miércoles, 13 de marzo de 2019

LA PARRA


Cruzaba la plaza de Escuderos y me dirigía a la casa de tía Fredes que era mi lugar preferido para jugar. Aunque todos la llamaban así, pero la verdad es que era la tía de mi amigo Estebitan, que como yo, tampoco era del pueblo, pero pasábamos allí todos los veranos; estábamos tan compenetrados que sin hablar nos entendíamos.

Como cada jueves, tía Fredes nos dejaba jugar en el patio descomunal que daba a la parte trasera de la mansión. De ella decían que era viuda y vivía sola; esos eran los motivos por los que estaba en boca de todos, pero jamás la había visto nadie, excepto Estebitan; aunque eso no era del todo cierto. Los jueves, yo la veía desde lejos cuando me avisaba mi amigo. De no ser así, se podía decir que la tía Fredes no habitaba en el viejo caserón. Yo sabía que aparecía cuando estábamos en el patio; era algo que temía y a la vez lo deseaba. Surgía de la nada cuando me advertía mi amigo. Ella era para mí  como un bulto oscuro que caminaba arrastrando los pies, de un extremo a otro del estrecho mirador que dominaba el patio; se detenía de forma inesperada y con sus binóculos parecía que nos miraba. Eso decía Estebitan. Digo esto, porque cuando ocurría yo bajaba la mirada y me lo imaginaba tal y como lo explicaba mi amigo. Aparentemente la mujer no se metía en nada, pero bastaba un comentario apagado de Estebitan: "¡Cuidado, que se asoma tía Fredes!", y en ese momento dejábamos todo y dirigíamos la vista al corredor. Yo hacía el gesto, porque no me atrevía a mirar. Estebitan decía: "Cuidado, ya está ahí tía Fredes, en vez de andar parece que repta", y corríamos a refugiarnos. Eran unos momentos intensos. Necesitábamos algunos minutos para dejar de jadear y calmarnos, solo lo estábamos cuando nos sentíamos a cubierto y eso que 
Estebitan era algo mayor que yo.

Siempre elegíamos el mismo escondite, bajo una gran parra en uno de los extremos del inmenso patio. Allí pasábamos horas hasta estar seguros que la tía Fredes no se acercaba; por otra parte, eso jamás había ocurrido.






La parra se veía como una mata frondosa, inofensiva, desde el camino que la unía con la gran mansión. Todo cambiaba al intentar adentrarse bajo las ramas que apenas se extendían porque se entrelazaban hasta hacerla impenetrable y difícilmente dejaban pasar la luz. Era una parra singular, nadie sabía porque había crecido allí, nadie la cuidaba, ni tenía los típicos travesaños que la forzaban para dar forma a una celosía; era una parra salvaje. 

 Estebitan tuvo la idea de hacernos paso entre sus ramas hasta llegar al robusto y retorcido tronco y allí cavar una zanja muy profunda a modo de trinchera para parapetarnos, por si tía Fredes decidía hacer una incursión. Tardó en convencerme. Yo estaba aterrorizado ante la reacción de su tía si nos descubría, pero al final cedí.

Empezamos a cavar a principio de un verano. Estebitan consiguió un pico y una pala abandonados en un cobertizo. Cavábamos

durante el día, y por las tardes, cuando ella dormía la siesta, retirábamos la tierra. El verano terminaba y Estebitan insistía en que el hoyo aún no era lo suficiente profundo. Decidimos no proseguir y continuar el verano siguiente.


Aquel verano, todo cambió. nunca lo podré olvidar, Estebitan ya no llevaba pantalones cortos, sobre sus labios aparecía una difuminada pelusilla negra y tenía la cara salpicada de pequeños granos, algunos con puntas blancas. Lo que más me impresionaba era como había cambiado su voz. Siempre me había dejado influenciar por él, porque en ningún momento ocultaba que estaba en su casa, bueno en la de su tía, que a todos los efectos era lo mismo. 

Continuábamos avanzando con nuestro escondite haciendo el menor ruido posible. Una tarde habíamos acumulado gran cantidad de tierra bajo la parra, Estebitan con un gesto me pidió silencio, me indico que continuara cavando mientras él la retiraba. Me quedé solo bajo la parra rodeado de un ambiente mudo y hostil que no dejaba pasar la luz y me senté a descansar en el fondo del boquete que habíamos cavado. A mi alrededor, las paredes de tierra callada por las que se dejaban ver algunas porciones de raíz de la parra como alambres retorcidos. El escondite tenía ya la profundidad de uno de nosotros. Pasaron unos minutos eternos, me extrañó que no volviera mi amigo. En medio de la quietud, oí como si alguien se arrastrara. Levanté los ojos y el terror me paralizó. En la boca del agujero, Estebitan agarraba una silueta negra y me observaba.

No volvimos a jugar.          

                                      
Javier Aragüés (marzo de 2019)

1 comentario:

Unknown dijo...

Es, digamos muy interesante aunque a mi me ha recordado a mi infancia. Curiosamente todos los pueblos tienen alguna historia misteriosa. Alguien que está en el pueblo pero nadie lo ve y todos murmuran sobre su presencia. También es curioso que en muchas ocasiones son mujeres que viven en mansiones y debido a alguna desgracia se han encerrado en ellas para no salir más. Las damas misteriosas, una veces benévolas y otras verdaderos seres malvados.
Yo recuerdo que cuando era pequeña mi tía veraneaba en Gelida y cuando estábamos en Barcelona, en casa de los abuelos, íbamos a verla. Un poco antes de llegar en el monte, entre los árboles se veía una mansión. Una gran casa medio en ruina. Mi prima me contó que allí vivía una mujer que estaba loca y que las noches de tormenta salia con su camisón blanco a la terraza y tendía billetes de mil pesetas. Todos sabían que era muy rica, pero nadie se atrevía a acercarse a su casa.
-Tu la has visto?
-Noo, que va. Pero hay quién si.

Un abrazo Javier.
Rosa Mary