Era 27 de enero de 1901. El silencio
retumbaba entre las casuchas del pequeño pueblo del sur de Europa en el
que predominaban la tierra árida y color amarillento intenso a las horas
de sol.
Ese día lo que destacaba era el mutismo en
las calles. Era algo desconocido. Después de años de moderación, en los que los
habitantes solo se atrevían a hablar en corrillos, los tiempos de crudeza
habían incrementado las palabras veladas hasta propagar la rabia sin contemplaciones.
Los jornaleros decían basta. ¿Por qué esa repulsa?
Ocupaban las calles en filas alineadas por
el hambre y paseaban el dolor de la impotencia. Como un solo, con paso decidido
marcaban el final de la sumisión. Enlazados por los brazos, mirada al
frente y empujados por la dignidad; junto a la ternura y el amor de
madre que encaraba el rostro de las mujeres. Ellas sabían que sus hijos
estaban predestinados a ser braceros, como lo habían sido sus padres, sus
abuelos y los abuelos de sus abuelos.
Todo el pueblo trabaja para el
terrateniente, don Filippo, un hombre no demasiado alto, soberbio, con un
bigote negro potente que le falseaba la sonrisa. Vestía chaleco negro con los
tres últimos botones imposibles de ajustar y camisa blanca de domingo,
acompañado de su inseparable bastón. Desde hacía meses que un bracero enjuto y
siniestro llamado Flavio, al terminar la jornada, de forma discreta,
llamaba a la puerta de la casa don Filippo que le esperaba, le ponía la
mano en el hombro con suavidad, dos golpecitos y le hacía entrar. Aquella noche
pasó más rato de lo habitual y cuando terminó se dirigió al cuartel de
los carabinieri.
Al día siguiente nadie fue a trabajar.
Hombres y mujeres se concentraron en la plaza mayor. Esperaron en silencio hasta
que llegó el maestro —don Leonardo— una persona frágil, querido y respetado por
todos; en su mano derecha llevaba un papel en la izquierda la
determinación. Empezaron a caminar con paso lento y demoledor hacia la
casa de don Filippo.
Encabezaba la marcha don Leonardo, uno de
los braceros más decido y entre los dos, una mujer —Brizna— con su hijo
en brazos arropado con una manta rojo sangre y los ojos llorosos porque
sabía, como todo el pueblo, que don Filippo era el padre.
Cruzaron la plaza. Al llegar a los
soportales una voz que parecía la de Flavio gritó: "Disparad al
maestro". Sonó una descarga de fusilería. Don Leandro cayó desplomado.
Todos aceleraron el paso, las mujeres estrecharon a sus hijos y ellos cerraron
los puños.
Javier Aragüés (junio de 2020)
2 comentarios:
La justicia siempre llega, a veces más tarde, a veces por mano propia. Gracias
Clara, muchas gracias por tu comentario que es ciertamente verdad. Pero como llega debemos seguir luchando. Abrazos Javier.
Publicar un comentario