lunes, 1 de abril de 2019

LA CAJITA


Héctor era el niño más pequeño de un pueblo situado en el altozano de una meseta. No tenía hermanos y sus padres vivían pendientes de él. El padre le había conseguido una pequeña caja de cartón, con la que Héctor pasaba horas y horas; la cajita se había convertido en algo imprescindible en su vida.

Pero al padre, lo que más les preocupaba era que su hijo no creciera y decidieron llevarle al médico. Don Vicente —así se llamaba el doctor— era un médico de pueblo que resolvía las enfermedades de todos los vecinos cuando caían enfermos, y si no las resolvía, ellos tenían toda su confianza. Cuando entraron en la consulta, don Vicente no pudo evitar el gesto de asombro al ver la envergadura de Héctor. Perplejo, no sabía por dónde empezar.

—Héctor ¿Qué tal duermes?

—Duermo bien —contestó Héctor—  pero solo si me meto en una cajita de cartón que tengo escondida bajo la cama.

Don Vicente se le acercó con un gesto cariñoso y con muy buenas palabras —las de un médico de toda la vida—  le aconsejó.

—Mira Héctor lo que te pasa no es grave pero tienes que hacer lo que te digo. A partir de ahora has de intentar no utilizar la cajita y dormir en la cama. Cuando pasen unos meses vienes verme. 

Pasó  el tiempo y Héctor no solo no crecía, sino que cada día se hacía más pequeño, tanto, que los padres acudieron asustados de nuevo a la consulta de don Vicente. Al verle, el doctor se asustó. Para no alarmarles se dirigió a Héctor y le habló al oído.





— ¿Dime dónde duermes?

—Duermo en mi cajita. Verá don Vicente, si me acuesto en mi cama como me dijo, no consigo dormirme.

—Tienes que abandonar esa costumbre para hacerte mayor. Esa cajita no te deja crecer. Es más, en esta visita te veo más pequeñito que hace unos meses.

—A mí eso no me importa. En la cajita estoy calentito, tengo sueños agradables y duermo profundamente.


Todos los meses, Héctor acudía a la consulta de don Vicente con sus padres cada vez más preocupados, porque cada día se le veía más pequeño, tanto, que su padre lo llevaba en el bolsillo del chaleco. En la cajita ya no podía introducirse solo, su padre le ayudaba cada noche. Lo ponía con delicadeza en la palma de su mano, le acompañaba  lentamente sin tocar las paredes de la caja, hasta depositarle en el fondo con sumo cuidado. Héctor le devolvía una leve sonrisa como muestra de agradecimiento, que el padre, sin llegar a verla, imaginaba.

Así muchas noches y Héctor seguía menguando. El padre afligido no sabía qué hacer hasta que una noche como último recurso le escondió la cajita. Héctor desconcertado pasó varias horas dando vueltas por su habitación hasta que desfallecido se tumbó sobre el suelo y durmió profundamente.

A la mañana siguiente su padre corrió al cuarto con miedo a lo peor: no encontrar a Héctor. Ya el día anterior, dado su tamaño, era prácticamente ilocalizable. Abrió la puerta con sigilo. Se asomó. En apariencia, ni rastro de Héctor. Pero un resplandor inundaba el dormitorio y entre el fulgor destacaba una figura. Un joven sentado  junto al buró con sus largas piernas cruzadas, leía un libro detenidamente. Al sentir el ruido de la puerta, se giró dirigiéndose a él con voz grave y le dijo:

"Padre no he encontrado la cajita. Esta noche he dormido en el suelo y me he sentido diferente. Dale las gracias a don Vicente".



Javier Aragüés (abril de 2019)

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