miércoles, 21 de febrero de 2018

EL VIAJE APLAZADO

El ritmo habitual de la jornada se va aplacando en la ciudad.Van cerrando los establecimientos, abren los refugios para los más inestables y la pulsión de la vida cambia por el estruendo de los instintos. 

En una calle estrecha, vinculada a una arteria de la ciudad, se encuentran dos bares separados entre si por varios edificios de oficinas. El primero de los escondrijos se envuelve en un decorado sencillo pero llamativo. Los hombres que lo frecuentan son parados o con escasos recursos, pero suficientes para acudir al menos dos veces por semana. Lo regenta una mujer rubia de un amarillo marcado a fuego en la peluquería. Es la peor zona de la calle, con un simple paseo se ven seres taciturnos, a la entrada y la salida del falso bar. Siempre se mueve algo en ese tramo oscuro donde transitan las miserias.

En la parte más iluminada de la misma calle, está El  Black Night Strip Club. Es un bar underground que no tiene nada de contracultural y todo de marginal. Por el nombre sugiere innumerables posibilidades para liberar la fantasía. En el exterior parpadea el nombre del club, al ritmo de la excitación de los que caminan disfrazados de naturalidad y ocultan los sentimientos. Los más asiduos son personas con salarios estables, escaso bagaje cultural y pretendida educación. Es un bar de horteras y también un refugio de almas libres: raras personas soñadoras, apasionadas y amantes de la vida, todo ello rodeado de una estética kitsch. Marcelo trabaja en uno de los despachos próximos. Moreno, con incipientes huellas blanquecinas en patillas y bigote,  atractivo y estatura desapercibida, se acerca como todos los días al finalizar la jornada. Se encamina osado, con notable convicción y merodea fingiendo titubear, pero la decisión de acudir está tomada muchas horas antes. Al entrar se topa con la cortina de terciopelo y color granate, con una única abertura, desgastada por el manoseo de tantos gestos impacientes. El encargado le saluda con cordialidad y él se siente reconocido. "La chicas" se distribuyen estratégicamente por la sala y la mayoría se parapetan tras la barra de un mostrador, forrado de rojo, negro y abalorios dorados. En el interior apenas se distinguen los cuerpos de "las chicas". Casi todas visten con la misma hechura: ínfimas faldas de cuero negro rematadas en la cintura, más o menos cuidada, por grandes cinturones de charol rojo y mayúsculas hebillas, que reflejan la tenue luz del estridente fucsia del local. Entre todas destacan dos. No han dejado de alternar en el  local desde que abrió hace unos cuantos años. Los asiduos las llaman cariñosamente las SS.








Sandra es una mujer esbelta, de hombros equilibrados y espalda espléndida. Está sola, espera sentada en un taburete luciendo sus estilizadas piernas y un escote invasor. Sonia es una chica pusilánime y nada agraciada, lo que compensa con cantidades abundantes de maquillaje, es compañera inseparable y la protegida de Sandra.

Sonia está con un cliente. Espera que entre otro con mejores expectativas para ella. Inmediatamente le abandona con una falsa excusa y se acerca al recién llegado dando muestras de estarle esperando impaciente, le deja un beso carnoso y húmedo sobre su mejilla con la marca del carmín de sus labios a modo de mordedura de medusa y se pone una copa.  Así es Sonia, siempre al acecho.
   
Sandra siempre espera inadvertida, por su presencia, aparatosidad y fuerte carácter, . Solo cambia de actitud cuando es la hora de que llegue Marcelo. Desde su taburete está atenta a quién traspasa la cortina, mira el reloj, son casi la nueve de la noche. Marcelo se retrasa, suele llegar antes. Se mueve nerviosa, se coloca detrás de la barra, enciende un cigarrillo, coge una copa, se pone un poco de agua y dos hielos, simulando un vodka y se sitúa en el otro extremo que está en penumbra. Inquieta, no deja de mirar la puerta y el reloj que está junto a las botellas de whisky. Son las nueve y veinte. Su cara expresa un ¡por fin!, sin pronunciarlo. Marcelo entra azorado consciente de que se retrasa, busca entre las chicas y no la ve, hasta que aparece Sonia, la mira y la interpela gesticulando con los hombros con un ademán chulesco.




— ¿Y Sandra?

No le contesta. Con los ojos indica la parte oscura de la barra. Sandra surge de las sombras. Decidida va hacia él, que le coge de la mano y se sientan.

— No te esperaba. ¿Me pongo una copa?

— Lo tienes bien aprendido.

— Si te lo tomas así, no te molesto.

— Me molesta el tono que empleas y parece que quieras tratarme como a uno más.

— Para mí, aquí dentro eres uno más.

— Se te olvidan las promesas y las facilidades de otros momentos. 

— Lo que llamas otros momentos coinciden con los días que te sientes generoso conmigo. 

— Así es difícil que podamos hacer el viaje.

— Para salir de los momentos difíciles siempre empleas el dichoso viaje como excusa.

— Sabes que deseo hacer un largo viaje al sitio que prefieras. A una de esas islas con playas de arena suave y blanca, con un mar en calma...

— Ya estás soñando y repites siempre el mismo cuento. No te creo.

Sandra salta del taburete y se dirige resuelta a los lavabos tropezando con el pico del mostrador. Desaparece por el pasillo, llorando.

La confianza que existe entre Marcelo y 
Samuel, el encargado, hace que cuando nadie los oye, la llame por el verdadero nombre de Sandra, Mari Ángeles, que incluso Sonia desconoce. Samuel habla con frecuencia con Marcelo cuando ella no está delante.

— No debía decírtelo, pero Mari Ángeles solo tiene ojos para ti. Procura evitar a otros clientes y tengo que hacerle algún reproche con la mirada, entonces reacciona y finge estar solícita con él.

— Está bien. Sabes que estoy casado y quiero a mi mujer.

— Entonces ¿Cómo explicas tu actitud?

— Cuando llego aquí me transformo. Solo  puedo pensar en ella, estoy en sus manos.

— No me atrevo a decírtelo, pero piensa que de esta manera le estás haciendo mucho daño.





—  No sé qué hacer. No debería volver por aquí.

Samuel niega con la cabeza.

— No resuelve la situación. Ella te quiere.

— Lo sé, pero no puedo vivir así. Sé que le encantaría hacer un viaje, los dos. El sitio no importa, pero solos. Cuando hablamos del viaje se convierte en otra persona, me trata como a su verdadero amante. Me apetece hacerlo, pero tengo pánico. 

— Díselo.

—Me preocupa lo que sentirá Mari Ángeles al verse fuera de aquí. Entonces hará proyectos. Me preguntará por qué no lo dejo todo y construimos una vida lejos de aquí, fuera de todo esto. No soportará mirar al pasado.

— No lo espera. Pídele que te acompañe como si se tratara de un viaje de trabajo y le quitas importancia, una vez en el lugar que elijáis solo depende de los dos.


Sonia advierte que Sandra ha desaparecido hace más de diez minutos. Marcelo y Samuel dejan de hablar y están pendientes de Sonia. Bruscamente, deja el taburete y se dirige al lavabo. Se escuchan los golpes insistentes en la puerta y su voz gritando:

"¡Sandra! ¡Sandra! No lo hagas" 




Javier Aragüés  (febrero de 2018)

martes, 13 de febrero de 2018

EL CONDUCTOR

Un gusano de luz se arrastra a gran velocidad llevando en sus entrañas a seres indefensos condenados a una vida que se va apagando en cada traviesa y se agota en cada reflexión. El traqueteo del convoy apacigua a los más tenaces que terminan conformándose con lo que se ha convertido su proyecto vital: deambular sin descanso y sin objetivos.

Soy conductor de metro. Me deslizo por la vida y procuro no detenerme en las estaciones donde se oculta la frustración. Mi trabajo se desarrolla por el interior de un conducto de cemento por el que recorro las vísceras  de la ciudad. Aquí abajo, en el subsuelo, se equiparan los sueños, se vive con la misma ansiedad y la soledad invade cualquier escondrijo a salvo de la melancolía. Huyo de la pesadumbre de los días, busco en cada andén un vestigio de existencia que anuncie vida, pero solo distingo formas inertes. Siempre me tropiezo con la vacuidad.




Cada mañana, un supervisor está junto a mí, vigila cada gesto, condiciona mis movimientos y me hace virar a su antojo. Sus indicaciones responden a la lógica para discurrir por los hechos sin sobresaltos: "todas se ajustan a la norma para evitar percances". Entiendo la obligatoriedad del precepto para eludir riesgos, pero me limita y me impide transitar por la vida con convicción.

El interventor no asegura la felicidad en todos los trayectos, ni a mí, ni a los pasajeros, pero garantiza que sí sigo sus instrucciones, saldré indemne del recorrido. Al pasar por las estaciones, me obliga a regular la velocidad hasta detenerme y volver a arrancar, apenas sin pausa, lo que impide deleitarme con el aspecto del andén, del que forman parte los pacientes viajeros.






Me entristece tener modulada la velocidad por la que circulo por la vida y tampoco me siento libre para  detenerme. No puedo observar con calma a los que se sitúan en los andenes.

Algunas veces deseo hablar con algún viajero que está esperando el tren, pero cuando sube se diluye entre el resto de la gente y pierdo toda posibilidad de que me pueda decir lo que siente, porque solo pronuncia el silencio.

De los viajeros, no sé nada. Ignoro si son libres para coger este tren, tampoco  lo que opinan  del comportamiento del resto de pasajeros.

Me preocupa el número de estaciones que faltan para llegar a la última. Cuando pregunto al supervisor, persiste en su deseo de abstracción y responde: "faltan n+1, siendo n todas las que tenemos que recorrer hasta llegar a la penúltima". Es un trayecto endiablado en el que nada cambia. Entre los viajeros persiste el tedio y se agudiza el silencio. El conformismo se instala, nadie opina ni se queja. El desinterés crece con la duración del trayecto y se hace crítico al aproximarnos a la estación n.



Al llegar a una estación de las muchas del recorrido, en el andén, hay una mujer y una niña cogida de la mano. Parece que son madre e hija. El supervisor me ordena detener el metro. Las dos, rodeadas de murmullos, suben al vagón situado en cabeza. Los pasajeros les hacen sitio. La niña, de unos doce años, tiene ojos oscuros y tristes, grandes como sus ansias de aprender; la boca perfilada para vocalizar con rotundidad y manos expresivas, que se mueven al compás de sus palabras. 

Comienza a hablar, la escucho desde mi cabina. Entre el silencio del pasaje y el golpeteo de la ruedas sobre los raíles, destaca la voz de la pequeña que pregunta a  su madre.

— ¿A dónde vamos?

 — Este metro nos lleva hasta el final del trayecto. Si un viajero se siente fatigado o indispuesto, puede bajar en la siguiente estación, pero no podrá volver a coger el tren.

—  Pero nosotras, ¿por qué viajamos en metro?

—  Porque es el medio más rápido para ir de un lugar a otro.

— A mí no me gusta ir tan de prisa. Prefiero caminar bajo el sol y las nubes, sentir las gotas de lluvia y respirar entre las plantas. 

En la siguiente parada, la niña comenta las imágenes de los anuncios del andén. Ninguno de los viajeros se ha detenido a mirar.

— Mira mamá ese parque está lleno de niños. Están jugando y sus abuelos ríen sentados en los bancos. Me gusta ese letrero que dice: VIVE LA VIDA QUE QUIERES VIVIR. O ese otro: IMPOSIBLE NO ES NADA. Me gusta, mamá.

— A mí también hija.

Al oír a la nena descubro que no tengo ojos para admirar la belleza de la infancia, tampoco para disfrutar de la quietud de la madurez, y que se me ha olvidado vivir. 

Salvo la niña, el resto de los pasajeros permanece en silencio. Lentamente, sin fuerzas, se van agolpando en las puertas de salida. La voz artificial que refuerza la señal acústica anuncia que estamos llegando a la estación n. La mayoría de viajeros se disponen a bajar. Mientras voy reduciendo velocidad pienso en el final. Deseo que la pequeña no descienda hasta la estación n+1 para poder hacerlo con ella y pasar a ser conductor de la vida. 



Javier Aragüés (febrero de 2018)







miércoles, 7 de febrero de 2018

PASAIA

La humedad dominaba el puerto y reposaba en los brazos mecánicos de las grúas que cortejaban a la flota pesquera y a los escasos mercantes. Alguna bocina disonaba en la bahía tranquila y recibía con calma el caudal del río Oyarzun, que señoreaba en el lugar desde hacía siglos y hacía compatible sus aguas, con las salobres y algo domadas del Cantábrico, en el fondo de la ensenada. 





Los reflejos de los colores vivos: rojos, blancos y verdes, característicos del País Vasco, dominaban la superficie del agua y se imponían sobre los cascos de la mayoría de las embarcaciones. El cielo melancólico, el ambiente empapado y el olor a mar invadían la población donostiarra. Se formaban pequeñas gotas de agua sobre todos los elementos del paisaje que enclaustraban el aire y recordaban  cómo se sentían algunos en esa tierra.

Gorka acudía puntual a la cita, había quedado con los componentes de su cuadrilla a tomar unos vinos después del "currelo", hasta que se hiciera la hora de la cena. Los recibía en el embarcadero. El primer gesto era alargar el brazo hasta asir uno de los pasamanos húmedos de la barca, eso le hacía sentir que la amistad estaba cerca. Siempre empezaban la ronda por la taberna más próxima al muelle que enlazaba los dos Pasajes (Pasaia), San Pedro y San Juan; era inimaginable la bahía sin la presencia de la pequeña barca a motor, que solo se detenía para embarcar y desembarcar
 pasajeros y los llevaba  de una a otra orilla, sin alterar el paisaje. 

La mayoría de sus amigos eran de Pasajes San Pedro, pero acudían al otro lado de la ría porque encontraban aquella orilla y el pueblo más euskaldún (vasco). Andoni era su mejor amigo. Pertenecía a una familia de pescadores, aunque él siempre empleaba el término arrantzales, para  recalcar que algo diferente había entre ser pescador vasco y un mero capturador de pescado. Su padre y sus tíos se embarcaban desde siempre, para ir a faenar el bacalao a Terranova, en Canadá. Lo hacían en otoño y no regresaban hasta acabar la primavera.



Vista del puerto de PASAIA


Andoni conocía bien la historia  y alardeaba de sus antepasados. Decía: "desde 1525, vamos a buscar el bacalao y ahí está la primera armadora pesquera del país, Pesquerías y Secaderos de Bacalao de España S.A, la P.Y.S.B.E, que es de Pasajes". Esta historia le encantaba repetirla, recordaba perfectamente el año y ponía  mayor énfasis si estaba delante algún forastero; pero corrían los años setenta, las reservas marinas se agotaban y el sector entraba en crisis, las leyes de protección de especies y caladeros cuestionaban esta industria pesquera.

Lo que en aquellos años setenta estaba en auge, entre los jóvenes, y los no tan jóvenes, era el sentimiento nacionalista vasco, llevado a sus últimas consecuencias. La organización ETA, Euskadi Ta Askatasuna, en euskera, País Vasco y Libertad, en español era una organización terrorista, nacionalista vasca, que se estaba extendiendo por todo Euskadi. Alcanzaba gran simpatía en sus comienzos por su marcado carácter antifranquista para después de los años pasar a ser sinónimo de muerte. Andoni simpatizaba con los miembros de la banda, y yo también. En la calle se simplificaban las cosas y al final lo que importaba era si te considerabas, y te consideraban, abertzale (patriota) o no. Andoni era intelectualmente, muy simple y esquemático. Buscaba reducir la complejidad de las cosas a un bueno o malo, o si es que había que pensar: a un sí, o un no, sin argumentos, Eso tampoco distaba de lo que la sociedad vasca quería entender para soportar la ya incipiente irracionalidad. 


Aunque Andoni hablaba euskera, entre nosotros hablábamos en castellano salpicado de algunas palabras sencillas en vasco que todos conocíamos, al margen del manoseado y respetado agur. 

Aquella tarde  después de hacer la ronda por los bares de Pasajes San Juan, cruzamos la ría con la motora hasta el otro Pasaia. Al bajar en el amarradero, Andoni esperó a que el resto de la cuadrilla se hubiera ido. Entonces me pasó el brazo sobre mi hombro y me llevó hasta su casa. Subimos la escalera exterior del caserio y al agarrar la barandilla, sentí las gotas que anunciaban la presencia de la inseparable humedad y la sensación de sigilo. 






Foto de Mónica Aragüés





En la entrada nos esperaban su padre y sus tíos. En el salón, una luz tenue anunciaba la gravedad de la reunión. Tomó la palabra el padre.

—Gorka, para mí eres un hijo más. Sabes que Euskal Herria, nuestra patria, está atravesando  momentos difíciles y reclama a sus hombres, los verdaderos gudaris (soldados vascos) para que acudan en su ayuda. 

Andoni se atrevió a hablar y preguntó.

— ¿Qué quieres de nosotros?

— Es el momento de luchar por la tierra de los aitas (padres). Si nos pide un sacrificio debéis estar orgullosos de estar entre los elegidos. Los grupos de lucha necesitan combatientes jóvenes como vosotros, dispuestos a llegar hasta el final.

Tanto Andoni como yo entendíamos que nos estaban pidiendo pasar a formar parte de los comandos armados. Sabíamos que existían, pero nos veíamos muy lejos de formar parte de ellos, no nos habíamos planteado comprometernos hasta ese extremo. 

Miré a una de las ventanas y la lluvia se retenía en el marco, sobre los cristales. Las gotas expresaban el cautiverio, pero también la naturaleza viva.

A la vez, los tíos de Andoni, con gesto serio, cerraban sus puños y añadían patetismo a las palabras épicas del padre.

Andoni, atónito, hizo un sobresfuerzo para comportarse como un hombre cabal, desconocido para mí. Miró a su padre y habló por los dos.

— Aita, nos estás pidiendo algo que puede cambiar nuestras vidas y expulsarnos de la sociedad. Yo no te puedo contestar y Gorka, creo que tampoco.

La reunión no acabó aquí, padre y tíos siguieron insistiendo hasta que a la media noche Andoni me acompañó a la barca con sensación de haberme llevado a una encerrona. 

Los días transcurrieron con normalidad tensa, bajo el sirimiri; hasta que una tarde Andoni cuando estábamos de nuevo los dos a solas, me sujetó por el hombro; yo, timorato, intenté separarme.

— ¡Gorka! espera. Se me ha ocurrido una idea para evitar esta añagaza. Desaparezcamos. No sabrán si nos hemos unido a algún comando.

Aunque la propuesta, era arriesgada no parecía un disparate. Al día siguiente después de tomar unos vinos con la cuadrilla, los dos, nos dirigimos a Trincherpe; un barco salía para pescar la merluza en el Golfo de Vizcaya y tocaría puerto en Capbretón, en la región de las Landas. 


En  la madrugada fría y húmeda, divisábamos tierra. Con marejadilla, algunas olas salpicaban la cubierta. Cogí por el hombro a Andoni y con la otra mano me agarré con fuerza a la barandilla de popa. Estaba empapada y cubierta de gotas de agua. Eran las de siempre, pero esa mañana anunciaban la libertad.                                




  Javier Aragüés (febrero de 2018)

sábado, 3 de febrero de 2018

LA PEONZA

Ramonín era un hombre corpulento y entrado en años, me recordaba al leñador bonachón que aparecía en casi todos los cuentos con un bosque encantado. Tenía el pelo corto y blanco, cejas pobladas del mismo color y labios sonrosados y carnosos. Pero lo que le distinguía eran sus manos mayúsculas, como verdaderas palas.

Yo le veía como a un gigante bondadoso que corría en auxilio de los desdichados. 

Como si me fuera a contar un cuento decía:




la peonza 


—Vamos a jugar a la peonza. Es un juguete antiguo, muy antiguo. Jugaban mis abuelos, los abuelos de mis abuelos, y los abuelos de los abuelos de mis.., estoy seguro de que te gustará. 

Aquella tarde sacó un objeto de madera de uno de los bolsillos de su chaqueta, extendió su manaza y me lo ofreció:

—Ten Luisito, —yo muy atento, agarré con una mano el objeto de madera, macizo y en forma de pera, acabado en punta metálica—,  sujétalo entre tus dedos.

—¿Así está bien?

— Por ahora sí. Esta cosa se llama peonza, otros la llaman trompo. Tienes que aprender a cogerla. Pon el dedo índice, en la parte más ancha y el pulgar  en la punta de hierro del otro extremo— dijo muy serio.

Yo inseguro, le miraba con la peonza entre mis dedos, buscando su aprobación. Él me corregía de manera protectora, una y otra vez, hasta que exclamó: 

—¡Así! ¡Así! Aprieta bien los dedos, no se te puede escapar.

Yo hacía lo que podía, cerraba fuerte los ojos para subrayar el esfuerzo, y a pesar de eso se me caía más de una vez. 

Me ensimismaba el cuidado que ponía en las explicaciones y el cariño con que me enmendaba. Tras varios días de enseñarme a cogerla y a familiarizarme con el juguete conseguí que no se me cayera.

Una tarde, después de clase y en su casa, a la que acudía después de hacer los deberes, mirándome con sus ojos fatigados, me dijo:

— No hemos acabado. Ahora tienes que prestar mucha atención. No hace falta que la aprietes, basta con que la sujetes. 

Me dio un cordel.

— ¿Qué hago?

— Tienes que enrollarlo por completo alrededor de la peonza, empezando desde la punta. Lía la cuerda alrededor del trompo, una vuelta y otra, sujetándolo con el dedo pulgar, y con la otra mano sigue enrollándolo en círculos hasta recubrir toda la peonza. 
Cuando hayas acabado, coloca el dedo pulgar en la punta metálica y los dedos índice y corazón en la parte superior del trompo, apretando fuerte los tres. Es importante que la cuerda quede enganchada entre estos dos dedos. Te he puesto una moneda de dos reales con un nudo para que la sujetes. Todo esto es necesario para prepararte porque la tienes que lanzar, y al hacerlo  no se te puede escapar —me explicaba sin detenerse y a la vez, de manera pausada.

Todo lo que me decía Ramonín, para mí era lo más importante que me estaba ocurriendo desde hacía años. Tenía la misma sensación que cuando fui al cine por primera vez, mi madre me lo prometía pero nunca llegaba el momento. 


Él y su mujer, Doloritas, así la llamaba, eran mis vecinos; un día me llevaron al cine. Ella encarnaba a una anciana de cabello albo, débil y recogido en forma de rodete apretado, en lo más alto de su escaso entendimiento que quedaba compensado, con creces, con la bondad que cultivaba. Para mí, eran los abuelos que no había tenido.


Yo era un niño gordito, no muy alto, se reían de mí y de mi escasa habilidad en los juegos habituales de los chavales de esa edad; y yo pensaba que si aprendía a hacer bailar la peonza podría ser respetado.  


Ya estaba dispuesto para alcanzar la destreza que me iba a permitir codearme con los compañeros del colegio que, como poco, me ignoraban. 

Ramonín, era consciente de los malos ratos que me hacían pasar los chicos de mi clase y de que no tenìa amigos. 

En un tono más serio de lo habitual, para remarcar la importancia de lo que me iba a contar, me acercó hacia sí, con sus poderosos brazos.

— Ramonín, ¿ahora que hago?

— Antes de lanzar la peonza la sujetas en la palma de la mano y agarras el extremo del cordel con la moneda entre los dos dedos, el índice y el corazón. Como te he dicho, con fuerza, para que no se escape al lanzarla, colocas el dedo índice en la parte superior y el pulgar en la punta,— en cada frase me cogía con su manaza, que guiaba y rodeaba completamente a la mía— : ya puedes lanzar el trompo. ¡Tira fuerte del cordel!








Aunque se hizo un silencio, la expresión en su rostro reflejaba que yo estaba a punto de ser respetado.


En la peonza que me había regalado Ramonín había pintado círculos de distintos colores sobre la madera. Cuando la lanzaba y conseguía hacerla bailar, en su movimiento, los círculos se convertían en infinidad de collares que se terminaban reduciendo a un punto, en la punta de la púa, y continuaban en un eterno movimiento inagotable como mis sueños. Al contemplarla, me veía esbelto y rodeado de amigos, todos jugando con nuestras peonzas que bailaban sin detenerse.


Ramonín me había prometido enseñarme algún nuevo truco cuando dominara bailar la peonza. Seguí practicando todos las tardes.


Despertó un día anubarrado sin rendijas para la luz. Al terminar mis clases, como siempre, me dirigí a casa, mientras, un grupo de vecinos se apilaban en el portal. Ellas, llorosas, rodeaban a Doloritas que me acerco a su cara, me besó en la mejilla y susurró: 


 "Ramonín no podrá verte, ha emprendido un largo viaje. Hasta que regrese me ha dicho que no dejes de hacer bailar la peonza".




Javier Aragüés (febrero de 2018)