sábado, 29 de febrero de 2020

ALIVIO





"Creo que todos tenemos un poco de esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es insanamente cuerdo".


Julio Cortázar


Dos hombres uniformados blanco cruel le llevaron a la habitación. Con contundencia, le lanzaron sobre el catre. Aparecían el cansancio y el dolor de cabeza.  Era la respuesta habitual al caerle  la bandeja de la comida, lo que le ocurría a menudo, cuando somnoliento y tumbado sobre la cama intentaba incorporarse. Para él, el ruido de  los utensilios  al impactar contra el suelo, se convertía en  una sinfonía estridente, insoportable; participaban el plato de aluminio, los cubiertos de madera y el vaso, además de los alimentos que se esparcían incontrolados y el sonido amplificado del agua al derramarse sobre el suelo grasiento. 

En su estado, todo se magnificaba, pero había un dolor que no podía exteriorizar. Cuando sentía la presión de las manazas de los dos hombres sobre sus brazos, le recorría un deseo múltiple; el de sometimiento, el de rebeldía y el de necesidad de venganza. Ninguno se concretaba y todo ese amasijo de impulsos y contradicciones se hacía fuerte hasta que un nuevo incidente le llevaba a la desesperación y al consiguiente maltrato de sus cuidadores. Acusaba el dolor físico, que era pasajero, pero no toleraba el avasallamiento moral  en forma de insulto, el desprecio a su persona y el aislamiento. Siempre solo, salvo la compañía y complicidad de un interno, que no se separaba de él.

Para liberarse, en más de una ocasión había pensado la manera de evitar la ingesta de los sedantes, de los somníferos y de todo tipo de antipsicóticos, pero su estado le invalidaba. La única liberación era posible en los sueños, en los que consumaba la muerte de más de un celador, después de haberle infringido un terrible sufrimiento a él,  o a sus familiares más directos. 

El sueño más reconfortante le situaba  ante  el máximo responsable del centro, el director médico; cerraba la puerta y aquel hombre, poderoso hasta entonces, se postraba de rodillas pidiendo clemencia. Lo más sorprendente  para él, era la incerteza de si era un sueño o  una secuencia en su vida y era esa duda, la que le mantenía vivo.

Aquella misma noche, después de una crisis muy intensa,  llegaron a abrocharle una camisa de largas mangas, de tejido áspero y blanco maltratado, que sujetaron a su espalda para inmovilizarle. En un descuido y, con la ayuda del interno —su compañero inseparable— logró zafarse. Sin oposición, consiguió llegar hasta el despacho del director.  Todas las imágenes se congelaron y aquel hombre  yacía en el suelo con el cuello seccionado. Un torrente incontenible de sangre gruesa y amarronada asomaba por debajo de la puerta, fue lo que le delató.

Oía voces, gritos y urgencias. Inmóvil, apoyado en una de las grises paredes del cuarto, sintió un grotesco alivio y la presión de dos manos desmesuradas sobre sus brazos. Inusualmente,  le conducían en volandas hacia la libertad.




Javier Aragüés (Marzo de 2020)

viernes, 28 de febrero de 2020

PÚRPURA









Anochecía, En los callejones húmedos y mal empedrados, el destello de las tristes farolas se hacía paso. El barrio, incrustado en la ciudad portuaria, encendía las luces de los tugurios los días en que los marineros, después de varios meses faenando, tocaban tierra. El olor a desagüé y a fritura de pescado, caracterizaban el arrabal. Ella, frente a un espejo desfigurado, se pintaba con un lápiz de labios que apenas dejaba asomar el carmín. Las medias, las únicas que tenía, remarcaban sus piernas y se estiraba de las comisuras de los labios hasta conseguir un rostro de verdad. De esa guisa, descendía de su cuarto sin convicción. Lo hacía con sigilo porque, aunque el vecindario lo imaginaba, ella intentaba pasar inadvertida. Dudaba si vestirse de otra manera, pero era inevitable. 

Al salir del portal se topó con una mujer ataviada de púrpura. No paraba de reír. Aquel ser estridente comenzó a seguirla. Si ella aceleraba, el atuendo replicaba. No dejó de acosarla, hasta que, jadeando, se detuvo y se la encaró. 


— ¿Quién eres?

—Sabes quién soy. Tu verdad de color púrpura. 

— ¿Y eso que tiene que ver conmigo?

—Soy la otra. La que no reconoces. Cada tarde, frente al espejo te adornas para sacarme pasear.

—No te confundas. Es mi profesión.

—Tienes facilidad para intimar con hombres, e incluso con algunas mujeres. Estás predispuesta a ser afable y permisiva. Es innato en ti.

— ¿Cómo lo sabes?


Con un desaire, la mujer aceleró el paso. La voz discordante se desvaneció. Ella dudó si esa conversación había tenido lugar.


Continuó caminando con paso decidido hasta que otra mujer la saludó.


—¿Trabajas esta noche?


—Por supuesto, aunque no quisiera,


—Todos los días me pregunto por qué te vistes de púrpura.


Ella se estremeció. Repasó mentalmente como iba vestida. Dominaba el negro. Dudó. Al comprobar que las medias eran  de ese color, se tranquilizó por unos instantes. 

Caminaron hasta llegar a un gran patio. Ella continuó sola. Observó cómo al cruzarse con otras personas, todas vestidas de blanco, se giraban  al llegar a su altura para mirarla con descaro. Ella se sentía halagada.

Al final del pasillo un grupo formado por dos hombres y tres mujeres la esperaban. Por megafonía se escuchó. "Se ruega a la auxiliar de enfermería que se presente en quirófano"


 Javier Aragüés (Febrero de 2020)


martes, 18 de febrero de 2020

DOS TRENES


Para que exista el reencuentro ha de existir la ausencia  el alejamiento del ser querido, el que soñamos que nos quiere y que nosotros deseamos.


Javier Aragüés




Olga acudía cada tarde al andén infinito de la estación cubierto por un armazón de hierro forjado en un  gris frío, por el que solo circulaban dos trenes de vía única. 

El Transiberiano atravesaba el continente como los desencuentros habían atravesado su alma. Era un tren lento y torpe, recubierto de un negro sucio y  apagado que contrastaba con los colores de la estepa. Transportaba hombres y mujeres
, sin esperanza e inútiles para amar. 

Olga no quería subir a ese tren. Hasta ese día, expresamente, siempre lo había perdido. Llegaba tarde a la estación porque le aterraba coger aquel tren que la llevaría a un paraje indefinido, lejano , en donde la única certeza era la de estar expuesta a un frío perpetuo y al miedo a contagiarse de esa enfermedad tan grave, conocida como la incapacidad de amar, que se propagaba entre los seres solitarios y refractarios a los sentimientos.

Día tras otro, conscientemente, provocaba la pérdida de ese tren odioso, que no tenía horario fijo pero que si lo encontraba estacionado en el andén sabía que el pánico sería terrible y no estaba segura de tener el valor suficiente para soportarlo. Tantos días pasó encogida por el miedo, por el sufrimiento a lo imprevisible, que llegó a dudar de cuál era el motivo por el que cada día acudía a esa estación.

Aquel día lucía un sol radiante. Al despertar, fue capaz de mirarse, recreándose en el espejo, como hacía meses que no lo había hecho, quizás en toda su vida.  Experimentó una sensación desconocida y se identificó con su yo. Disfrazada de verdad se echó a la calle sin mirar la hora. No le importaba encontrarse con el Transiberiano; estaba preparada, desbordada de sueños y deseos. Entró por la puerta principal de la estación. En ese momento sonaron dos largos pitidos que anunciaban la salida del tren. El Transiberiano se alejaba envuelto en una nube densa de vapor gris que lo desdibujaba y se perdía camino de la estepa. 


Tuvo que esperar más de una hora. Un tren anunciaba la entrada en la vetusta estación. Era el Orient Express. Largos vagones de color azul impecable hacían su entrada al compás de un traqueteo armonioso. Olga, al verlo, no dudó que era el tren que tantas veces había imaginado y nunca llegaba: Un tren que solo transportaba personas llenas de vida y dispuestas a amar hacía su entrada sin alardes. El convoy fue aminorando su marcha y a Olga le permitió, sin forzar el paso, repasar cada vagón hasta encontrarle.


Le vio. Era él, la persona amada, y la buscaba. Lo había hecho toda la vida. Desde la plataforma, la miró. Olga, inmóvil, le esperaba.  
El Transiberiano no volvió a circular.



Javier Aragüés (febrero de 2020)

lunes, 17 de febrero de 2020

EL DESFILE

Dicen Que Mi Patria Es

Dicen que la patria es
un fusil y una bandera
mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra.

Mi patria son mis hermanos
que están labrando la tierra
mientras aquí nos enseñan
cómo se mata en la guerra.

Ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro, que no
ay, que yo no tiro contra mis hermanos.
Ay, que yo tirara, que sí,
ay, que yo tirara, que sí
contra los que ahogan al pueblo en sus manos.

Nos preparan a la lucha
en contra de los obreros
mal rayo me parta a mí
si ataco a mis compañeros.

La guerra que tanto temen
no viene del extranjero
son huelgas igual que aquellas
que ganaron los mineros.

Si mi hermano se levanta
estando yo en el cuartel
tomo el fusil y la manta
y me echo al monte con él.






Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.





********************






Era domingo 15 de agosto de 1968. Todo estaba preparado para el gran día. Se celebraba la jura de bandera. Los rayos perpendiculares del sol castigaban la gran explanada y a todo lo que se situase sobre ella, era luminoso e implacable. Todos los que se exponían no lograrían salvarse. 


En el inmenso y baldío descampado se agolpaban 1.500 hombres, futuros soldados de un país imaginario llamado Patria. Era un país de grises. La miseria iba de la mano del desconocimiento, escoltados por el miedo y el olvido.  


La tropa estaba alineada en pelotones, seis para ser exactos, cada uno integrado por veinticinco reclutas y al mando se situaba un suboficial que no pertenecía precisamente al escuadrón de intelectuales. Pero la nomenclatura iba más allá, hasta llegar al número redondo del total. Cada seis pelotones formaban una compañía y cinco compañías constituían un batallón. Los dos batallones, como si fueran uno, permanecían rígidos y obligados a gesticular al unísono, al toque del clarín. 


El acto lo presidía un general y el gobernador civil de la provincia. El militar llevaba prendidas en su pecho un sinfín de alegorías metálicas —una por cada batalla perdida al amor— que no cesaban de tintinear al compás de las marchas que solo enardecían a los más sordos. El gobernador estaba acompañado de su esposa, 
una sufrida mujer que tapaba sus humillaciones con una mantilla negra y una peineta hincada hasta el conocimiento. No faltaba un capellán castrense que era un hombre a caballo entre Dios y las armas.  

Todo parecía controlado y conforme a la ordenanza pero entre aquellos hombres había uno diferente; era enjuto. Su frente parecía surcada por las miserias y por el dolor que padece un hijo al no haber  conocido a su padre. Aquel joven era muy querido y gozaba de la simpatía de los soldados.
Nadie sabía su nombre, pero todos le llamaban "el maestro". Cuando se lo pedían, leía las cartas de las novias, que llegaban infrecuentes, porque los anhelaban que ´"el maestro" lo hiciera. En más de una ocasión, al mirar "el maestro" de reojo el rostro del compañero interesado, añadía unas palabras fuera del papel que dibujaban la ternura y, en los más sensibles, provocaba más de una lágrima. 


Además de leerles las cartas, el joven intentaba que aprendieran el estribillo de una canción que a él le había enseñado su maestro en el pueblo, y que era una tradición que pasaba de unos a otros. Lo hacía cada noche hasta el toque de silencio.  Les repetía una y otra vez a los soldados.





 Oficiales, oficiales,
tenéis mucha valentía
veremos si sois valientes
cuando llegue vuestro día.








Ese domingo, el ambiente en el cuartel era un jolgorio. Los familiares paseaban entre los barracones engalanados con guirnaldas y banderas de la Patria y los niños corrían y jugaban a la guerra con fusiles imaginarios. Todo estaba listo para el gran desfile. En las tribunas se disponían el resto de oficiales y mandos que no participaban en la parada militar, y alrededor de la explanada bajo un sol de injusticia, se situaban los familiares y novias de los soldados.

El oficial al mando miró al general, le saludó con gesto firme y comenzó el obligado discurso a la tropa. La palabra Patria se restregaba una y otra vez por las cabezas de los hieráticos soldados, hasta que terminó de hablar el general. El oficial gritó con voz sobreactuada. ¡Atentos! ¡Fiiirmes! Y como un inmenso cañonazo sonó el estruendo al unísono del taconazo las botas  de los 1.500
 hombres. Después se hizo el silencio. 



En una de las compañías se despertó un murmullo que desconcertaba a los mandos. Parecía el estribillo de una canción. El pelotón del "maestro" tarareaba con sordina creciente y se extendía por toda la formación hasta ser un clamor que tarareaban todos los soldados.

"El maestro" descerrajó su fusil y ese chasquido se reprodujo en todas la direcciones; él apuntó al general y el resto de los soldados, a sus jefes y oficiales. La descarga sustituyó al estribillo.



Javier Aragüés (febrero de 2020)



domingo, 16 de febrero de 2020

DESEADO





Para que exista el reencuentro ha de existir la ausencia o el alejamiento del ser querido, 
el que soñamos que nos quiere y nosotros lo deseamos.




Ella acudía cada tarde al andén infinito de la estación de armazón de hierro forjado en un  gris frío, por el que solo circulaban dos trenes de vía única; el del desamor y el de la esperanza. Siempre llegaba tarde expresamente porque le aterraba que el tren del desamor estuviera estacionado y aún no hubiera marchado.


Día tras otro, conscientemente, provocaba la pérdida de ese tren odioso que no tenía horario fijo pero que si lo encontraba sabía que el dolor sería tan terrible que no estaba segura de poderlo soportar una vez más. Tantos días pasó encogida por el miedo, por el sufrimiento a lo imprevisible, que llego a dudar cuál era el motivo por el que cada día acudía a esa estación, porque no era ella, era algo disfrazado de complacencia hacia la persona amada sin encontrar contrapartida.

Aquel día lucía un sol radiante. Al despertar, fue capaz de mirarse como hacía meses que no lo había hecho, quizás en toda su vida, recreándose en el espejo; se observó experimentó una sensación que desconocía, la de reconocerse y poderse identificar con su yo, con ella misma. Disfrazada de verdad se echó a la calle sin mirar la hora. No le importaba encontrarse con el tren del desamor, estaba preparada llena de deseos y rebosante de sueños. Entró por la puerta principal. En ese momento sonaron dos largos pitidos, anunciaban la partida del tren del desamor. Se alejaba envuelto en una nube de vapor gris que lo desdibujaba. Tuvo que esperar más de una hora. El tren deseable, y tantas veces deseado, el de la esperanza, hacía su entrada sin alardes, lento y seguro. Fue aminorando su marcha, por lo que a ella le permitió, sin forzar el paso, repasar cada vagón.

Sí, era él. La buscaba como lo habría hecho toda la vida. El tren se detuvo. Sin llegar a bajarse, él la miró y a ella se le aceleró el corazón. Primero acercaron sus manos, se abrazaron y después el esperado beso. Tan largo y apasionado que el tren deseado, el de la esperanza, se quedó inmóvil y el tren del desamor no volvió a circular.



Javier Aragüés (febrero de 2020)

martes, 4 de febrero de 2020

ESCAPE








Apagué la luz, y al dirigirme al dormitorio me pareció escuchar que Samuel se había dejado abierto el grifo del fregadero de la cocina. La gota repicaba insistentemente sobre uno de los platos de aluminio de la cena anterior. Perforaba el silencio. El sonido puntual e instantáneo de una gota abandonada, se había enlazado con el de otras gotas en todas las direcciones, hasta componer un atronador murmullo que dominó el espacio y que hizo que yo dudara de si Samuel había vuelto.


Estaba clavada en el quinto peldaño de la escalera que me llevaba al dormitorio. Indecisa entre bajar a la cocina o irme a dormir. Estaba a punto de hacerlo, pero de nuevo un gran ruido sacudió la planta baja. El estruendo fue considerable. Me ceñí el cinturón de la bata y me planté a la entrada de la estancia. Varios platos y vasos, destrozados, se esparcían sobre las baldosas irreprochablemente cuadradas de la cocina, que ya había enviado su WhatsApp particular con infinitos caracteres en forma de una gran lamina de agua jabonosa y grasa que se deslizaba bajo la puerta para intentar ganar el recibidor. Avanzaba lentamente con la única oposición de mis deseos y la moqueta, que era mucho más eficaz que yo.


Mis ansias de llorar y gritar se fundieron en un: ¡No! Un monosílabo contenido que ilustraba mi impotencia y temor.


Algo más debió pasar en esos instantes en los que yo estaba protegiéndome subida en el ultimo peldaño de la escalera. La mancha de agua perdió la timidez y se convirtió en una andanada de suciedad y detergente utilizado que había ocupado la planta baja de mi casa. Algo estaba ocurriendo. Yo había pasado de estar sorprendida a ser autoinvestigada y, por último, a víctima de un acoso intangible pero severo.


Inmersa en la dantesca situación intentaba trabarme a algo más consistente que mis miedos. 


Recordé a Samuel y, al mismo tiempo, sus últimas palabras: "Esta vez, no me esperes".





Javier Aragüés (febrero 2020)