltar en un movimiento 
continuo de lentejuelas plateadas sobre simples cajas de madera. 

Al amanecer, Tío Paco se preparaba para hacerse a la mar. Ordenaba los aparejos en cubierta, estibaba los pertrechos y zarpaba; lo hacía muy despacio hasta llegar a la bocana, al traspasarla, ponía proa a la lejanía. El azul verdoso del barco se confundía con el del tono más intenso del mar. Yo, al verle, en silencio, expresaba con una sonrisa emocionada: “A bordo del ESPERANZA un hombre boga hacia el horizonte".

En el pueblo, los vecinos saltaban como todos los días sin conseguir su objetivo. Yo me iba haciendo mayor, y una tarde, después de entrar en el puerto, Tío Paco me llevó a su casa y me prometió que a la mañana siguiente me llevaría a pescar. No pude dormir en toda la noche. Me dijo: "Te llevaré más allá del horizonte". 

Navegamos hasta el confín del mar y lo superamos. El sol tocaba el casco del ESPERANZA con tal esmero, que era como si acariciase la vida. Todas las especies marinas bullían alrededor del barco. Delfines, atunes, doradas y sargos saltaban; peces de todos los colores y tamaños nos rodeaban. Tío Paco detuvo el motor y echó las redes, se hizo el silencio. Solo se oía el murmullo de los ligeros golpes de mar contra los costados del barco. Al cabo de un tiempo, izó los aparejos. Las redes reventaban. El centelleo de la captura deslumbraba y Tío Paco sonriente repetía: "Lo ves Gobio, sí hay pesca". Yo le animaba, "¡Tío Paco echa las redes otra vez!". Me miró algo molesto. No solo no lo hizo, sino que devolvió a la mar gran parte de la captura. "No nos hace falta, hemos pescado suficiente, así siempre podremos volver". En las aguas cercanas al pueblo ni un movimiento, ni un colorido, solo el azul profundo de un mar solitario y sombrío. 
Ese día entendí lo que significaba “Más allá del horizonte”.

De regreso a puerto, Tío Paco me explicó por qué los hombres del pueblo saltaban. “En cada salto quieren ver más allá del horizonte y caen extenuados, porque para ellos, el horizonte es inalcanzable”. 

Así era Tío Paco. Al verle, se me escapaba “¡Ahí va mi tío Paco!”.  Me había enseñado cómo pescar y a ver más allá del horizonte.                    

           
    Javier Aragüés (marzo de 2019)

2 comentarios:

Janial dijo...

Un cuento ético excelente.

Unknown dijo...

Brillante