miércoles, 24 de julio de 2019

EL SECRETO







Magda era una chica provinciana que había sobrepasado los cuarenta, con una sensibilidad muy acusada hacia lo delicado y  estéticamente bello. En su cuarto, llamaba la atención una estantería sobre la que se agolpaban en hilera ordenada, cuatro cajas de hojalata todas iguales con vestigios de cierta herrumbre en las cantoneras por el uso. Magda no desvelaba su contenido y para ella, cada una, era un verdadero tesoro.

Amelia era su mejor amiga, si la invitaba a pasar a su cuarto, la joven miraba las cajas esperando una confesión. Magda para atemperar el momento, se limitaba a contarle una  historia pausadamente y con tanto detalle que la joven, sin pestañear, la escuchaba como si fuera la primera vez; esperaba que Magda se sincerase, pero ese gesto nunca llegaba; se limitaba a explicar el origen de las cajas obviando su contenido. 
Desde que se conocían, esa escena se repetía con frecuencia; cuando Amelia miraba las cajas, era la señal para que Magda le invitara a sentarse en el borde de la cama y, a media voz, comenzara el relato. Amelia, muy atenta, consentía. 

—Amelia para mí estas cajas son algo más. A mi madre y sus amigas les traen recuerdos. Se reunían todas las tardes alrededor de una mesa camilla cubierta por un faldón protegido por un hule amarillento, descolorido y cuarteado por el desgaste del tiempo. Lo más importante para el grupo era lo que la mesa ocultaba en su interior. Justo debajo y en el centro, se refugiaba un entrañable y abollado brasero. Se aproximaban al borde de la mesa con las piernas muy juntas en señal de atención y para combatir el frío. El tema predilecto era criticar a alguna vecina que no estaba presente. 

—¿Y entonces?

— A media tarde, mi madre se levantaba y se dirigía a la cocina para preparar la merienda. Servía un chocolate muy caliente en tazones semiesféricos de loza blanca a los que todas las mujeres se agarraban para notar el calor. Pero eso no era suficiente. Mi madre volvía a la cocina, se escuchaba un sonido y aparecía en el comedor con una caja metálica. Todas esperaban impacientes y la ceremonia llegaba a su punto más álgido. Mi madre ofrecía la caja levantando la tapa. Todas esperaban. Doña Herminia, la mayor, cogía la primera, hasta que todas satisfechas, gesticulaban con una galleta en sus manos. Entonces aparecía yo y le recordaba mi madre que cuando la caja estuviera vacía la caja no la tirase, porque para mi era muy importante. Mi madre asentía complaciente y yo corría a mi cuarto. Esa es la historia de las cajas.

Amelia y Magda sabían que no era toda la verdad, pero daban la explicación por zanjada.

Las tardes que se encontraba con Amelia eran especiales. Al llegar la noche se encerraba en su cuarto y se acercaba a la estantería; cogía una de las cajas, la que parecía más vieja, la ponía sobre mis piernas y removía el contenido. Todas las cajas estaban llenas de postales. Láminas de cuadros de pintores famosos, antiguos y no tanto, con las que combatía la soledad; entre ellas  buscaba una que él le había regalado.  Era el recuerdo de ese su primer y único amor. Repetía la misma acción con cada caja. Así toda la noche hasta que llegaba el alba. Cuando le asaltaba el desconsuelo cerraba las cajas y aparecía la duda de si alguna vez había tenido esa postal, junto a la esperanza de que mañana la encontraría.



Javier Aragüés (julio de 2019)










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