lunes, 1 de junio de 2020

EL CUARTO PODER






Era  27 de enero de 1901. El silencio retumbaba  entre las casuchas del pequeño pueblo del sur de Europa en el que predominaban la tierra árida y color amarillento intenso a  las horas de sol. 

Ese día lo que destacaba era el mutismo en las calles. Era algo desconocido. Después de años de moderación, en los que los habitantes solo se atrevían a hablar en corrillos, los tiempos de crudeza habían incrementado las palabras veladas hasta propagar la rabia  sin contemplaciones. Los jornaleros decían basta. ¿Por qué esa repulsa?

Ocupaban las calles en filas alineadas por el hambre y paseaban el dolor de la impotencia. Como un solo, con paso decidido marcaban el final de la sumisión. Enlazados por los brazos,  mirada al frente  y empujados por la dignidad; junto a  la ternura y el amor de madre que encaraba  el rostro de las mujeres. Ellas sabían que sus hijos estaban predestinados a ser  braceros, como lo habían sido sus padres, sus abuelos y los abuelos de sus abuelos. 

Todo el pueblo trabaja para el terrateniente, don Filippo, un hombre no demasiado alto, soberbio, con un bigote negro potente que le falseaba la sonrisa. Vestía chaleco negro con los tres últimos botones imposibles de ajustar y camisa blanca de domingo, acompañado de su inseparable bastón. Desde hacía meses que un bracero enjuto y siniestro llamado Flavio, al terminar la jornada,  de forma discreta, llamaba a la puerta de la casa  don Filippo que le esperaba, le ponía la mano en el hombro con suavidad, dos golpecitos y le hacía entrar. Aquella noche pasó más rato de lo habitual y cuando terminó se dirigió al cuartel de los carabinieri.

Al día siguiente nadie fue a trabajar. Hombres y mujeres se concentraron en la plaza mayor. Esperaron en silencio hasta que llegó el maestro —don Leonardo— una persona frágil, querido y respetado por todos; en su mano derecha llevaba un papel en la  izquierda la  determinación. Empezaron a caminar  con paso lento y demoledor hacia la casa de don Filippo. 

Encabezaba la marcha don Leonardo, uno de los braceros más  decido y entre los dos, una mujer —Brizna— con su hijo en brazos  arropado con una manta rojo sangre y los ojos llorosos porque sabía, como todo el pueblo, que  don Filippo era el padre.

Cruzaron la plaza. Al llegar a los soportales una voz que parecía la de Flavio gritó: "Disparad al maestro". Sonó una descarga de fusilería. Don Leandro cayó desplomado. Todos aceleraron el paso, las mujeres estrecharon a sus hijos y ellos cerraron los puños.



Javier Aragüés (junio de 2020)

 

 

 

2 comentarios:

Unknown dijo...

La justicia siempre llega, a veces más tarde, a veces por mano propia. Gracias

javieraragues dijo...

Clara, muchas gracias por tu comentario que es ciertamente verdad. Pero como llega debemos seguir luchando. Abrazos Javier.