martes, 30 de julio de 2019

PODÍA HABER SIDO





En el pequeño pueblo pesquero en la costa mediterránea no ocurrían acontecimientos remarcables excepto durante los meses de buen tiempo; entonces, los visitantes temporeros acudían a disfrutar de los encantos de aquel pueblecito y a incomodar a los vecinos que se veían obligados a soportar aquella epidemia transitoria a cambio de los dineros extras que se dejaban como peaje. Se podía decir que durante todo el año malvivían de la pesca para hacer unos pequeños ahorros con la temporada estival.


Héctor era uno de los asiduos cuando el sol alargaba su estancia sobre la recogida  ensenada, que era puerto natural de los pequeños barcos de pesca. Desde muy joven, Héctor lo visitaba porque estaba enamorado de él.  En aquellos años le acompañaba su mujer pero hacía unos cuantos que acudía solo. Era un hombre atractivo y para más de una chica soltera del pueblo, era un visitante al que esperaban cada año. Los del pueblo decían que ahora venía solo porque la mujer le había abandonado, pero eran rumores y de verdad nadie sabía el motivo. Era cierto que él tenía un carácter difícil que le había llevado a esas alturas de la vida a estar solo, y ahora más, porque simplemente era un maestro jubilado; había estado enamorado de su profesión pero ahora se encontraba cansado física y profesionalmente para afrontar esa nueva etapa de su vida. 

Hacía ya tanto tiempo que solo pasaba periodos de unos meses pero los del pueblo lo consideraban uno más.  Su única actividad aparente era pasear por el acantilado que se descolgaba muy cerca del pueblecito. Todos le respetaban pero se preguntaban por la vida tan extraña que hacía aquel hombre. Pensaban en que pasaba las horas cuando desaparecía.  Debido a la situación de la población, en sus habituales paseos, a Héctor se le perdía de vista al cabo de unos minutos de salir del pueblo; sospechaban cualquier cosa, pero no se atrevían a seguirle. Los más atrevidos lanzaron el rumor de que se dedicaba al contrabando. 

Pero aquel verano era especial. Héctor era incapaz de interpretar  lo que le ocurría. Si un conocido le saludaba y el lugareño hacía un gesto para detenerse, él rehuía el encuentro. Era extraño en él pues siempre se detenía a conversar aunque las conversacione fueran intrascendentes; disfrutaba porque que le hacían sentirse querido por la gente de aquel pueblecito. 

Ese verano no era así. Al ver a una vecino intentaba esquivarle y si no podía, sin perder el paso, se dirigía con urgencia al acantilado. Los comentarios se extendían porque Héctor era una era una persona apreciada por todos. 

Habitualmente cada día paseaba y se dirigía hasta un saliente del acantilado que le atraía de una manera especial. Desde allí se sentaba y pasaba las horas contemplando el mar que le invitaba a recordar. En cada vaivén, si las aguas estaban sumisas, pensaba  que hubiera sentido ella al bailar un vals. Ella era Claudia, la mujer que conoció cuando había perdido el amor de su pareja y la encontró un verano cuando estaba en el borde del acantilado. Una voz dulce e imperativa, le gritó —no por favor, no lo hagas. Mírame. 
Desde aquel día, sin apenas hablar, él y Claudia, se encontraban a la misma hora en aquel lugar tan singular. La expresión le cambiaba cuando aparecía. Claudia parecía levitar cuando se asomaba al pequeño repecho antes de abordar el camino hasta el saliente. Quizás sus cabellos algo rizados y la forma inquieta al caminar lo favorecían.  Héctor, al verla, se incorporaba, la invitaba a sentarse a su lado y ella accedía. Él esperaba inquieto cada amanecer para acudir  al encuentro. Deseaba que todo se detuviera para acercarse y con una triste excusa, sentirla a su lado. Hasta ese día, Héctor solo había conseguido poder aproximarse a la distancia a la que el olor de su cuerpo rezumaba un aroma que se introducía por la piel y le provocaba un apasionado deseo. 

Se repetían los días y para Héctor esa forma de encontrarse con Claudia le bastaba. 

Aquella mañana ocurrió algo inexplicable que había roto su habitual calma. Claudia se le acerco más que otros días, él sentía su olor, pero  ese aroma era especial; ese día rezumaba una mezcla de deseo y amor. Al llegar frente a él, ahuecó las hombreras y comenzó a deslizar su vestido blanco que cubría su remarcado cuerpo de mujer. El mar se embravecía y la espuma y las gotas de mar alcanzaban su piel. Claudia empapada se agachó y Héctor se atrevió a mirarla. Estaba punto de tocarla, pero una ola diferente alcanzó el saliente y le sobrepasó. Fue tal la sacudida que al retirarse el agua y abrir los ojos Claudia había desparecido. Héctor lloró amargamente y confiaba que Claudia le esperase en el fondo del mar.



Javier Aragüés (31 de julio de 2019)

domingo, 28 de julio de 2019

VASIJA DE CRISTAL







Muchas tardes apoyo la vista sobre las paredes de un descarado cristal prismático que me reconoce. Sin inmutarse, me deja traspasarlo. Descubro algunas hojas desprendidas que  se mecen en el agua al fondo de la vasija. En el interior abundan los tallos amputados y firmes, ajenos a mi inquietud; por sus venas aún corre el líquido que da vida y color a pétalos y flores, y las mantiene tersas. Quiero conservar  en mi retina tanta belleza, consciente de que la vida es la única dueña y ordenará que se marchite cuando se agote  o desaparezca el amor. 

Esa tarde especial la espero ensimismado. Se abre la puerta. Es ella. Con una sonrisa de enamorada me advierte que está viva y puede verme. Débil y  titubeante me busca hasta apoyar sus labios en los míos. Cierro los ojos. La imagino, la deseo y la beso. Mientras, un leve vuelo anuncia que un pétalo se desprende. Es el final  —no el de nuestro amor— porque ella se va. 



Javier Aragüés (Julio de 2019)

sábado, 27 de julio de 2019

EN LA VIDA






Las personas que ves a diario, con las que te cruzas, caminan muy cerca de ti y no te hablan; casi nunca lo hacen. Tú, las reconoces. Ellas pasean sin perturbarse, ajenas a tu vida, pero están presentes en tus rutinas. Alguna te mira. Sin alterar el paso, la mayoría se pierden en el bosque por los caminos de los amores solitarios, huyendo de los corazones traicionados. Pero todas tienen algo en común. Un desgarro irreparable que les impide transitar por los caminos sin adjetivos. El miedo te invade. Cualquier día, temes que una de esas personas puede ser tú. 


Despiertas de un sueño que toma forma al pensar en ella. La sientes distante. Noches deseándola, hasta que su mano coge la tuya y la oprime contra tus anhelos. 

Durante tiempo, casi una vida, la has buscado entre muchas, ahora la distingues y no dudas. Es
ella. Está frente a ti. La sientes. Puedes tocarla.  Decidido, la coges de la mano y sin miedos os adentráis en la vida.



Javier Aragüés (Julio de 2019)


viernes, 26 de julio de 2019

UN PASEO





Ander jugaba con el tiempo hasta que la conoció. Se llamaba Sara. El azar fue permisivo. Desde ese día todo se detuvo. Él no dejaba de soñarla y se paseaba por su piel hasta alcanzar la orilla del lago de los sueños. Ella, delirante, lo aceptaba. Ander insistía una vez y otra; deambulaba sin permiso por su cuerpo y la besaba sin descanso. 

Mientras los besos recorrían su espalda, Sara enmudecía. En el cuello, Ander tomaba aliento para descansar sus labios. Repuesto, avanzaba por el dorso hasta llegar al final. Sara le estaba esperando. Giró armoniosamente su cuerpo para lucir sin complejos su melena clara y ensortijada que levitaba sobre sus hombros y no impedía manifestar la feminidad de su pecho. Ander, desbordado, deslizó sus dedos hasta las puertas del amor. Sara despertó.  




Javier Aragüés(julio de 2019)

miércoles, 24 de julio de 2019

EL SECRETO







Magda era una chica provinciana que había sobrepasado los cuarenta, con una sensibilidad muy acusada hacia lo delicado y  estéticamente bello. En su cuarto, llamaba la atención una estantería sobre la que se agolpaban en hilera ordenada, cuatro cajas de hojalata todas iguales con vestigios de cierta herrumbre en las cantoneras por el uso. Magda no desvelaba su contenido y para ella, cada una, era un verdadero tesoro.

Amelia era su mejor amiga, si la invitaba a pasar a su cuarto, la joven miraba las cajas esperando una confesión. Magda para atemperar el momento, se limitaba a contarle una  historia pausadamente y con tanto detalle que la joven, sin pestañear, la escuchaba como si fuera la primera vez; esperaba que Magda se sincerase, pero ese gesto nunca llegaba; se limitaba a explicar el origen de las cajas obviando su contenido. 
Desde que se conocían, esa escena se repetía con frecuencia; cuando Amelia miraba las cajas, era la señal para que Magda le invitara a sentarse en el borde de la cama y, a media voz, comenzara el relato. Amelia, muy atenta, consentía. 

—Amelia para mí estas cajas son algo más. A mi madre y sus amigas les traen recuerdos. Se reunían todas las tardes alrededor de una mesa camilla cubierta por un faldón protegido por un hule amarillento, descolorido y cuarteado por el desgaste del tiempo. Lo más importante para el grupo era lo que la mesa ocultaba en su interior. Justo debajo y en el centro, se refugiaba un entrañable y abollado brasero. Se aproximaban al borde de la mesa con las piernas muy juntas en señal de atención y para combatir el frío. El tema predilecto era criticar a alguna vecina que no estaba presente. 

—¿Y entonces?

— A media tarde, mi madre se levantaba y se dirigía a la cocina para preparar la merienda. Servía un chocolate muy caliente en tazones semiesféricos de loza blanca a los que todas las mujeres se agarraban para notar el calor. Pero eso no era suficiente. Mi madre volvía a la cocina, se escuchaba un sonido y aparecía en el comedor con una caja metálica. Todas esperaban impacientes y la ceremonia llegaba a su punto más álgido. Mi madre ofrecía la caja levantando la tapa. Todas esperaban. Doña Herminia, la mayor, cogía la primera, hasta que todas satisfechas, gesticulaban con una galleta en sus manos. Entonces aparecía yo y le recordaba mi madre que cuando la caja estuviera vacía la caja no la tirase, porque para mi era muy importante. Mi madre asentía complaciente y yo corría a mi cuarto. Esa es la historia de las cajas.

Amelia y Magda sabían que no era toda la verdad, pero daban la explicación por zanjada.

Las tardes que se encontraba con Amelia eran especiales. Al llegar la noche se encerraba en su cuarto y se acercaba a la estantería; cogía una de las cajas, la que parecía más vieja, la ponía sobre mis piernas y removía el contenido. Todas las cajas estaban llenas de postales. Láminas de cuadros de pintores famosos, antiguos y no tanto, con las que combatía la soledad; entre ellas  buscaba una que él le había regalado.  Era el recuerdo de ese su primer y único amor. Repetía la misma acción con cada caja. Así toda la noche hasta que llegaba el alba. Cuando le asaltaba el desconsuelo cerraba las cajas y aparecía la duda de si alguna vez había tenido esa postal, junto a la esperanza de que mañana la encontraría.



Javier Aragüés (julio de 2019)










martes, 23 de julio de 2019

SILENCIOS










  • Suspendido en lo más alto de un sueño. Los destellos de los días pasados no le dejaban  observar la dimensión del verdadero amor. Ya en la cúspide, surgió un silencio locuaz y prolongado, excesivo para él; le invadió hasta hacerle revirar la piel. Malherido, disparó las palabras sin reparar en el desenlace. Eran tan gruesas que rasgaron el sueño y ella se escapaba. ¿Qué había hecho mal? En silencio imploró. Ella, sin saberlo, evitó la tragedia


https://elpais.com/diario/2000/07/29/opinion/964821609_850215.html

                Javier Aragüés (julio 2019)


domingo, 21 de julio de 2019

NO SON SOLO PALABRAS





No se lanzan al azar. Son meditadas y jamás definitivas. Como tienen vida, buscan a la amada. Son releídas una vez y otra. Ellas, sometidas, se dejan acariciar por la mirada del amor. Intentan aproximarse hasta expresar lo que él siente, pero necesitan la ayuda del escritor. Dudan. Buscan la expresión que se acomode al deseo de la amante, hasta que suspira. 

Sigue el silencio y se desliza una lágrima. Al caer sobre la piel desnuda de la mujer es un punto y aparte. Ella abre los ojos emocionados; las palabras se nublan y continúa la espera hasta llegar a la última. Son pacientes y fieles esperando la frase definitiva, la que deslizándose por el papel cierra el sentimiento más rotundo. Cuando llega, es tal el impacto, que ella se siente la elegida y es el punto y final.



Javier Aragüés (julio de 2019)

martes, 9 de julio de 2019

LLAMABAN










No podía imaginar lo imposible. Faltaban unas horas. Estaba impaciente, luchaba por disimular mis deseos y los signos de inquietud. ¿Llamaban?¿Sería ella? Abrí la puerta. Con una sonrisa ingenua justificaba su negativa a consentir mis sueños. En ellos, me robaba la calma y despertaba el amor; los vivía con esa agitación que solo cesa cuando los labios y las manos se aplacan al sentir a la persona amada, sienten la sencillez de su piel, el candor se extiende por su cuerpo y ella consiente. Pero otro día, oí de nuevo esos golpes tan inequívocos como irreales. ¿Llamaban a la puerta? Al abrirla: nadie, solo la sonrisa. En mi soledad, seguí fabricando sueños.



Javier Aragüés (julio de 2019)